Durante meses y meses, todos los días, la persona (mala persona) que vivía en esta casa se levantaba por la mañana, hacía pis, conectaba el equipo de música y, mientras se duchaba y se vestía, hacía sonar el maravilloso segundo movimiento del Cuarteto de cuerda nº 14, en Re menor, de Franz Schubert, conocido como La muerte y la doncella. Todos los días, repito. Nunca ponía otra cosa, así que llegué a odiar esa prodigiosa música más que a nada en esta vida. Hasta que un día decidí averiguar qué le pasaba a Schubert, al dulce y luminoso y gordito Schubert, cuando escribió aquella inmensa tristeza.
No fue difícil. En aquellos dos años (1823, 1824), el buen Franz estaba pasando por uno de los peores momentos de su existencia. No tenía un duro y sus composiciones fracasaban, no se sabía por qué. Se había enfadado con sus amigos, de los que dependía muchísimo emocionalmente. Había sido abandonado por su novia. Y estaba empezando a padecer los síntomas de una enfermedad entonces terrible: la sífilis, contraída sin duda en algún burdel. Schubert, solo y deprimido, se quería morir. De ese deseo nació el dolor de La muerte y la doncella.
Sé muy bien lo que es ese deseo. Juraría que todos ustedes habrán pensado en ello alguna vez, porque es algo muy común. Les confieso que en mi caso ya no se trata de un arrebato de desesperación, del afán de huir de un dolor muy agudo, sino de una reflexión serena que me acompaña desde hace años. La vida se vuelve, a veces, insoportable; no por la aparición súbita del dolor sino por su cotidianeidad, porque se convierte en una rutina, casi en un hábito. Sí, es verdad que uno termina por acostumbrarse a todo. Pero, con frecuencia, para ello tiene que querer acostumbrarse, y eso en algunas ocasiones es imposible.
No controla sus esfínteres, así que el asco y la vergüenza deben de ser atroces. Vive, si es que eso es vivir, en un hospital. Y lleva más de un año repitiendo que se quiere morir
Nunca he vivido una circunstancia –y menos aún una cotidianeidad– tan horrible como la que ahora mismo padece Noelia, esa muchacha de 24 años de la que sé muy poco salvo lo más importante: que se quiere morir, que quiere acabar con su espanto de vida. Pero no puede hacerlo sola. Cuando intentó matarse; cuando, después de haber sido violada, se tiró por la ventana desde un quinto piso, increíblemente no murió sino que la suerte, la mala suerte, la condenó a algo que se me antoja muchísimo peor que la muerte. Se convirtió en una parapléjica que no puede moverse, pero que padece unos dolores tremendos que no cesan ni un momento. No controla sus esfínteres, así que el asco y la vergüenza deben de ser atroces. Vive, si es que eso es vivir, en un hospital. Y lleva más de un año repitiendo que se quiere morir. Que hagan el favor de ayudarla a morir.
Pero no se lo permiten. Nadie le presta la ayuda que necesita y que quiere. Diga lo que diga la ley, que está en vigor desde hace cuatro años –en estos días se cumplen– y que prevé casos como este. Porque no hay ley en el mundo que prevea la aparición de los cuervos.
El padre. No sé quién es, no le he visto nunca. Un hombre sin duda extraño que en su vida se preocupó de su hija: la pareja se rompió muy pronto, ninguno de los dos tenía dónde caerse muerto –disculpen lo inoportuno de la comparación– y Noelia se crio en lo que hoy llamamos centros asistenciales o centros de acogida, asépticas denominaciones tras las cuales se esconden los hospicios y orfanatos de toda la vida. La madre, que se llama Yolanda, hizo muy aproximadamente lo mismo. Apenas ha tenido relación con su hija, pero ahora anda por las teles lagrimeando y gimiendo que a su hija “se la quieren matar antes de tiempo”. Ambos, hasta donde alcanzo a saber, profesan una forma radical de cristianismo que a mí me ha parecido siempre un puro espeluzno.
Las urracas que se deslizaban en la habitación para picotearle la cabeza con sus sonrisas de iluminadas, ya tienen lo que querían: la forma de evitar que a Noelia la ayudasen a cumplir el mayor de sus deseos, que es morir.
Y luego están los profesionales de la crueldad… en nombre de Dios, o de su manera feroz y desalmada de entender a Dios. Esas muchachas fanáticas que se colaban en la habitación hospitalaria donde malvive Noelia, que se aprovechaban de su cansancio o de su falta de sueño o del atontamiento de los analgésicos, y obligaban a la chica a escribir o firmar papeles en los que decía todo lo contrario de lo que en realidad pensaba: que renunciaba a la eutanasia, que la dejasen vivir. Ella, que tiene trastornos de personalidad (como para no tenerlos, en su situación), a duras penas recuerda nada de eso. Pero ellas, las urracas que se deslizaban en la habitación para picotearle la cabeza con sus sonrisas de iluminadas, ya tienen lo que querían: la forma de evitar que a Noelia la ayudasen a cumplir el mayor de sus deseos, que es morir.
Ah, y el abogado. Se apellida Fernández, me parece. Pertenece a una organización de extrema derecha (política y religiosa) que se llama o se hace llamar “Abogados Cristianos”. Este hombre está utilizando sus conocimientos de la ley para buscar sus agujeros, que los tiene, como todas las leyes. Y tratará de demostrar así que Noelia no está en condiciones mentales de tomar una decisión sobre su propia vida.
Vamos a ver: si Noelia, en la situación horrible a la que ha llegado, no es quién para decidir sobre algo que solo le pertenece a ella, que es su propia existencia, ¿quién podrá hacerlo? ¿Quién tiene más derecho que ella a decidir si quiere vivir o no?
Noelia tiene derecho a morir con toda dignidad. Como lo tenemos todos. También tenemos derecho a que, antes de llegar a ese paso definitivo, se nos ayude; que haya quien intente consolarnos, confortarnos, hacer que veamos las cosas de otra manera, insuflarnos ganas de vivir
Ahí está la clave del asunto. Los fanáticos religiosos que han metido sus patas y sus picos en este asunto creen que Noelia no es dueña de su vida. Ni Noelia ni nadie. Que el propietario de la vida de todos es Dios, y nadie más. Y deliberadamente confunden el derecho a la vida con la obligación de vivir, que es algo totalmente diferente. Sus motivos, disfrazados de una espesa y enmarañada pátina jurídica, son exclusivamente religiosos. Se trata de creencias, de sus creencias, que pretenden seguir imponiendo a toda la sociedad como hicieron en España durante décadas, por fortuna cada vez más lejanas. Se trata de seguir intentando que para todos los ciudadanos sea ilegal, o incluso delito, lo que solo para ellos es pecado. Son fanáticos. Son escribas y fariseos. Nada más. Son el tipo de gente malvada a la que Jesús de Nazaret se refería en el Evangelio de Mateo: “¡Ay de vosotros, hipócritas!, porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera lucen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia” (Mt. 23:27-32).
Noelia tiene derecho a morir con toda dignidad. Como lo tenemos todos. También tenemos derecho a que, antes de llegar a ese paso definitivo, se nos ayude; que haya quien intente consolarnos, confortarnos, hacer que veamos las cosas de otra manera, insuflarnos ganas de vivir. Es decir, convencernos, persuadirnos de que esa última puerta que queremos cruzar no es necesaria. Pero lo que no se puede hacer de ninguna manera, bajo ningún concepto, es impedirnos llegar a ella. Nuestra vida es nuestra y de nadie más. Mi vida es mía y de nadie más, y concluirá, si para entonces tengo la suerte de poderme valer, como y cuando yo decida. Nadie, absolutamente nadie tiene derecho a estorbar esa decisión. Ni en nombre de Dios ni en nombre de nada.
A Noelia le pasa exactamente lo mismo… y la Ley está con ella. Así que déjenla en paz. ¡Sí, por el amor de Dios!
LUIS ALGORRI
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joseantonioruizarago
21/03/2025 17:36
Dadas las veces que he visto mentir a este Luis Algorri, supongo que en esta columna miente también. Bueno, no lo supongo, estoy seguro.