Opinión

Los trapos sucios de la tutela de menores

Llevamos décadas educando a las nuevas generaciones como si los actos no tuvieran consecuencias.

  • María Belén y el piso tutelado de Badajoz. -

Aunque cualquiera puede tener descendencia, construir una familia es un trabajo ímprobo; quizá el más difícil de todos. Ni siquiera la ambición de poder o la vocación artística exigen tanta dedicación, tanto sacrificio y, sobre todo, tanta flexibilidad: la familia es un ser vivo que nunca deja de mutar. Quien ayer era guía, mañana será guiado; quien fue protegido, protegerá.

Por desgracia, a veces los engranajes familiares no funcionan; todos conocemos padres que ejemplifican lo que no debe hacerse. De hecho, yo diría que incluso las personas más equilibradas pueden, en un momento dado, convertirse en el peor enemigo de sus hijos. ¿Quién no se ha equivocado nunca? Por eso da cierta tranquilidad pensar que, si la familia falla, el Estado se hará cargo de los más débiles. Pero, en realidad, separa a los niños de sus progenitores para ponerlos en manos de oenegés y empresas concesionarias —igual me da—, que los procesan como si fueran mercancía, simple stock en un negocio que muchas veces destruye completamente a los tutelados.

No soy tan ingenua como para creer que la tutela estatal pueda sustituir el amor de un padre y una madre; indudablemente, alguien que haya crecido bajo la protección de la Administración tendrá las cosas más difíciles que quienes se han criado en una familia funcional. Pero sí cabría esperar que, con todo el dinero que dedicamos a lo social, con todos los trabajadores sociales que hay en ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas y con las cientos —quizá miles— de oenegés que viven del dinero público, el Estado hubiera podido desarrollar un método para que quienes tienen mala suerte con la familia, tengan alguna oportunidad de no ser carne de cañón. Y, sobre todo, haber implementado un sistema para vigilar que aquellos que tutelan a los menores por delegación cumplan con los objetivos asignados. Sin embargo, ni el Estado vigila ni nadie parece tomarse en serio el asunto.

“Lo hizo una vez y no le pasó nada, lo hizo otra y no hubo consecuencias. Los niños necesitan que les pongan límites”. Entonces se rebulló de indignación en la sillita y me miró muy seria: “Es que yo creo que la clase debe ser una democracia”

Un buen día se decidió que la autoridad, la disciplina, el mérito y el esfuerzo —incluso la belleza— son cosas fascistas que había que desterrar y, desde entonces, no hemos dejado de empeorar. Primero se despojó de autoridad a padres y profesores, después se hizo creer a hijos y alumnos que tenían derecho a todos los derechos sin ninguna de las obligaciones. Todavía estoy viendo a aquella pobre maestra —sentada con nosotros en las sillitas infantiles de su clase vacía—, quejándose de que nuestro hijo de siete años esperaba a que ella estuviera escribiendo en la pizarra para sacar en silencio a todos los niños de la clase y llevárselos al patio. Para mi sorpresa, y a pesar de que era reincidente, nunca le había castigado; la maestra esperaba que fuera yo quien pusiera orden en su aula. “¿Por qué crees tú que tu hijo hace esto?”, me preguntó desafiante. “Porque puede”, contesté encogiéndome de hombros antes de continuar. “Lo hizo una vez y no le pasó nada, lo hizo otra y no hubo consecuencias. Los niños necesitan que les pongan límites”. Entonces se rebulló de indignación en la sillita y me miró muy seria: “Es que yo creo que la clase debe ser una democracia”. Acabáramos. Como si en la democracia no hubiera cárceles.

Pocos años después, cuando mi primogénito —que, salvando aquella anécdota, nunca dio un problema— ya estaba en el instituto, me enseñó un vídeo que había grabado en clase de matemáticas: mientras la profesora explicaba un problema en la pizarra, varios adolescentes hacían volteretas laterales en los pasillos que había entre los pupitres. Chocaban, gritaban, se reían, eran jaleados por los otros… pero ella seguía de espaldas a ellos, ignorando deliberadamente aquel sindiós; imagino que deseando que acabara la jornada para llegar a casa y ponerse a llorar.  Llevamos décadas educando a las nuevas generaciones como si los actos no tuvieran consecuencias.

Pero no son pocos los trabajadores sociales que —bien por ideología, bien porque su sueldo depende de ello— encubren a los menores; policías y guardias civiles lo cuentan en las redes sociales

Y, si ya sucedía esto antes de que la ideología de género desembarcara a lo grande en Educación y Asuntos Sociales, no cuesta trabajo imaginar lo que sucede hoy con los menores tutelados. Al hecho de que las oenegés y las concesionarias hayan convertido la tutela en un lucrativo negocio, se une que los trabajadores sociales muchas veces son cómplices de la situación. Y no lo digo por la pobre educadora social a la que el otro día estrangularon con un cinturón dos de sus tutelados en Badajoz: ella había denunciado que su vida corría peligro. Pero no son pocos los trabajadores sociales que —bien por ideología, bien porque su sueldo depende de ello— encubren a los menores; policías y guardias civiles lo cuentan en las redes sociales.

El otro día, el programa Horizonte de Iker Jiménez intentó desentrañar qué había tras los pisos tutelados, e invitó al padre de uno de los acusados por el homicidio de la educadora social a que contara su versión por teléfono. El hombre —que no está exento de responsabilidad—acusó al sistema de tutelados de fallar en todo y de dejar hacer a los menores lo que les da la gana. Y dibujó un panorama aterrador en el que la ideología de género —a la que en otro programa ha culpado de tratar a los hombres “como si fuéramos perros”— prima sobre el bienestar de los niños. Después de él, intervinieron los dos educadores sociales que compartían mesa con Iker, que se atrevieron a hablar porque cada uno había montado su propio proyecto (chiringuito) y ya no tienen jefes.

Se quedarían sin business

Denunciaron a la Administración y a las empresas/oenegés que los contratan por la precariedad en la que trabajan, pero en ningún momento cuestionaron esa Ley del Menor que da barra libre a los menores para delinquir. Tampoco hablaron de la corrupción inherente al caritativo Tercer Sector al que pertenecen y, por supuesto, no hicieron autocrítica. Al contrario; si les dejaran manos libres y les dieran más dinero para educar a los niños y las niñas —la palabra “menores” les resulta ofensiva—, todo sería perfecto. Pero ese lenguaje inclusivo y políticamente correcto que eterniza cualquier frase consiguió conmigo todo lo contrario de lo que pretendía: entendí que si algún gobierno eliminaría la Ley de Violencia de Género, cambiara la Ley del Menor y devolviera la autoridad a padres y profesores, ellos se quedarían sin business. No eran almas caritativas, sino comerciales que vendían la bondad de su producto.

 

 

 

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