Un punto y aparte en la historia de la política francesa. El hombre que el 7 de mayo de 2017 se convirtió en presidente de la República con el 66,1% de los votos frente a la líder del Frente Nacional (FN), Marine Le Pen, era un joven de 39 años que llegaba al Elíseo sin el respaldo de uno de los partidos históricos galos; un chico de provincias educado en los jesuitas de Amiens que, como en las novelas costumbristas del XIX, supo conquistar París a golpe de talento y encanto, no sin antes haberse licenciado en filosofía (tesis sobre Hegel, palabras mayores) en París-Nanterre, haberse graduado en Ciencias Políticas en el IEP parisino, y haber salido de la famosa ENA convertido en inspector de finanzas; un tipo contrario a las convenciones sociales, casi un antisistema en su primera juventud, que, a los 16 años, se enamoró de su profesora de teatro y acabó casándose con ella; un político todo ambición forzado por las circunstancias a convertirse en una especie de moderno Aquiles dispuesto, tras la frustrante presidencia de François Hollande, a cambiar Francia del revés y a revitalizar una moribunda Unión Europea (UE), las dos caras de la “revolución” que prometió a los franceses.
Extenuante objetivo, hercúleo envite que hubiera desanimado a cualquier juicioso ciudadano del común. Su elección fue recibida con alborozo en la UE y en la mayoría de las democracias parlamentarias. Carismático, hiperactivo, encantador, camaleónico incluso, lo mejor que puede decirse de Emmanuel Macron al cumplirse el primer año como presidente de la República Francesa es que no está muerto, que un año después de su asalto al poder su carrera política no ha desaparecido en el firmamento como una estrella fugaz, y que, al contrario de lo que ocurriera con Nicolas Sarkozy, las esperanzas puestas en él por quienes aspiran al renacimiento del vecino país siguen intactas. En estos 12 meses ha cumplido muchas de sus promesas. Prometió desmontar un mercado de trabajo arcaico, férreamente controlado por los sindicatos, y es lo que ha hecho con la reforma laboral. Prometió reformar la enseñanza universitaria y lo ha hecho también, en contra de la izquierda marxista parapetada en la universidad. Anunció su intención de promulgar una ley de asilo e inmigración, y la ha puesto en marcha arrebatando esa bandera al FN. Empeñó su palabra en una reforma fiscal, y la sacó adelante; puso el objetivo en un gran programa de modernización de la economía gala, y en ello está. Se propuso relanzar la reforma de la UE y si no ha llegado más lejos ha sido por los problemas que han afectado al socio alemán.
Es demasiado pronto para conocer los efectos de esas reformas, pero en todo caso nadie discute en Francia la coherencia de un hombre empeñado en aplicar el programa con el que fue elegido contra viento y marea, un presidente resuelto a devolver la vida a un país enfermo si no muerto, víctima de un estatismo atroz, reacio a los cambios, contrario a cualquier iniciativa de reforma que suponga una pérdida de derechos adquiridos, aunque esos derechos, y su entero modelo de vida, esté seriamente amenazado por la globalización y la falta de crecimiento. La reacción de los enemigos del cambio no se ha hecho esperar. La huelga de los ferroviarios ha entrado en su segundo mes; la de Air France ha provocado ya la dimisión del presidente de la compañía, y varias universidades siguen colapsadas por la revuelta estudiantil, mientras los funcionarios protestan y los pensionistas reclaman mejoras en el poder adquisitivo de sus pensiones.
Muchos se quejan de las formas con las que este encantador de serpientes ejerce su poder. “Implacable”, “casi brutal”, “dispuesto a utilizar el rodillo sin miramientos”… Son algunos de los calificativos que cosecha entre los partidarios del consenso. Advertido de lo acontecido con Sarkozy, Macron avisó desde el principio de que su proyecto era innegociable hasta el punto de estar dispuesto a prescindir de la negociación para sacarlo adelante. Dicho y hecho. Las dos cámaras legislativas se sienten ninguneadas por el mecanismo de la “ordenanza”, sistema que acorta el trámite parlamentario al obviar los debates y enmiendas en comisión y pleno de los proyectos de ley, sometidos a votación tras lectura y debate únicos. Los sindicatos pierden poder de mediación, vulgo chantaje, y el cuarto poder, la siempre poderosa prensa gala, pierde influencia frente a una maquinaria del Elíseo capaz de producir sus propios mensajes y utilizar con eficacia las redes sociales. “El que usted nos dibuja, señor Macron, es el mundo del individualismo y del cada uno se saca sus propias castañas del fuego. Sin embargo, los valores de la República están basados en la solidaridad y en la protección colectiva”, decía meses atrás una carta abierta firmada por un grupo de intelectuales.
¿El presidente de los ricos?
¿Es Macron el “presidente de los ricos”? La supresión del impuesto sobre las grandes fortunas (excluido el patrimonio inmobiliario) y del llamado 'exit-tax', creado en su día por Sarko para frenar la fuga de millonarios, han beneficiado ciertamente a la población con rentas más altas. El presidente argumenta que se trata de fomentar la inversión nacional y atraer la extranjera, lo que inevitablemente se traducirá en la creación de riqueza y empleo (tasa de paro inferior ya al 9%) para todos. Como era de prever, su gestión recibe el aplauso mayoritario del centro derecha y el rechazo de la izquierda, que reprueba su arrogancia, su narcisismo y un cierto complejo de superioridad. Según un sondeo de Ipsos para Le Monde aparecido en abril, la República en Marcha (LREM), el partido centrista que le sostiene, es percibido por el 50% del electorado como de derechas, calificación que apenas un tercio le otorgaba hace un año. Otra encuesta de Ipsos, para la Fundación Jean-Jaurès, divide a los franceses en tres categorías: un 33% de encantados con el presidente, un 39% de asqueados y un 28% que manifiesta sentimientos encontrados. En una escala de cero al diez, con el diez como derecha extrema, los franceses le sitúan entre el 6 y el 6,7, cuando hace justo un año, antes de las presidenciales, lo hacían en el 5,2. El hombre que llegó al poder declarándose “ni de izquierda ni de derecha” y rompiendo lazos con los herederos del gaullismo y del socialismo, parece decidido a asentar su poder sobre el flanco del centro derecha.
Unos datos que, a tenor de lo aconteciendo con quienes le precedieron en el Elíseo y tuvieron la osadía de pretender menear el árbol galo, permiten calificar de positivo su primer año. La mayoría de los franceses apoyan los cambios, aunque preferirían más diálogo y menos autoritarismo. En comparación con el pasado reciente, las resistencias han sido muy menores. El sábado 5 de mayo, una manifestación convocada en París por Francia Insumisa, el único partido de izquierda operativo después de la debacle socialista, apenas consiguió reunir a 40.000 personas en un ambiente pacífico. Macron está vivo y dispuesto a seguir adelante. La reforma de la SNCF es uno de sus grandes desafíos para 2018. El proyecto –que cuenta con el respaldo del 53%, y creciendo, de los franceses- pretende transformar una empresa pública que arrastra una deuda de 54.400 millones en sociedad anónima, para abrirla a la competencia de otros transportistas ferroviarios y acabar con las sinecuras de unos sindicatos que son los auténticos reyes de SNCF. También terminar de implantar la nueva ley de acceso a la Universidad, promulgada en marzo pasado, y ganar el pulso a los sindicatos estudiantiles. Sin olvidar una reforma de la Seguridad Social, pensiones incluidas, y una importante reforma constitucional cuyo texto fue examinado este miércoles en consejo de ministros y que ha molestado sobremanera a la derecha gaullista. Macron pretende volver a utilizar el expeditivo método de la “ordenanza”, lo que ha provocado el enfado mayúsculo del presidente de Los Republicanos en el Senado, Gèrard Larcher: “Estamos ante un verdadero recorte de los poderes del Parlamento”.
El mayor desafío de Macron se llama Ángela Merkel. La canciller y el presidente no pueden ser más diferentes en lo que a formación y experiencia vital se refiere. El galo tuvo hace un año la osadía de prometer la vuelta de Francia al lugar que le corresponde en el mundo y de anunciar a los cuatro vientos el regreso de Europa al escenario internacional, con un proyecto de Unión destinado a acelerar la integración, desafiar la globalización y proteger los principios y valores que están en el origen de tan hermosa aventura. Macron quiere una construcción europea flexible, pivotando sobre un núcleo de países con parecido peso específico. Merkel prefiere mantener una UE a 27, obsesionada con el este y en línea con los intereses estratégicos alemanes. De la capacidad de entendimiento entre canciller y presidente dependerá el futuro de la Unión.
Francia ha vuelto; España se ha ido
De la mano de Macron, Francia ha vuelto. Una corriente de aire fresco recorre Europa, arrasada desde el final de la II Guerra Mundial por las políticas socialdemócratas y la renuncia a defender los valores de libertad que la hicieron grande; castigada por liderazgos mediocres y carentes de ambición, incapaces de pasar a la ofensiva frente a la creciente pujanza de populismos y nacionalismos, liderazgos dispuestos a asumir con resignación la derrota. La España de Mariano Rajoy es perfecto ejemplo de esa decadencia. “¿Hay todavía en la política algo novelesco?, se preguntaba días atrás el líder galo, entrevistado en la Nouvelle Revue française. “En realidad, yo no soy más que la emanación del gusto del pueblo francés por lo novelesco”, se contestaba, “porque no hay política verdadera, política que sea algo más que un ejercicio tecnocrático y superficial, sin literatura, sin novela, sin épica y lírica”. Esta es la dimensión del personaje dispuesto a aunar en su presidencia “el poder y la nación”. El ejercicio del poder y la encarnación de la nación. El tamaño del hombre que guarda una novela sin publicar y que siempre quiso ser escritor. No es el Mesías, como tampoco lo fue Obama. Pero es la esperanza a la que aferrarse.
Macron escribe novelas. Mariano lee el Marca y tiene serias dificultades para manifestar cualquier idea que rebase esa pedestre condición suya de gestor del día a día, de registrador de la propiedad obsesionado con entregar la estafeta en las mejores condiciones cuando llegue su hora. Mariano lee el Marca y vuela tan raso que cualquier gallina parecería un audaz vencejo a su lado. Ninguna altura de miras, ninguna aspiración más allá de durar, permanecer, estar. Ningún sueño capaz de transportar a la sociedad española a un cierto estadio de esperanza. Macron está vivo; Mariano está muerto. Francia ha recobrado el pulso en un mundo cada día más competitivo y difícil. España está atascada en el barro. Parada en el arcén de una polvorienta carretera de provincias. Víctima de un presidente dispuesto a pactar con los enemigos de la nación con tal de seguir año y pico más en el cargo. Un cansino encantado ante la perspectiva de volver a la plácida siesta tras haber contribuido a colocar en la Generalitat a un tipo tan abyecto como el tal Joaquim Torra. El jueves asistimos a un espectáculo insólito. La Griso entrevistaba en Antena3 a Mariano, mientras Ana Rosa hacía lo propio con Albert Rivera en Telecinco. La simple estética delataba el abismo entre ambos. Traje negro de luto, grandes solapas; el corsé decimonónico bien apretadito, el uno. Vaqueros y camisa blanca sin corbata, el otro. Discurso viejo y gastado, renqueante, apolillado, el uno. Aire fresco en las propuestas del otro. Imposible descripción más visual de la distancia que separa el pasado del futuro. Perfecto retrato de la España del momento.