Opinión

Malversación de la democracia

Pedro Sánchez se dispone a repetir Frankenstein manteniendo la tesis falaz de que es más democrático aceptar las exigencias de Otegui o Puigdemont que pactar con el PP

  • El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, en un mitin. -

Las elecciones han puesto a disposición de Pedro Sánchez la posibilidad de pasar a la historia por algo más trascendente que el haber reubicado el cadáver de Franco. Desde una reiterada y candorosa ingenuidad, basada en la convicción de que los dirigentes políticos están al servicio del interés general, y no al revés, creemos que nuestra obligación es reclamar al presidente del Gobierno en funciones, y candidato derrotado del PSOE, generosidad y sentido de Estado. Los estrambóticos resultados electorales del 23 de julio, que vuelven a situar a los partidos independentistas -y con mayor peso- en el eje de una eventual gobernabilidad, le han regalado a Sánchez la oportunidad de reivindicarse, de desmentir esa imagen de político narcisista ávido de poder que le acompaña.  

Altura de miras e interpretación correcta de las necesidades reales del país. Virtudes todas ellas exigibles tanto a Sánchez como a Núñez Feijóo, los dos líderes de cuya voluntad pende, hoy más que nunca, la estabilidad y el progreso de la nación. La responsabilidad de ambos en estas circunstancias es enorme. Y no es rehusable. Este no es un juego de poder sino de supervivencia, en el que lo que se discute es el blindaje o el debilitamiento del Estado, la consistencia de nuestro modelo de convivencia o el chantaje permanente, la credibilidad como nación que huye de soluciones populistas o que se somete a las exigencias socializantes de la única izquierda extrema a la que se le hace sitio en un gobierno europeo.

Extraordinaria paradoja: Junqueras y Puigdemont muerden como nunca antes el polvo en Cataluña y sin embargo son más necesarios que nunca para que a Pedro Sánchez le salga bien la ecuación

Ciertamente, reclamar sentido de Estado a quien ha convertido el “no es no” y la polarización en la viga maestra de su estrategia no deja de ser un estéril ejercicio de política ficción. Pero es nuestro deber, antes de cualquier otro análisis, evidenciar la carga que asumen quienes se nieguen a darle la menor oportunidad a la única solución que puede ahuyentar el espectro del bloqueo o de la coalición insensata de los que, se mire por donde se mire, han salido derrotados de estas elecciones: el PSOE y los partidos independentistas (a excepción de Bildu). Extraordinaria paradoja: Junqueras y el prófugo Puigdemont muerden como nunca antes el polvo en Cataluña y sin embargo son más necesarios que nunca para que a Pedro Sánchez le salga bien la ecuación.

¿Cuál puede ser ahora el precio de la gobernabilidad? ¿El referéndum de autodeterminación en País Vasco y Cataluña? ¿La impunidad de Puigdemont? Si nos atenemos a los precedentes, habremos de convenir que lo inquietante no es el paquete de exigencias que va a plantear el independentismo, sino la más que justificada sospecha de que Sánchez, llegado el caso, estará dispuesto a concederlo. El secesionismo supremacista ha sido el “cisne negro” de una jornada electoral que puede colocar al Estado contra las cuerdas. No es retórica. Provoca escalofríos imaginar las consecuencias políticas, sociales e institucionales de un gobierno programado según las exigencias de Bildu, Esquerra y Junts. Y, sin embargo, esta es la hipótesis más probable.

¿Gobierno de transición?

Por todo ello, nuestro deber es insistir en que los dos grandes partidos exploren la vía de un acuerdo transversal. Hay que poner fin a la anomalía antidemocrática que consiste en negar por sistema a los españoles la solución excepcional, en circunstancias excepcionales como las actuales, de un acuerdo PP-PSOE. Un acuerdo sin condiciones previas, generoso con los perdedores, que excluya cualquier tentación de desquite y tenga como prioridades centrales la defensa del Estado -y del Estado de Derecho- y la regeneración institucional. Un acuerdo de mínimos que podría tener una vigencia limitada, con un gobierno de transición en el que se integraran personalidades independientes y que también debería sustanciarse en un consenso sobre el reparto de los fondos europeos que despejara cualquier duda sobre la gestión de los mismos y reforzara nuestro crédito internacional. Solo este último objetivo justificaría por sí solo un pacto de Estado que además dejara fuera de las grandes decisiones a cualquier opción radical, de izquierda o derecha, y a quienes sólo representan el 4,85% de los votos emitidos (la suma de ERC, Junts y Bildu) y que, no obstante, como beneficiarios principales de una campaña falaz, aspiran a condicionar como en ningún otro momento la gobernabilidad.

Hay una causa del fracaso del centro-derecha que no admite discusión: la torpeza con la que Partido Popular y Vox han manejado desde mayo su relación

Clausuradas las urnas y finalizado el recuento, a la decepción de los ganadores siguió la euforia de los perdedores. El infantil “no pasarán” que los más acérrimos gritaban en la madrugada del lunes en la calle Ferraz dio paso a la triste realidad de un Partido Socialista doblemente rehén del independentismo. Ningún votante del PSOE buscaba esto. Acudieron a los colegios electorales convencidos de que su papel era frenar el acceso de la ultraderecha al poder. La consigna funcionó. Es evidente que la derecha ha fracasado en su intento de desalojar al sanchismo del poder, y tiempo habrá de analizar con detenimiento los errores que han contribuido, en tan solo dos meses, a movilizar al electorado “dormido” de la izquierda al tiempo que ha volteado la intención de voto de un sector centrista y moderado, que a última hora ha desistido de apoyar a Feijóo. Pero si hay una causa que no admite discusión es la infinita torpeza con la que Partido Popular y Vox han manejado desde mayo su relación. 

La errónea lectura de los tiempos y la ausencia de un criterio general por parte del PP a la hora de negociar con Vox en comunidades y ayuntamientos, así como la decisión de los de Abascal de presentarse ante los españoles con su versión más áspera y radical, han sido los dos elementos sobre los que ha construido Sánchez su resurrección. Gracias a este factor, y a una segunda parte de campaña nefasta de los populares, los estrategas del PSOE consiguieron introducir en el debate, en tiempo récord, y utilizando con suma habilidad las redes sociales, la idea de que un gobierno PP-Vox era mucho más dañino que Frankenstein 2. El resultado de la exitosa operación transformista es que hoy, para una buena parte de la izquierda, el verdadero peligro para la democracia no es Bildu sino Vox. Y esa, desgraciadamente, es la aberración sobre la que Sánchez intentará justificar su negativa a un pacto con el PP y su pretensión de aferrarse al poder. 

Más bien Frankenstein 2

Para que no haya dudas, en las primeras líneas de este editorial hemos admitido que nuestra propuesta de pacto de Estado era poco más que un inútil ejercicio de ingenuidad. Y ese es el problema: que no existe la menor posibilidad de que Sánchez acepte semejante alternativa al gobierno actual. Pero nuestra obligación no es únicamente plantear esa opción como la más beneficiosa para el conjunto del país, sino denunciar también la nula voluntad de explorar una salida que, apoyada en una sólida mayoría, evite el bloqueo o la entrega de la agenda política a los enemigos de la nación; y proclamar que un gobierno PP-PSOE, aunque sea de circunstancias, sería mucho más democrático que el que se dispone a perpetrar Pedro Sánchez con la ensalada de quince partidos que encabeza otra derrotada, Yolanda Díaz, y tres (o cinco) formaciones nacionalistas. No tengan ninguna duda: Pedro Sánchez nombrará, en connivencia con sus actuales socios, al presidente o presidenta del Congreso, hará todo lo necesario para que este, o esta, se salte a Feijóo, por no darle teóricamente los números, y encargue a Sánchez la formación de gobierno. Y seguramente le saldrá bien. Porque ni a Otegui, ni a Junqueras, ni a Puigdemont les conviene dar al PP otra oportunidad. No habrá repetición electoral, y lo más probable es que tengamos Frankenstein 2 en una segunda vuelta gracias a la abstención de JxCat. ¿A qué precio? Al de la consumación de una indecorosa malversación democrática. Al que han fijado los españoles al tirarse en su tejado (también muchos socialistas) la más grande de las piedras que se recuerdan en democracia.

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