Opinión

La mutabilidad de las naciones

La identidad nacional, la nacionalidad, es algo que dista mucho de ser algo binario o fácil de clasificar a poco que miremos de cerca. Es más sutil, más complejo, y

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La identidad nacional, la nacionalidad, es algo que dista mucho de ser algo binario o fácil de clasificar a poco que miremos de cerca. Es más sutil, más complejo, y muchos menos profundo de lo que nos hacen creer demasiados nacionalistas identitarios ahí fuera, y mucho más maleable de lo que creemos.

La caída de la Unión Soviética dejó detrás de sí una docena larga de Estados siguiendo las caprichosas fronteras de las repúblicas soviéticas. Estas particiones forzosas quebraron naciones y culturas, separaron pueblos y dejaron a millones de personas viviendo en estados dominados por otro grupo nacional.

De todas las minorías desplazadas en la era postsoviética, la mayor de todas ellas son los rusos. Tras siglos de expansión zarista, muchos territorios del vasto imperio soviético tenían notorias minorías rusas. Su presencia y posición social, sin embargo, variaba enormemente en cada territorio. En Estonia, por ejemplo, el papel de la ahora-minoría rusa en la economía y gobierno era el de una mayoría étnica intentando asimilar una cultura nacional y fracasando, mientras que en Ucrania era más transaccional, con el estado zarista/soviético dando poder y prestigio social a los ucranianos que se asimilaban. En muchas repúblicas asiáticas, sin embargo, los rusos eran poco menos que autoridades coloniales, ejerciendo poder sobre súbditos lejanos.

El porcentaje de rusos en cada nuevo estado varía considerablemente. Los rusos llegaron a ser más de un 30% de los habitantes de Kazajstán, un 25% en Estonia y Letonia o un 17% en Ucrania, pero apenas son un error de redondeo por debajo del uno por ciento en Georgia, Armenia o Tayikistán.

Para un sociólogo avispado, la caída de la URSS presentaba una oportunidad única. Los rusos en toda la diáspora se enfrentaban al mismo choque exógeno de ser extranjeros en su propio país simultáneamente, pero el punto de partida era completamente distinto. Cómo respondían al nuevo mundo podía ayudarnos a entender los procesos de construcción nacional.

Eso es precisamente lo que hizo David Laitin en la segunda mitad de los noventa en su libro Identity in Formation: The Russian-Speaking Populations in the Near Abroad, y sus conclusiones son fascinantes. Para Laitin, los rusos tienen varias opciones ante sí. Pueden decidir asimilarse, aprendiendo el idioma dominante del nuevo estado y participando en lo posible en el sistema político y económico. Pueden organizarse y actuar como un bloque étnico, preservando en lo posible su idioma o cultura. O pueden largarse, haciendo las maletas y volviendo a Rusia.

Supongamos, por ejemplo, el caso de una familia de rusa que vive en Karaganda, cuarta ciudad de Kazajistán, tras la caída de la URSS. Llevan años viviendo en el país en un barrio mayoritariamente ruso y no hablan Kazajo. Durante la era soviética, eso no importaba; trabajaban en los pozos de petróleo, todo el mundo en la oficina hablaba ruso, y el kazajo era el idioma que se hablaba en la calle, pero no en los despachos. Post-independencia, sin embargo, el rol social del kazajo deja de ser secundario, y el gobierno pasa a utilizarlo casi en exclusiva. Los miembros de esta hipotética familia empezaran a plantearse si vale la pena aprender el idioma, y si deben escolarizar a sus hijos en un colegio kazajo o no.

Lo fascinante de este proceso es que esta decisión no la toma nadie en solitario, sino que es el resultado de las interacciones y expectativas de los miembros de una comunidad. Es posible que Iván, el vecino del quinto, sea un nostálgico de la era soviética que se mofa de todo aquel que intenta aprender un idioma de campesinos como el kazajo. Quizás otros familiares están muy orgullosos de ser rusos, y creen que es muy importante mantener la cultura. Es posible que el gobierno kazajo, mientras tanto, desconfíe de su minoría rusa, e incluso cuando se asimilan busque marginarlos.

Laitin concluye que las identidades nacionales son mucho más flexibles de lo que parecen

Laitin concluye, tras un monumental ejercicio de investigación que combina encuestas, etnografías, modelos de elección racional, multitud de fuentes locales y un enciclopédico conocimiento de la historia de la región, que las identidades nacionales son mucho más flexibles de lo que parecen.

Los rusos en cada uno de los cuatro países en los que concentra su investigación (Estonia, Lituania, Kazajastan y Ucrania) viven en planetas distintos, y en cada lugar deciden sobre si deben seguir siendo rusos o no según los incentivos políticos, económicos, y sociales que les rodean. Los rusos en Ucrania siguieron mirando a Moscú en vez de a Kiev porque mantenerse como grupo étnico distintivo era racional para ellos; la intelligentsia ucraniana era mayoritariamente rusófila, y las regiones orientales del país representaban un bloque político sólido para tener un papel decisivo en la política ucraniana. En Kazajastán, sin embargo, las nuevas autoridades excluyeron activamente a la enorme minoría rusa de oportunidades económicas o políticas, retirando el estatus del ruso como lengua oficial. En consecuencia, muchos o bien se han asimilado o bien han emigrado de vuelta a Rusia.

Lo intrigante del libro de Laitin, y que se repite en muchos estudios parecidos sobre identidad nacional y asimilación en inmigración, es que la identidad nacional de un individuo no es una característica innata e inamovible, sino una esencialmente racional. Nacemos y nos socializamos como miembros de una nación cultural determinada, pero podemos cambiar qué queremos ser para adaptarnos al contexto. La leyenda que lo primero que hizo Henry Kissinger al llegar a Estados Unidos en 1938 fue hacerse republicano porque eso era lo que se esperaba de un WASP con ansias de movilidad social en la costa este es probablemente apócrifa, pero es una historia que suena como real a cualquier inmigrante. Nos adaptamos al mundo en que vivimos, y a menudo lo hacemos cambiando quiénes somos.

Esto no quiere decir, por supuesto, que mantener y preservar lenguas o identidades culturales no sea algo legítimo y digno de ser defendido. Una lengua es una forma de ver el mundo; las tradiciones, costumbres, y cultura de una identidad nacional son expresiones de la creatividad humana que merecen ser preservadas. Las naciones, no obstante, no son seres o criaturas esenciales que viven fuera del mundo; nos definen, ciertamente, pero lo hacen porque nosotros decidimos que así sea, no porque sean una característica inamovible de nuestro ser.

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