Opinión

El nacionalismo es como la peste, contagia

En los años duros del franquismo no existía la asaeteada fauna de los no creyentes que se denominaban no sin desprecio y aprensión “ateos”. Aunque suene a chiste macabro los

  • El expresidente de la Generalitat Jordi Pujol. -

En los años duros del franquismo no existía la asaeteada fauna de los no creyentes que se denominaban no sin desprecio y aprensión “ateos”. Aunque suene a chiste macabro los portavoces de la religión única y verdadera le ponían encima el marbete de “religión atea”. Así se cerraba con una definición entre escolástica e inquisitorial a todo aquel que carecía de inquietudes de tipo religioso, ya se denominase Ortega y Gasset o el huidizo Baroja. Pérez de Ayala sencillamente alcanzaba la categoría olímpico-metafísica de maléfico por haber escrito un librito casi autobiográfico sobre la Compañía jesuítica, “A.M.D.G.”

Eran formas de expresión que duraron hasta la década de los sesenta, cuando si usted tenía la osadía, castigada por la ley y denunciada por la opinión pública dominante y exclusiva, de declararse ateo, se veía abordar por algún tonsurado que le explicaba que lo que usted resumía en una palabra en el fondo había que definirla en dos: “Religión atea”. Todos, por el hecho de nacer, teníamos una religión y no había cabida para escaparse. Fueron necesarios muchos años para que apareciera un género epiceno, “los agnósticos”, que venían a ser de “religión atea” pero sin valor para el martirio. Un agnóstico, por lo general, es un ateo que se presenta a las elecciones. Hoy está consentido en aras de la libertad de conciencia, porque el agnosticismo tiene un no sé qué de altura intelectual que evita el ensañamiento.

Desde adolescente la bandera bicolor me dice cosas que no me gustan y el himno, militar por supuesto, felizmente sin letra, me deja frío

Es significativo que con el nacionalismo ocurra algo similar. Usted tiene que ser nacionalista y si no lo es da lo mismo, ya le pondrán algo apropiado que desenmascare lo que desea ocultar en el fondo de sus inclinaciones. Un españolista, por extensión. Me producen espanto el españolismo y el catalanismo, empezando por sus símbolos que no están hechos para causar respeto sino adscripción, como las enseñas de los equipos de fútbol. Desde adolescente la bandera bicolor me dice cosas que no me gustan y el himno, militar por supuesto, felizmente sin letra, me deja frío. Lo mismo me ocurre con la “cuatribarrada” que engendró legendariamente El Pilós y la horrenda música de Els Segadors, que es a la canción lo que la “butifarra amb secas” a la gastronomía.

Mi pobre padre, un patriota que se decía español hasta las cachas, solía reprochar mi desdén y me advertía: ya verás cuando un día escuches un pasodoble en tierras lejanas y no puedas contener las lágrimas. Profecía paterna se cumple siempre y así tuve que aguantar un pasodoble en Helsinki y acabé pensando en la tontuna humana y en la invención sentimental como una de las artes de baja estofa que provocan más risa que llanto.

Me he tirado muchos años y muchos esfuerzos en forma de páginas durante mis estancias en el País Vasco. Si algo se repetía siempre como un bordón era el de explicarte el pacifismo de la sociedad vasca. Pero salías a la calle y te encontrabas a un personal airado del que debías huir en tu condición de “efecto colateral” y si te esforzabas un poco podías encontrar un muerto, nada casualmente amigo tuyo.

Cataluña está en un punto de ignición muy alto y no encuentro nada que sirva para enfriar la situación que no sea al tiempo un recurso para aumentar la calentura

Cataluña está en un punto de ignición muy alto y no encuentro nada que sirva para enfriar la situación que no sea al tiempo un recurso para aumentar la calentura. Sin embargo, hay un rasgo llamativo de diferencia con lo que fue, y en gran medida sigue siendo, la situación vasca, y es que aquí los plumillas, más conocidos como creadores de opinión, intelectuales de lo efímero, hacen esfuerzos por hacerte creer que todos tenemos religión, sólo que unos la verdadera y otros la atea. Xavier Vidal-Folch, vieux routier de la exégesis política desde sus tiempos de “Bandera Roja” -la cosecha de caldos procedentes de Bandera Roja exigiría un ensayo que se necesita y que sé que no llegaremos a catar; convendría la pluma de Oscar Wilde para hacer un retrato de Dorian Gray con barretina, boina, o sombrero, pero disimulando, a lo Josep Pla. Vidal-Folch, heredero de esa generación grandilocuente y pedestre que tan bien representó el presunto filósofo y rentista Francesc Pujol, acaba de sentenciar: “No hay fractura interna en Cataluña. Quienes afirman eso es que no viven aquí”.

Como pertenezco a edad de riesgo y estoy curado de espantos no tomé el AVE, pero me embargó la sensación de que yo no vivía aquí y, como en los personajes de Pirandello, a lo mejor resultaba cierto. Yo no vivía en la Cataluña de Vidal Foch porque sin darme cuenta me había metido en un oasis que ahora es estepa, pero la Cataluña de verdad, la auténtica, que hubiera dicho Jordi Pujol si la esfinge de la Cosa Nostra aún hablara, ésa yo no vive y quizá no ha existido nunca, que de ese encantamiento se encargan los que controlan los peajes. Si no hay fractura interna es que la habrá externa. ¡Ahí teníamos que llegar! ¡Si nos dejaran solos otro gallo cantaría! Por lo tanto, vayámonos marchando antes de que nos echen a las bravas. Ya no podemos escribir en ningún medio catalán, ni en papel ni virtual, nos han echado a los perros, que apenas nos olieron detectaron que no dábamos para un bocado. Pero ellos siguen, impertérritos. Su colega Lluis Bassets, otro de la senda de los elefantes buscando nuevos oasis, lo tiene bien claro: olvidarse de las recientes elecciones; la solución del momento está en encontrar a un Mario Draghi en Cataluña. En el Círculo de Economía, tan transversal que ahora suma hasta la CUP, todos los días hacen la ola para llamar la atención. Cabe el peligro de que acaben quedándose con los Mas o Puigdemont o Aragonés o Torra, porque eso lo da no sé si la indolencia o la querencia, pero lo cierto es que los liderazgos en Cataluña, a diferencia de las fortunas y las familias, son efímeros.

¿Y la violencia? No inquietarse. Ya hemos detenido a cinco italianos del lumpen ácrata como protagonistas de los disturbios y el vandalismo. Los papás y las mamas pueden estar tranquilos, pero díganles a sus retoños que no se excedan mezclándose con la chusma, que hagan como Laura Borràs, que cojan el coche, esa joya del lujo y el empoderamiento, y que les visiten en la cárcel. Son buena gente, España los malea. En resumen, todos tranquilos. Lo que pasa, acabará, y nosotros seguiremos montados sobre el caballo, aunque sea el de un tiovivo. Y a dar vueltas, felicitándonos. Los violentos son de fuera. Ahora lo entiendo todo y ya puedo escribir el editorial.

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