Opinión

Ojalá fuese Muti

Es el primer momento seguro de felicidad que se esparce por el mundo al comenzar el año

  • Riccardo Muti sembró de felicidad la llegada del nuevo año -

Es para preguntarse si a Riccardo Muti le habrán pintado alguna vez un retrato al óleo. Yo juraría que sí y me atrevo a suponer que al inmenso director italiano le habrá pasado lo mismo que a Dorian Gray, el personaje inventado por Oscar Wilde, que en la realidad permanecía inmutablemente joven y hermoso, década tras década, mientras que era su retrato el que iba envejeciendo. El gran Muti, que tiene 83 años (cumplirá los 84 en julio), está esencialmente igual que cuando tenía cuarenta o sesenta. Alguna cana más en su célebre melena, eso es todo. Dice ese peligro público que se llama Martín Llade que, si acaso, el paso del tiempo ha acentuado su parecido físico con el adusto profesor Severus Snape, a quien en las películas de “Harry Potter” interpretaba el desaparecido Alan Rickman. Puede ser. Pero los dos personajes, tanto Dorian Gray como Severus Snape, tenían cosas oscuras que ocultar. Eso no le pasa a Muti. Este hombre es lo más parecido a un santo, o a un filósofo divertido y genial, a un patricio romano, que ha dado nuestro tiempo.

El concierto de Viena, en la mañana de cada uno de enero, es el primer momento seguro de felicidad que se esparce por el mundo al comenzar el año. Luego la vida retorna a su grisalla habitual, pero ese chispazo de alegría que llega desde la Sala Dorada del Musikverein vienés permite albergar la esperanza de un mundo súbitamente mejor. Lo curioso de ese concierto que nació en 1939 con los nazis (pocos quieren recordar eso ahora, y además no tiene importancia) es quien manda es la orquesta.

La Filarmónica de Viena, seguramente la mejor orquesta del mundo desde hace muchas décadas, impone sus normas, que sin duda no le gustan a todo el mundo, y elige al director del concierto. Son ellos, los músicos, y nadie más, quienes deciden los nombres de aquellos que subirán al podio. Y de más está decir que la inmensa mayoría de los “batutas” de todo el mundo matarían a quien fuese por ser los elegidos. La audiencia televisiva del concierto de Año Nuevo supera los 1.000 millones de personas. Uno de cada ocho habitantes del planeta, incluidos los recién nacidos y los esquimales de los iglús, lo ven. Los derechos de televisión y la venta de discos, mucho más que el precio de las entradas (que apenas pasa de los 1.000 euros para las más caras), convierten a ese concierto en una auténtica mina de oro. Eso por no hablar de la popularidad que genera.

Cuanto más hace el payaso este tipo de directores (lo mejor será no dar nombres, ¿verdad?), más gustirrinín experimentas las “señoras bien”, que a la salida comentan: “Hay que ver qué bien ha estado hoy el maestro, ¿a que sí?”, mientras se ajustan el sonotone

Pero los “filarmónicos” de Viena tienen sus preferidos. Procuran variar, pero en las votaciones muchas veces se dejan llevar por la simpatía y eligen a quienes saben que les harán disfrutar. En los 85 años que hace que se celebra, nada más que 18 directores han subido a ese podio mágico para dirigir valses y polcas, para desear feliz año nuevo a todo el mundo y para intentar que las célebres palmas que acompañan a la marcha de Radetzky suenen como ellos quieren. Riccardo Muti es el cuarto “batuta” que más veces ha sido elegido para ese inmenso honor: la de este año fue su séptima intervención. Está claro que le quieren. Se les ve en la cara a todos mientras tocan. Y es un amor correspondido, no hay más que mirarle a él.

Dice mi amigo Juan de Udaeta, también director de orquesta, que básicamente hay dos tipos de “batutas”: los que dirigen con la cara y los que dirigen con el culo. Los primeros se ocupan (con la cara, con el cuerpo y con las manos, es obvio) de que la orquesta suene como ellos quieren, de que las entradas y los volúmenes y los tempi y los matices sean los previstos, los que se han ensayado antes muchas veces. A estos suele importarles más bien poco lo que sucede a su espalda. Pero los otros, los que dirigen con el culo, son los “directores espectáculo”: suelen bailotear en el podio, se peinan profusamente, hacen gestos completamente innecesarios… y todo eso es algo que encanta a las señoras elegantes que siempre suele haber en el patio de butacas. Cuanto más hace el payaso este tipo de directores (lo mejor será no dar nombres, ¿verdad?), más gustirrinín experimentas las “señoras bien”, que a la salida comentan: “Hay que ver qué bien ha estado hoy el maestro, ¿a que sí?”, mientras se ajustan el sonotone.

Riccardo Muti es un director “de cara”, es decir de frente, y no de culo. Seguramente es el mayor especialista vivo del mundo en ópera italiana: las ha dirigido todas cincuenta veces, pero su repertorio es amplísimo. Sin embargo, el concierto de Año Nuevo de Viena es una excepción. Tiene tanto de espectáculo mediático como de desafío musical, y todos lo saben; él mismo, el primero. Aunque hayan ensayado a conciencia varias veces (dos de ellas con público, uno o dos días antes), los músicos saben que su orquesta es de las que “tocan solas”, sobre todo ese repertorio. Casi daría igual que en el podio no hubiese nadie, aunque la elección de las piezas y su interpretación son cometido exclusivo del director: eso no es ninguna tontería.

Muti, este año, lo que quería era pasárselo bien, hacer que todos se lo pasasen igualmente bien y llegar a la felicitación final. La hizo doble. Primero, la tradicional en alemán. Y luego, en italiano, deseó casi con severidad “paz, fraternidad y amor”

Pero este año lo pudimos ver, como tantas veces a lo largo de estas décadas: el maestro Muti estaba relajado, sonriente, bromista, feliz, y se ocupaba tanto de la orquesta como de las incontables cámaras de televisión, que no le quitaban ojo. Es decir, que estaba dando espectáculo además de instrucciones a los músicos sobre la manera de tocar. Estaba un poquito “showman”, algo muy poco frecuente en él. No se propuso lograr lo que hizo Carlos Kleiber en 1989 y 1992, que fueron interpretaciones casi revolucionarias que han pasado a la historia, ni tampoco lo que hizo Daniel Barenboim en 2014, cuando logró sacar sonidos nuevos del vals más repetido de todos los tiempos, El bello Danubio azul. Muti, este año, lo que quería era pasárselo bien, hacer que todos se lo pasasen igualmente bien y llegar a la felicitación final. La hizo doble. Primero, la tradicional en alemán. Y luego, en italiano, deseó casi con severidad “paz, fraternidad y amor” para todo el mundo. Era imposible no pensar, ante aquella cara que apenas contenía la indignación, en Gaza, en Ucrania, en Trump y en todas las desgracias que aquejan a este mundo que no avanza, que no aprende, que no espabila.

El maestro Muti es más que un músico, que un intérprete, que un director orquestal. Es un sabio integral. Un hombre sosegado y respetuoso pero plenamente comprometido con su tiempo y con los valores esenciales de la democracia. Hagan memoria. En junio de 2011, el impresentable Silvio Berlusconi era el primer ministro de Italia… y estaba dispuesto a recortar todas las ayudas y subvenciones posibles a la cultura. Normal. ¿Para qué necesitaba la gente la cultura? ¡Ya tenían sus telecincos, caramba, que los atontaban cuidadosamente! Pero el cavaliere cometió el error de dejarse arrastrar a la Ópera de Roma, donde no se le había perdido nada. Y el maestro Muti dirigía allí Nabucco, de Giuseppe Verdi.

El director paró la ópera, se dio media vuelta y, con los ojos llameantes puestos en el palco donde aguardaba un pálido Berlusconi, le echó una bronca tremenda, una filípica terrible, por tramposo, por mentiroso, por cutre, por ladrón y por pisotear la dignidad de los italianos

Háganse ustedes cargo. Esa ópera contiene uno de los coros más célebres de todos los tiempos, el ‘Va, pensiero’: es el coro de los esclavos que ansían su libertad. Esa melodía maravillosa llegó a ser himno nacional de Italia después del ‘Risorgimento’ y de la unificación de la nación. Cuando Verdi murió en Milán, en un gélido día de enero de 1901, más de un millón de personas contempló el paso del cortejo fúnebre. Y todos cantaban el ‘Va, pensiero’ una y otra vez, para despedir al gran padre de la ópera italiana. Esa pieza no es una cancioncita más. Es uno de los símbolos de la libertad y de la dignidad de Italia.

Cuando Muti dirigió el ‘Va, pensiero’ en aquella representación de 2011, ocurrió lo que no ocurre jamás: el director paró la ópera, se dio media vuelta y, con los ojos llameantes puestos en el palco donde aguardaba un pálido Berlusconi, le echó una bronca tremenda, una filípica terrible, por tramposo, por mentiroso, por cutre, por ladrón y por pisotear la dignidad de los italianos. Y después volvió a dirigir aquel himno, el ‘Va pensiero’, pero vuelto hacia el público, con todo el teatro puesto en pie, con todo el mundo cantando y clavando sus ojos en la acojonadísima y mal disimulada calva del primer ministro.

Ese es Riccardo Muti, uno de los hombres más respetados y admirados de Italia. Y no solo por su música; también, y quizá sobre todo, porque es capaz de hacer cosas así. Cosas que, en estos tiempos de populismo cerril y descerebrado, no hace casi nadie.

Necesitamos gente así

Viendo sus ojos súbitamente serios brillantes al desearnos a todos, desde Viena, “paz, fraternidad y amor”; aquellos ojos en los que centelleaba la misma luz de indignación que la que vimos aquel día histórico del ‘Va, pensiero’ en la Ópera de Roma, me acordé de lo que suele decir mi padre: “Necesitamos gente así”. Y no la tenemos. Desde EEUU se aproxima una tormenta que dejará amarga memoria durante muchos años. Europa está escorándose cada vez más no hacia la derecha, que eso ha ocurrido ya muchas veces, sino hacia la extrema derecha, lo mismo que hace un siglo. En ese hormiguero de mercaderes yo no encuentro ninguna voz, ninguna personalidad, ninguna estatura moral como la de Riccardo Muti, quizá uno de los pocos capaces de parar esta lenta y progresiva locura a la que parecemos abandonarnos todos.

Quizá él pondría pretextos (la edad, sus compromisos, etc.) para eludir tal responsabilidad, pero ¿por qué nadie se lo pide? Ojalá nos atreviésemos y ojalá se atreviese él. Valor no le ha faltado nunca. Repito lo que dice mi padre: Necesitamos gente como él. Y hay poquísima…

 

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