Opinión

Cuarenta años de vacaciones

El PSOE nunca ha explicado a qué se dedicó durante la dictadura, ni ha hecho acto de contrición

  • Zapatero y Sánchez -

Atardecer del 22 de diciembre de 1976. Típico día de invierno madrileño. Vivíamos en Rosalía Trujillo, a escasos 50 metros de López del Hierro, barrio de la Concepción arriba, gente de condición humilde. Pagábamos 12.000 pesetas al mes de alquiler, poco más de 70 euros. Nos preparábamos para una cena frugal cuando una llamada en clave, teléfono fijo porque móviles no había, nos sobresaltó. Había que movilizarse. Santiago Carrillo, su calva coronada por la famosa peluca gris, acababa de ser detenido, y el partido llamaba a la movilización de su militancia. Llamaba no, ordenaba. Adrenalina en estado puro. Había que ir de nuevo a jugarse el tipo. Recuerdo la subida apresurada hasta la estación de Pueblo Nuevo, calle Alcalá, en compañía de Áurea, para tomar el metro con destino a la Dirección General de Seguridad, Puerta del Sol, en cuyos calabozos se encontraba el secretario general del Partido Comunista de España (PCE), el “Partido” por antonomasia, el único que había plantado cara a la dictadura desde el final de la Guerra Civil, porque del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) nadie había sabido nunca nada durante los casi 38 años de franquismo. Los “cuarenta años de vacaciones” que decía Ramón Tamames

 

Recuerdo también aquel recorrido nocturno en metro como un viaje al final de la noche. Sobraban los asientos vacíos pero nadie parecía querer ocuparlos, y tuve enseguida el presentimiento, la manera de vestir, la forma de mirarnos, de que las 25 ó 30 personas que viajábamos en aquel vagón desolado buscábamos el mismo destino, habíamos sido convocados al mismo toque de silbato. Aquel era un ejército perfectamente jerarquizado, organizado en células de unos pocos militantes, capaz de ser movilizado en menos de una hora. Una maquinaria perfectamente engrasada. El “general” Carrillo había decidido hacer una demostración de fuerza ante el Gobierno de Adolfo Suárez, su ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, y los famosos “poderes fácticos” de entonces. Dejamos el metro pasado Sol, las “medidas de seguridad” que había que cumplir a rajatabla, y ya en la calle nos unimos a la marea que avanzaba hacia el kilómetro cero. “¡Aquí, se ve, la fuerza del Pecé! ¡Aquí, se ve, la fuerza del PCE”. El resto es el recuerdo del gentío que llenaba la Puerta del Sol. A mí me parecieron decenas de miles. Y el grito que se había convertido en santo y seña de la oposición comunista a la dictadura menguante de Franco: “¡Amnistía y Libertad!”. Y los botes de humo, las pelotas de goma, las carreras ante los grises…

Partido Comunista de España (PCE), el “Partido” por antonomasia, el único que había plantado cara a la dictadura desde el final de la Guerra Civil, porque del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) nadie había sabido nunca nada durante los casi 38 años de franquismo.

 

Me salvó un portalón milagroso en la calle Carretas tras el que me refugié, mientras los de la porra subían a grandes zancadas escaleras arriba en persecución de los insensatos que no habían tenido mejor idea de correr hacia el cul-de-sac del último rellano. Confieso que mi historial como heróico militante antifranquista cabría en menos de medio folio; tan parco es que roza lo miserable. Ni siquiera puedo presumir de un simple porrazo de los grises. Tuve suerte, pero también tuve miedo. Supongo que como Ángel, Guillermo, José María, Mar, Víctor, Nati, Jesús, Isabel… Los miembros de aquella fraternal célula que comandaba la intrépida Nati, una mujer con un par de ovarios cuando del feminismo nadie se acordaba. Finales de los sesenta, primeros de los setenta, Franco en declive, sí, pero había que tener un par de huevos para militar en el PCE en vida de Franco, que luego han brotado militantes del “pecé” como setas entre los bobos que, en vida del general, sesteaban lejos de la mano de hostias que, como poco, te podía caer en caso de detención. Aquellos “Uno de Mayo”, siete de la mañana, la célula, al mando de Nati, empapelando la calle Atocha, coches y portales, con propaganda del Partido. O aquella iglesia en la calle Embajadores, solemne misa de 12, jornadas de la Junta Democrática, que había que empapelar y que a mí se me hizo tan grande, tan larga, como San Pedro de Roma, los malditos panfletos pegados a los torpes dedos, la salida vertiginosa y el valiente Angelito terminando con calma su gran pintada, “Amnistía y Libertad”, antes de largarnos con viento fresco para reencontrarnos en la posterior “cita de seguridad”.

Confieso que mi historial como heróico militante antifranquista cabría en menos de medio folio; tan parco es que roza lo miserable. Ni siquiera puedo presumir de un simple porrazo de los grises. Tuve suerte, pero también tuve miedo.

 

No sé si fue en el 72, quizá en el 73, cuando el Partido exigió a sus militantes que se identificaran como tales en sus puestos de trabajo o lugares de estudio. Y aquella clase de Historia Moderna, Filosofía y Letras de la Complutense, y aquel profesor que extrañamente me daba cuartelillo, “tienes cinco minutos”, para, nervioso y atropellado, lanzar mi soflama ante una audiencia aturdida por mi atrevimiento. Poco después, aquel profesor compareció como diputado del PSOE en el Congreso. No fue capaz de un mísero guiño, un gesto de complicidad, en vida de Franco. Los socialistas no existían. El PSOE era un perro viejuno que dormitaba en las lindes de la Francia del exilio, sin la menor incidencia en aquella España que crecía, se desarrollaba, y casi todo lo consentía a menos que te metieras en política. “Hijo, no te metas”. Aquella España que seguía vitoreando al Caudillo, de espaldas a los cuatro gatos que se jugaban el tipo en nombre del PCE. Recuerdo también aquellas citas clandestinas de domingo, cuando los militantes, en lugar de echar la tarde con la novia en el cine, nos juntábamos (“reunión de célula”) para discutir las encíclicas que llegaban desde París, vía Mundo Obrero, salidas del magín del “general secretario”. En alguna de ellas, Carrillo pedía con urgencia “trabajar para hacer posible la aparición de un Partido Socialista fuerte, capaz de participar en el juego democrático a la muerte de Franco”. Había que buscar socialistas bajo las piedras. 

 

No sabíamos que ya había poderes con más recursos -el Departamento de Estado, la CIA, la Fundación Friedrich Ebert de Helmut Schmidt- embarcados en esa operación. El 9 de abril de 1977, Sábado Santo, el PCE fue inscrito en el llamado Registro de Asociaciones Políticas tras cerca de 40 años en las catacumbas. La movilización de la Puerta del Sol y la manifestación de duelo que acompañó al sepelio de los abogados laboralistas asesinados en Atocha, habían hecho creer a los herederos del Régimen que sin el PCE no sería posible una salida democrática al franquismo. El Partido y su sindicato (CC.OO.) habían demostrado tener fuerza suficiente para dar al traste con cualquier apaño de apertura democrática. “Se me encargó la misión de llevar a buen puerto la reforma política de nuestro país, y comparezco a juicio público con ocasión de esta primera consulta democrática”, aseguraba Suárez el 3 de mayo de 1977, al anunciar su candidatura para las generales del 15 de junio, las primeras elecciones democráticas desde febrero de 1936. El resultado de aquella consulta llamada a alumbrar unas Cortes constituyentes resultó un varapalo para quienes habíamos reñido en solitario la larga batalla contra el franquismo. 165 escaños la UCD, 118 un PSOE surgido de ninguna parte, y apenas 20 el PCE. La ciudadanía nos había dado la espalda, negándose a reconocer nuestra condición de heroicos soldados de un ejército a quien la historia, más pronto que tarde, reconocería el mérito de haber sacrificado sus mejores años para traer la democracia. Millones de españoles habían decidido pasar directamente de la Plaza de Oriente a la Casa del Pueblo. 

 

Muchos de aquellos jóvenes no aceptaron, no aceptamos, de buen grado las concesiones -la monarquía como forma de gobierno o la bandera rojigualda- que el PCE se vio obligado a realizar a cambio de su legalización. Tardamos en darnos cuenta de que Carrillo, tan controvertido en tantas cosas, acabaría prestando un gran servicio a España aceptando las reglas de juego democrático y, tanto o más importante, desmontando aquel ejército clandestino cuya fuerza con tanta eficacia había sabido mostrar la noche de su detención en la Puerta del Sol. Carrillo y el PCE como claves de la reconciliación entre hermanos acostumbrados durante siglos a matarse con cuchillos cachicuernos, no con puñales dorados. Junio de 1977 significó la culminación de una ilusión compartida y la señal de estampida para quienes militamos a las órdenes de la gran Nati. Uno tras otro fuimos abandonando un partido que seguía hablando de dictadura del proletariado. Con excepción de José María, que haría carrera en el PSOE, todos evolucionamos hacia posiciones de derecha liberal. Nunca fuimos comunistas ni cosa parecida. Ninguno llegó a comprender ese misterio mostrenco llamado “materialismo dialéctico”. Simplemente renegábamos de la dictadura y aspirábamos a vivir en democracia. Queríamos vivir en democracia. Y el instrumento capaz de hacer posible aquel cambio resultó ser el PCE, porque el PSOE ni estaba ni se le esperaba. Eso fue todo. 

 

Un PSOE que nunca ha explicado a qué se dedicó durante la dictadura, un PSOE que nunca ha hecho acto de contrición. Tampoco lo hizo en el 34 con lo de Asturias, ni con su capital responsabilidad en el fracaso de una II República consumida por una violencia desbocada. Tampoco lo ha hecho, más recientemente, con lo ocurrido en marzo de 2004. El PSOE, partido que enhebra las peores páginas de la historia de España desde el 2 de mayo de 1879, nunca da explicaciones. Las pide. Hace 20 años, un disminuido apellidado Zapatero se propuso, antes de corromperse apadrinando dictadores, la hercúlea tarea de reescribir la historia del último siglo español ganando una contienda que la izquierda perdió en el campo de batalla y arramblando con la reconciliación entre vencedores y vencidos, quizá el acto de mayor altura moral que registra la entera historia de España. Y ahora un sinvergüenza sin ideología conocida, al frente de las mismas siglas, pretende rematar la faena devolviendo la nación a las trincheras de la guerra entre hermanos, dinamitando España y “multiplicando el número de sus agonías” (Borges en El Aleph). Especialista en perder elecciones, este Sísifo de puticlub sabe que su sola opción en 2025, la única manera de superar la ingente montaña de un año convertido para él en una carrera de obstáculos, consiste en volver a percutir en la división entre españoles, acentuando la polarización, insuflando odio entre amigos y hermanos. Franco al aparato. El canalla pretende seguir engañando a unos y estafando a todos, birlando, de paso, la pequeña, íntima satisfacción de quienes se jugaron la vida o simplemente empeñaron -empeñamos- los mejores años de nuestra juventud en la lucha contra el franquismo. 

 

Cuentan que detrás de la campaña “Franco, vuelve; el PSOE te necesita” se encuentra el consultor Aleix Sanmartín, un gurú cordobés (Hornachuelos) de 44 años que se define como “estratega político”, que ha trabajado para López Obrador en México, entre otros líderes sudamericanos, y a quien se atribuye el éxito de Juanma Moreno en Andalucía en 2018, el más reciente de Salvador Illa en Cataluña y al que, fallecido Miguel Barroso, Sánchez ha incorporado en Ferraz desde la primavera de 2023 a razón de 600.000 euros año o 50.000 mes. Sanmartín, que se autodefine como “especialista en ganar elecciones imposibles”, cree que nada es verdad o es mentira, y que “la única verdad que vale es lo que la gente cree que es verdad”. Se trata, pues, de condicionar el relato, orientarlo y redirigirlo mediante un abrasivo bombardeo mediático. Relojes caros, trajes caros, residencia cara en Marbella, Sanmartín, retrato del perfecto mercenario crecido en los despojos del PSOE andaluz, está convencido de que si Sánchez convocara ahora elecciones las perdería, pero que si consiguiera llegar vivo al final de la legislatura tendría sus opciones. Se trata, por eso, de escalar el Everest del 2025, quizá el año más complicado, sin PGE, sin amnistía y con la mierda rozando la comisura de los labios. Hay pues que alimentar la tensión, provocar, enfrentar. Mantener a una militancia socialista abochornada, al menos en parte, por los escándalos de corrupción con la respiración asistida del odio a la derecha, evitando, en caso de adelanto, que se quede en casa.

 

A Sánchez le importa un bledo Franco y la dictadura franquista; simplemente ha decidido utilizarla en su beneficio, como ayer escribía aquí Agustín Valladolid. Metiendo al rey Felipe VI en el fregado. “Colocar premeditadamente al Rey en una situación más que comprometida; empujarle fuera del espacio de neutralidad y de respeto estricto al papel que le asigna la Constitución y que nunca debe abandonar; hacerle partícipe de la estrategia de polarización que el monarca ha esquivado hasta ahora…” La Corona como pieza a batir en caso de que todo se le tuerza. Y mientras tanto, “provocar más fractura social y más polarización ideológica” (editorial de Vozpópuli del 29 de diciembre), una estrategia en la que Sánchez y Sanmartín tienen el éxito asegurado en vista de la capacidad de cierta derecha para entrar al trapo ante cualquier provocación, embestir cualquier muleta que la izquierda le ponga delante. Vale el caso de la Maritornes de Fuenlabrada (“Gallarda de cuerpo y algo ordinaria, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, de un ojo tuerta y del otro no muy sana”, El Quijote), y el bufón que la maneja, y el espectáculo que ambos protagonizaron en Nochevieja en una televisión pública cuyos déficits crónicos sufragan los españoles con sus impuestos. Las provocaciones son constantes. La vicepresidenta primera y ministra de Economía, Marichús Montero, se acaba de comprar la alcaldía de Jaén con el dinero de los españoles. Con un par. Una banda de hampones dispuesta a llevárselo crudo. Convencidos como están de poder manejar con impunidad a esa “nación de eunucos” que Joaquín Costa dijera de España. ¿Cómo no saltar ante tanta y tamaña infamia? Se avecina un 2025 con el ruido sordo del terremoto.    

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