Opinión

La alarma es Sánchez

No se me ocurre ningún aspecto de la vida española que no se sienta alarmado por ese maniquí de grandes almacenes con sonrisa de cartón piedra llamado Pedro Sánchez. Como

  • Pedro Sánchez

No se me ocurre ningún aspecto de la vida española que no se sienta alarmado por ese maniquí de grandes almacenes con sonrisa de cartón piedra llamado Pedro Sánchez. Como quien habla en clave de profecía,  dice que hablar de estado de alarma es hacerlo del pasado y que ahora toca el futuro. Su futuro. Él sabe cuándo sí y cuando no se debe alarmar el sano pueblo español, cuándo debe tomar las riendas su gobierno, haciendo tascar el freno al tiro de caballos, y cuándo hay que dejar que el carromato vaya a su libre albedrío a merced del galope de los equinos. Como todo esto es tan cierto como verídico, que diría el clásico, resulta difícil creer que abandonar a su destino a todo un país lo pueda hacer alguien con un mínimo, no ya de ética, sino de cordura. El poder judicial está atónito, y así me lo han confirmado varios miembros de éste. Hablo de magistrados de muy arriba. “Sánchez quiere que hagamos de legisladores y eso no es confundir la separación de poderes, es estar mal de la cabeza”, me decía una togada de enorme reputación, asustada ante lo que ya podemos denominar el absentismo político mayor de todos los tiempos en la historia europea.

Sánchez le ha pasado la patata caliente del post estado de alarma a los gobiernos autonómicos, a los jueces, a los propietarios de bares, al turismo, en definitiva, a la gente. Con poner las imágenes adecuadas en su televisión con una panda de niñatos bebiendo y sin mascarilla – la generación mejor preparada nos decían, recuerden – y hacer salir haciendo de Tristón al tal Fernando Simón, el hombre que más ha mentido en nombre del gobierno, es suficiente. Sánchez no se moja. Sánchez no asume responsabilidades. Sánchez no contesta a la prensa. Sánchez no da por recibido el aviso de Madrid. Sánchez no se inmuta ante los ataques de correligionarios o socios. Sánchez está por encima de todo y de todos, es inalcanzable en la cúspide de la pirámide que para él levantaron en su día Soros, comunistas y separatistas.

Se nos coló de rondón un megalómano, un Nerón de pacotilla, un César de cartulina al que muchos dieron por alguien sincero y fresco, alguien que podía regenerar un viejo PSOE al que se tildaba de apolillado

Sánchez es, sin duda alguna, quien siembra la alarma entre propios y extraños, mucho más que la pandemia y la crisis, porque de ambas cosas se puede salir con inteligencia, tesón, disciplina, ciencia y sentido común. Nada que tenga que ver con el ocupante de la Moncloa ni con su arrogancia de guapo de baile de tercera regional. Uno se pregunta qué le moverá realmente, qué pensará, qué resorte hará que vibre, siquiera un poquito, su corazón y no encuentro nada que no sea su misma persona, su reflejo en el espejo, su desproporcionada egolatría. Sánchez no tiene nada que decirle a nadie porque solo le habla a Sánchez ni quiere preocuparse de ninguna otra cosa que no sea Sánchez. He llegado a la conclusión de que no es que sea el peor político de nuestra democracia, es que ni siquiera es un político.

Se nos coló de rondón un megalómano, un Nerón de pacotilla, un César de cartulina al que muchos dieron por alguien sincero y fresco, alguien que podía regenerar un viejo PSOE al que se tildaba de apolillado. Eran aquellos tiempos, recuerden, en los que Pérez Rubalcaba venía a ser poco menos que la momia de Ramsés rediviva y Felipe González un abuelito que chocheaba. Ferraz se había convertido en el museo de cera de Madame Tussauds con Guerra, Leguina, Ibarra, Corcuera o Redondo Terrenos convertidos en meras estatuas criando polvo. Sánchez era lo joven, la voz de la militancia, los aires de futuro que algunos estrategas de Monopoly intuían en los Podemos y Ciudadanos de turno. Y la metieron hasta el corvejón. Porque un partido con sentido de Estado ni se improvisa ni se dirige a base de consignas de vendedor de altramuces ni está capacitado para el Gobierno de la nación con tan solo una pléyade de señoras farfulladoras, señores con el palillo en la comisura de los labios y demás elementos propios de una película de Torrente.

En Europa lo han visto venir y por eso mantienen las luces rojas encendidas. La alarma real es Pedro Sánchez, son sus ministros, su partido. De ahí que este hombre, incapaz de albergar el menor sentimiento hacia nadie, no dude en prescindir ahora de Iglesias -algún día sabremos qué ha habido detrás del harakiri más colosal de la política española– como no ha dudado en deshacerse de Gabilondo o Franco. El socialista, no el otro. Y si mañana tuviese que cambiar íntegramente todo el gobierno que nadie dude que lo haría. Sánchez no cree digno de ser preservado nada que no sean sus omnipotentes glúteos. Ni la integridad de España, ni su justicia, ni su economía, ni la sanidad, ni el prestigio de la nación, nada es tan necesario ni tan vital como su persona, como él mismo.

No soy médico ni puedo, por tanto, efectuar un diagnóstico. Si sé, en cambio, que esto no es normal. Por eso Sánchez me alarma, por eso nos alarma, por eso alarma a todo ser con un mínimo de sentido común. Por eso la alarma es Sánchez.

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