Opinión

Una política melancólica

Podemos abdicar de cualquier cosa menos de nuestras tristezas, dijo Shakespeare. La melancolía, pareja del desánimo, se ha convertido en el paradigma de esta primavera política, tan cuajada de elecciones

  • Torra y Sánchez en el palacio de Pedralbes

Podemos abdicar de cualquier cosa menos de nuestras tristezas, dijo Shakespeare. La melancolía, pareja del desánimo, se ha convertido en el paradigma de esta primavera política, tan cuajada de elecciones como de desengaños.

España es un país que vive históricamente instalado en una perpetua insatisfacción. Nunca, ni en nuestra época de mayor pujanza, ha sido tarea fácil hallar a uno de nuestros compatriotas satisfecho del paisaje ni del paisanaje. Somos un pueblo melancólico, mucho más que los románticos alemanes, porque a nuestra desazón se une el escepticismo propio de una nación que siempre adoró a Dios entre blasfemias.

No debe sorprendernos, pues, la última andanada demoscópica del CEO catalán, aún teniendo cuidado de no aceptar como dogma de fe sus resultados puesto que ya se sabe que las encuestas oficiales las carga el diablo, máxime en medio de una contienda electoral. Dicen los augures de la Generalitat que hay más de un cuarenta y cinco por ciento que consideran la situación política catalana como mala y un veintidós incluso muy mala. Más de la mitad de los catalanes. Solo un veinte por ciento de panglosianos opina que la cosa va bien. El relativismo agnóstico se queda en un humilde nueve por ciento, ponderando que la política catalana no es ni buena ni mala. Como el vino de Asunción.

He ahí la realidad. Insatisfacción que se refleja en un día a día gris y apático, sobrado de adustez y gesto crispado. Decía Albert Boadella que, volviendo de la alegría y de la luz de la Feria de Abril en Sevilla, al pisar Gerona se había llevado un tremendo shock al comprobar como todo eran caras falsamente trascendentes, ceñudas, agraviadas por Dios sabe qué. Caras con la seriedad bovina que apuntaban algunos cronistas de pluma afilada y orden de detención a punto de caer en la Alemania de los años treinta. También el separatismo padece melancolía, sí, porque sabe que el sueño no era más que propaganda y que la república fue un instrumento convergente, creado para distraer al pueblo de los tejemanejes que se hacían por debajo de la mesa.

El separatista y el constitucional tienen un punto de hermanamiento, que no es otro que la melancolía, el anhelo de lo que podría haber sido y no fue

Es la política melancólica de los que aún creen en que desde Waterloo emanará una estrategia de victoria, un golpe de efecto fulminante; es la misma que de los que esperan que el Estado reaccione en contra de la situación de total y absoluta sumisión al nacional separatismo, de los que ansían que pueda cortarse de una vez la sangría de millones que nos cuesta una administración autonómica que dilapida nuestros impuestos en propaganda y clientelismo mientras deja desatendidos los servicios básicos. El separatista y el constitucional tienen un punto de hermanamiento, que no es otro que la melancolía, el anhelo de lo que podría haber sido y no fue, la utopía que no tiene la menor posibilidad en un mundo pragmático moldeado a base de componendas inconfesables, directrices que emanan desde oscuros rincones del tablero de juego y todo, digámoslo con franqueza, con la complicidad de las generación de políticos más incompetente en la historia de nuestra democracia aparejado con la estulticia de un pueblo que ni quiere ni sabe elevarse por encima del reality, el fútbol y la bajeza intelectual.

Alguna vez he defendido, con no poco escándalo entre los fariseos de la pútrida corrección política, ese escudo para mediocres, el concepto de la dictadura de la inteligencia, de la cultura, de la belleza, del arte, de los valores, de la lógica. Me apresuro a decir que nadie debe temer por su advenimiento, porque para encontrar patricios que pudieran encarnarla deberíamos hallar primeo a políticos doctos en Spinoza, en Hegel, en Santo Tomás, en Marx, en Teilhard de Chardin, en Aristóteles, en Schopenhauer, en Montaigne y, ay, de esos no entran muchos en un kilo.

Lo que toca ahora, nos sigue diciendo el CEO, que viene a ser respecto a la realidad social lo que un folleto de cerrajería a la literatura, es que más de un veintiséis por ciento de los votantes de Esquerra no desean la independencia, sino ser un estado federal dentro de España. Hete aquí la solución de las soluciones, un estado asociado que permita a los separatistas gozar de todas las ventajas de ser España, pero sin asumir ninguna de las obligaciones. Ese será el camino por el que intentarán pastorearnos los adalides de la pseudo izquierda de pret a porter hecha a base de foto shop y consigna de vendedor de cereales.

Hay muchos motivos para que todos nos hermanemos en la melancolía, efectivamente. De ahí que coincida con Menéndez Pelayo cuando afirmaba que la melancolía es la primera causa de opresión en un mundo enfermo y decadente. Indiscutible.

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