Opinión

¿Quién teme a Marine Le Pen?

La moción de censura ha sido una demostración de poder para que Macron vea hasta dónde está dispuesta a llegar la líder de Agrupación Nacional

  • Marine Le Pen, hasta que llegó su hora

Las elecciones legislativas del verano pasado han terminado provocando un terremoto político en Francia con cinco meses de retraso. Se trataba de una convocatoria anticipada y precipitada, motivada únicamente por el descalabro de la alianza macronista en las europeas de junio. En la misma noche electoral Macron compareció por televisión para reconocer la derrota de su candidata, Valérie Hayer, que perdió 10 escaños en Estrasburgo y se quedó 17 puntos porcentuales por debajo de Jordan Bardella, el candidato de la Agrupación Nacional. El Ensemble macronista también había perdido las europeas de 2019 pero por poco. Esta vez la diferencia era lo suficientemente grande como para tomar medidas. Lo que a Macron se le ocurrió fue adelantar las legislativas para coger a la oposición por sorpresa con la idea de atraer voto de la izquierda neutralizando de paso el avance de la Agrupación Nacional.

 

Era un anticipo muy salvaje. Las legislaturas de la Asamblea Nacional francesa duran cinco años, pero sólo habían pasado dos desde las elecciones anteriores. El movimiento pilló desprevenidos a todos, aunque más a la izquierda de Jean-Luc Melénchon que a la derecha de Marine Le Pen, que vive en campaña permanente y está muy bien organizada. Macron estaba persuadido de que no les daría tiempo a montar unas listas en condiciones, que la izquierda se pelearía para ver quien mandaba, y que la derecha se presentaría dividida como en las presidenciales de 2022, en las que surgió un nuevo partido, Reconquista, acaudillado por el periodista Eric Zemmour.

La Asamblea está dividida en tres bloques con un número de escaños similar y completamente irreconciliables. En circunstancias normales alguien con la experiencia de Barnier podría haber navegado en estas aguas agitadas sin despeinarse, pero los problemas de Francia en estos momentos están lejos de ser normales

Sobre el papel pintaba bien la jugada, la realidad resultó ser muy distinta. La izquierda se reorganizó a toda prisa y en apenas unos días ya tenían lista una candidatura a la que dieron en llamar Nuevo Frente Popular en homenaje al Frente Popular de 1936 capitaneado entonces por Maurice Thorez y Leon Blum. En la derecha la Agrupación Nacional capitalizó todo el voto dejando a Zemmour fuera de la Asamblea. Tras la segunda vuelta del 7 de julio la derrota del macronismo era absoluta. Habían perdido 86 escaños mientras que la izquierda ganaba 49 y la derecha 53. El primer ministro y candidato de Ensemble, Gabriel Attal, presentó su dimisión poniendo a Macron en un aprieto. Le rogó que se quedase hasta que encontrara a un primer ministro.

 

El elegido fue un peso pesado, Michel Barnier, un tipo de 73 años que lo ha sido todo en la política francesa: diputado, senador y ministro en tres ocasiones, aunque es más conocido por haber sido el negociador jefe de la Comisión Europea para el Brexit. Barnier, un gaullista en un país en el que ya apenas quedan gaullistas, estaba retirado de la política, pero no pudo rechazar la oferta que le hizo Macron a pesar de que era un caramelo envenenado. La Asamblea está dividida en tres bloques con un número de escaños similar y completamente irreconciliables. En circunstancias normales alguien con la experiencia de Barnier podría haber navegado en estas aguas agitadas sin despeinarse, pero los problemas de Francia en estos momentos están lejos de ser normales.

 

El país necesita reformas porque el Estado gasta mucho más de lo que ingresa, algo relativamente habitual en Francia, pero ahora la situación es desesperada. Los gastos pandémicos y el repunte inflacionario posterior han abierto un agujero en las cuentas públicas del que se advirtió en su momento, pero que no ha estallado hasta este año sorprendiendo tanto a los inversores como a los ciudadanos. El déficit público se encuentra por encima del 6% sobre PIB y ningún primer ministro ha encontrado el modo de embridarlo.

 

Barnier se presentó ante la Asamblea con un plan de ajuste de 60.000 millones de euros con recortes de gasto y subidas de impuestos para cuadrar las cuentas y reducir un punto el déficit para el año próximo. Cedió en algunos apartados para ganarse el apoyo de la Agrupación Nacional, pero se negó a la última de sus exigencias, la de anular la actualización de las pensiones con la inflación. La Agrupación Nacional no es la primera fuerza parlamentaria (es la tercera), pero con sus 142 escaños decide mayorías. Para Marine Le Pen eso era un motivo más que sobrado para dejar caer a Barnier.

 

Nunca antes el partido fundado hace medio siglo por Jean-Marie Le Pen había tenido tanta importancia. Hace unos años hubiera sido impensable que pudiese fulminar a un primer ministro y condicionar de forma decisiva el nombramiento del siguiente. Nadie realmente temía a Jean-Marie Le Pen. Hoy todos temen a su hija, que acaba de liquidar a un Gobierno y ha mostrado su poderío a los franceses exhibiéndose no como un partido de protesta, papel que juega el Nuevo Frente Popular de Melénchon, sino como un partido de Estado que permanece a la espera de hacerse con las riendas del poder.

Estaba esperando a que Barnier se abrasase para saltar sobre la yugular de Macron, un presidente al que la derecha francesa aborrece desde su primera victoria electoral allá por 2017

Parece que todo lo tenía calculado desde hace tiempo. Estaba esperando a que Barnier se abrasase para saltar sobre la yugular de Macron, un presidente al que la derecha francesa aborrece desde su primera victoria electoral allá por 2017. Ahora que han volado por los aires al Gobierno tienen que demostrar que valen para algo más que para patear el tablero.

 

Durante años Macron y sus aliados de centro han argüido que Le Pen es una radical y que carece de las habilidades necesarias para gobernar un país de la envergadura de Francia. Según ellos, si llegase al poder sería algo devastador, los inversores se alejarían y Francia entraría en una incontenible espiral de deuda que, dada la importancia de la economía francesa y su peso en los órganos de decisión comunitarios, arrastraría a toda la Unión Europea.

 

Como es lógico, Le Pen no se ve así. Considera que la Agrupación Nacional es un partido maduro que ha moderado sus aristas más problemáticas y que están listos para gobernar. Para ella mostrar músculo tiene un doble sentido. Por un lado condiciona a Macron y se coloca en la plataforma de despegue para las próximas presidenciales. Por otro, contrarresta sus propios problemas legales que podrían acabar con su carrera política antes de tiempo. Está imputada en un caso de malversación y la sentencia se conocerá en unos meses. La fiscalía alega que su partido utilizó durante varios años los fondos destinados a asistentes que trabajaban en Parlamento Europeo para pagar a los empleados del partido en otras partes de Francia. Le piden cinco años de prisión e inhabilitación de cinco años para ejercer cargos públicos, lo que le impediría presentarse a las presidenciales de 2027. Le Pen niega haber actuado mal, asegura que los asistentes pagados por el Parlamento Europeo dividían su tiempo entre el trabajo parlamentario y el del partido, algo que, según ella, era algo común en todas las formaciones de la eurocámara.

Puede ahora prorrogar los presupuestos de 2024, algo que ha puesto nerviosos a los inversores ya que no saben qué Gobierno vendrá después de este y, especialmente, porque desconocen si estará dispuesto a reparar el estropicio en las finanzas públicas.

La moción de censura de este miércoles ha sido una demostración de poder para que Macron vea hasta dónde está dispuesta a llegar. Eso sí, que Barnier haya perdido la confianza de la Cámara no significa que tenga que marcharse. Él y sus ministros pueden retener el cargo en calidad de interinos, pero con ellos cae el presupuesto de la discordia. Puede ahora prorrogar los presupuestos de 2024, algo que ha puesto nerviosos a los inversores ya que no saben qué Gobierno vendrá después de este y, especialmente, porque desconocen si estará dispuesto a reparar el estropicio en las finanzas públicas.

 

Macron, por su parte, acaba de perder a su tercer primer ministro en menos de un año. En enero dimitió Élisabeth Borne y fue reemplazada por Gabriel Attal (su ministro de Educación), un joven ambicioso al que se llevó por delante el anticipo electoral. Vuelve a donde estaba en julio tras convocar y perder las elecciones legislativas. Necesita a alguien que pueda gobernar con un parlamento imposible. No puede convocar nuevas elecciones parlamentarias hasta julio del año próximo. Podría, claro está, volver a nombrar a Barnier, aunque en ese caso no tardaría en llegar una nueva moción de censura. A partir de aquí tiene dos opciones. O se decanta por alguien que tenga el plácet de Le Pen, o busca en la izquierda a una figura de compromiso que sea del agrado de los líderes del Nuevo Frente Popular.

 

Pescar ahí es complicado porque esta coalición fue un invento para las elecciones que en aquella tesitura funcionó bien, pero la realidad es que se trata de una coalición de más de 50 partidos de izquierda, extrema izquierda, ecologistas y nacionalistas corsos, bretones, vascos y de lugares remotos como las islas de Reunión, Martinica y Guadalupe. 21 de estos partidos tienen representación parlamentaria. Gozan de mayoría, pero es muy inestable y, sobre todo, muy indisciplinada. Quizá un socialista templado podría asegurar el apoyo del disminuido centroderecha, pero eso es sólo una hipótesis. Las opciones que tiene no pintan nada bien. Lo único que hemos de tener por seguro es que Francia va a tener un 2025 políticamente muy movido.

 

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