Salvador Illa Roca nació en La Roca (valga la redundancia) del Vallès, provincia de Barcelona, en mayo de 1966. Es el mayor de tres hermanos y procede de una familia humilde: sus padres, los dos, trabajaron toda su vida en el sector textil. Se educó con los padres escolapios, en la Escuela Pía de Granollers, y desde chico demostró tres cosas: una rara seriedad, discreción y un gran sentido de la responsabilidad: era consciente del esfuerzo que hacían sus padres, Josep y Maria (que cosía en casa y así ayudaba a mantener a la familia), para darle una educación decente que le permitiese vivir mejor que ellos. Así que hincó los codos.
Pero los hincó de una manera extraña porque, quizá por su inteligencia y por su carácter introspectivo, cuando llegó el momento de entrar en la universidad decidió estudiar Filosofía, carrera muy hermosa pero que no siempre garantiza un buen pasar, como el mundo sabe bien desde Diógenes de Sinope (siglo III a. C.), que vivía en un tonel. Aunque, hombre de múltiples capacidades e intereses intelectuales, Illa hizo más tarde –hay que suponer que bien aconsejado, y para alivio de sus padres– un máster o posgrado en Economía y dirección de empresas en el elitista IESE de la Universidad de Navarra, del Opus Dei. Él mismo lo diría años después: “Tenía que ganarme la vida”. Illa es y ha sido siempre católico. Habla muy bien inglés y le gusta mucho correr, casi siempre en solitario. Corre mucho y largas distancias: llegó a prepararse para la media maratón. Se le nota.
La trayectoria de Salvador Illa recuerda vagamente a la de Pantaleón Pantoja, personaje creado por Vargas Llosa en su novela Pantaleón y las visitadoras. Emprenda lo que emprenda, se dedica a ello con tenacidad, método y rigor, sin distraerse de lo que tiene que hacer, hasta que consigue lo que quiere… e incluso más de lo que quiere. Se metió en política a los veinte años, cuando andaba todavía enredado con Kant, Hegel, Marx y Nietzsche, y con veintiuno fue elegido concejal de su pueblo, La Roca, en las listas del PSC. Se acababa de casar por primera vez. Aunque fuese como independiente, en el partido entró en contacto, a tan tierna edad, con las artes de la depredación, la interpretación shakespeariana de la vida pública (Macbeth, Hamlet, El rey Lear) y el lado oscuro de la Fuerza. Aprendió una cosa que no ha olvidado: en política no se está para hacer amigos. Lo ha repetido más de una vez. Como dijo Churchill, en la vida hay, por este orden, amigos íntimos, amigos corrientes, conocidos, enemigos, enemigos acérrimos y compañeros de partido.
Logró la Alcaldía de su pueblo, La Roca (unos 10.000 habitantes), en 1995, tras la muerte de su antecesor, Romá Planas, fulminado por un aneurisma. De nuevo imitando (quizá sin saberlo) al personaje de Vargas Llosa, se puso a la faena y construyó un impresionante centro comercial que atrae cada año a millones de visitantes. Pero lo echó una moción de censura. No descompuso la figura. El obstinado Illa volvió a presentarse, ya como miembro del PSC, en 1999 y en 2003. Ganó las dos veces. Fue alcalde durante diez años.
Incorporó saberes nuevos. Le nombraron (2005) director general de Gestión de Infraestructuras del Departamento de Justicia de la Generalitat de Cataluña, seguramente el puesto de nombre más largo que ha tenido en su vida. Pasó luego unos cuantos meses en una productora audiovisual, mar desconocido para él que no tenía –obviamente– nada que ver con Kant, ni con los centros comerciales, ni con la gestión de infraestructuras, ni con la Justicia ni con Shakespeare. Después dirigió el área económica del Ayuntamiento de Barcelona. Mucha gente parecía apreciar a aquel tipo serio, de pocas palabras pero claras, parapetado detrás de unas gafas de pasta negra que le daban un vago aire de college británico, y que, le pusiesen donde le pusiesen, se echaba al trabajo y lo hacía bien. En algún momento de aquella época tan cambiante conoció a Miquel Iceta, de quien dice: “Es muchísimo menos aburrido que yo”. Puede que Iceta sea lo más parecido a un amigo que Illa tiene en política. Quizá porque son muy distintos: hay un mundo entre el sentimental Iceta, tan bromista y bailarín, y el circunspecto Illa, un hombre al que le encanta algo tan fascinante como leer ensayos sobre economía… en inglés.
Le apreciaban no solo sus compañeros de partido (recuérdese la frase de Churchill, citada más arriba) sino también los de otros partidos, porque Illa, aquel señor que nunca gritaba ni se enfadaba ni perdía la compostura, hablaba claro, evitaba los mordiscos de los depredadores habituales y tampoco se dedicaba él mismo a morder a nadie: siempre buscaba puntos de acuerdo, lo cual le permitió mantener valiosísimas relaciones personales con gente del mundo independentista, como Joaquim Forn, más tarde encarcelado por la rebelión del 1-O.
Cuando Iceta le hizo secretario de Organización del PSC, Illa fue decisivo en el acuerdo con los puigdemontistas para que el PSC pudiese gobernar la Diputación de Barcelona. También lo fue en el pacto entre su partido y la variada hueste de Ada Colau para gestionar el Ayuntamiento. Y, de más está decirlo, su habilidad negociadora fue muy importante cuando hubo que regatear con ERC para la investidura de Pedro Sánchez. De algo había servido, por fin, tanto entrenamiento juvenil con los Diálogos de Platón y la mayéutica socrática.
Y entonces fue cuando el nuevo presidente del Gobierno, forzado al permanente equilibrio inestable que interpretaba el filósofo Gilles Deleuze (habrá pensado Illa), decidió hacerle ministro… ¡de Sanidad! El imperturbable Salvador, que no suele decir tacos pero que sin duda los piensa, debió de decirse: “Pero qué coll… sé yo de eso. Venga, otra cosa nueva”.
Lo que nadie podía adivinar es que al nuevo ministro le iba a caer encima, quizá más que a nadie (con la sola excepción de Fernando Simón), el peso de la catástrofe del covid-19. Ahí se vio, y se sigue viendo, el valor de su pragmatismo, de su seny y sobre todo de su pasmosa y pantaleónica capacidad de trabajo. Illa, sin duda muy a su pesar, sale ahora mismo por la tele más que Belén Esteban, pero no pierde un minuto para hacer lo que tiene que hacer. Ni pierde tampoco los papeles. Ni siquiera la imprevisible y tornadiza Díaz Ayuso ha sido capaz de sacarle de sus casillas, aunque sus allegados dicen que ha estado a punto de lograrlo dos o tres veces. El ministro está recibiendo en estos meses más mordiscos, y de más distintas mandíbulas, que en toda su vida junta, pero no le ha temblado la mano hasta sacar adelante el recién proclamado estado de alarma para la comunidad de Madrid. Alguna vez lo dijo: “Hay cosas que hay que hacer. Tenemos responsabilidades. Hay que hacer uso de la autoridad, pero sin arrogancia”. Esa actitud, tan poco frecuente en la política actual, quizá sea la que le haya hecho “sonar” como sucesor de Iceta al frente de los socialistas catalanes para tratar de recuperar la presidencia de la Generalitat. Bueno. Pues otra cosa nueva.
El pingüino de Humboldt
Al pingüino de Humboldt (Spheniscus humboldti) la vida le habría resultado sin duda más cómoda y sosegada si se hubiese quedado en la Antártida, como la inmensa mayoría de los pingüinos (hay excepciones en Sudáfrica y en Australia), pero no lo hizo. La especie, quizá por curiosidad, quizá por afán de conocimiento, se echó al agua, siguió la peligrosa corriente fría de Humboldt y se asentó a lo largo de la enorme costa occidental de Sudamérica. Se le encuentra desde el tercio sur de Chile hasta la república del Ecuador. Se han visto pingüinos de Humboldt curioseando por Colombia y hasta por Panamá, caminando con sus pasos cortos entre las bronceadas bañistas.
El pingüino de Humboldt, serio y nada proclive a la vocinglería de otros miembros de la familia de los esfeníscidos (hay diecisiete especies distintas de pingüinos en el mundo), es un ave pequeña, poco llamativa, cada vez menos numerosa y se le considera en peligro de extinción. Desde que nace, sabe que su vida será difícil: solo sobrevive uno de los dos pollos de cada puesta. Sabe también lo que tiene que hacer: echarse al mar, nadar a veces muy largas distancias y pescar lo que pille (sardinas, anchoas, calamares) para alimentar a la familia, ese es su trabajo. Y se dedica a ello sin distraerse ni hacer el vago como algunos pingüinos antárticos, más numerosos y lustrosos.
El problema es que, al habitar en zonas tan diferentes y de clima tan dispar, el número y la variedad de sus depredadores es enorme, y el pingüino se pasa la vida esquivando las dentelladas de los tiburones blancos (Carcharondon carcharias), los tiburones toro (Carcharhinus leucas), de los lobos marinos (Otaria flavescens “voxiensis”) y muchos más. Al habitar costas pobladas por seres humanos, también lo persiguen estos, que algunas veces lo cazan para comérselo; y también todos los depredadores asociados al ser humano, como zorros, gatos, perros, ratas y seres vivos de varios partidos más.
Hay quien dice que su voz se parece mucho al rebuzno del burro, pero eso sin duda serán maledicencias de otros pingüinos (los asaltarrocas, Eudyptes chrysocome, por ejemplo, que tienen los ojos rojos tirando a morados) que comparten gabinete con él y que le tienen tirria. En la intimidad de su nido, cuando puede descansar, el pingüino de Humboldt envidia secretamente la suerte de su primo más cercano, el pingüino de las Galápagos (Spheniscus mendiculus), que vive tan tranquilo en esas lejanas islas, sin virus, sin depredadores y sin mayor cosa de la que preocuparse, como no sea la filosofía.