Los grandes medios de comunicación occidentales exhalan estos días el aroma de la complacencia con una Unión Europea que ha sido capaz de reaccionar con contundencia a la invasión rusa de Ucrania. Parece, en efecto, que el sátrapa Putin ha cometido un error de bulto al considerar que la vieja y acomodaticia UE no sería capaz de mover un dedo en defensa de la vida y la libertad de los ucranianos. Pero ahí está la respuesta. Las sanciones han puesto a Rusia al borde de la suspensión de pagos, los oligarcas que lo sostienen están escondidos, sus activos congelados y sus yates incautados, mientras que las grandes multinacionales cierran sus operaciones en un país que corre el riesgo de verse excluido del mundo globalizado. Tan loable respuesta tiene, sin embargo, su talón de Aquiles, una escandalosa vía de agua que en gran parte neutraliza tan enérgica reacción: Europa sigue comprando gran parte del gas y el petróleo (cerca del 40% de las exportaciones totales rusas) que consume a Moscú, e incluso hay quien sostiene que esas compras, que algunos analistas sitúan en el entorno de los 850 millones de dólares diarios, se han intensificado desde la invasión. El doloroso corolario de esta realidad es que Occidente, en general, y la UE, en particular, siguen financiando –con cerca de 12.000 millones de euros desde que comenzó la invasión- la guerra totalitaria de Putin en Ucrania.
No es hora de extenderse en la búsqueda de culpables. Los errores han sido muchos y muy notorios, empezando por esa Alemania que de la mano de Angela Merkel hipotecó su independencia energética al petróleo y el gas ruso, al tiempo que decidía cerrar las centrales nucleares en un acto reflejo provocado por el pánico que se extendió en todo el mundo tras el accidente de la central de Fukushima en Japón. De hecho es Alemania la que hoy mayores obstáculos sigue poniendo a la posibilidad de un corte radical de esas importaciones, si es que ello fuera posible sin provocar la muerte por frío de millones de personas y el hundimiento de las economías del viejo continente. No lo es. Acabar con la dependencia europea de los combustibles fósiles rusos será un proceso tan largo como doloroso, que requerirá de la toma de iniciativas políticamente audaces y económicamente costosas. De momento, los distintos países y sus líderes se afanan por aportar soluciones tan individuales como, a menudo, faltas de realismo, mientras los tanques rusos siguen machacando las ciudades ucranianas movidos por las divisas que Moscú ingresa gracias al petróleo y el gas que le compra el viejo continente.
Es el caso del primer ministro británico, Boris Johnson, que se apresta a viajar a Riad esta semana para convencer, con sus naturales encantos, al príncipe heredero Mohammed bin Salman de que ponga sus pozos de petróleo al máximo rendimiento –a 110 dólares barril o incluso más, los incentivos para ello son muy notables- de forma que Gran Bretaña, un comprador marginal (3% de gas y el 14% de petróleo) de combustibles fósiles rusos, y sobre todo la UE, puedan asegurar su suministro prescindiendo de las compras a Rusia y aumentado de forma exponencial la presión sobre el tirano para el cese de su agresión a Ucrania. Estados Unidos, por su parte, se ha acercado a la Venezuela de Maduro en un movimiento impensable hace pocas semanas, mientras tantea la posibilidad de que Irán se incorpore a ese suministro, previo acuerdo con Teherán sobre la cuestión nuclear. Nada comparable a la importancia de Arabia Saudita como suministrador. Según la Agencia Internacional de Energía, Riad y los Emiratos Árabes Unidos podrían poner rápidamente en el mercado 2 millones adicionales de barriles de petróleo al día y hasta 4 millones en unos meses, lo que no alcanzaría a cubrir los 7 millones día que exporta Rusia pero contribuiría a lograrlo.
Estados Unidos y Canadá son los dos países que de manera más resuelta han dado pasos significativos para aislar a Putin prohibiendo las importaciones de petróleo y gas rusos, una medida escasamente heroica teniendo en cuenta que ambos son energéticamente autosuficientes y sus importaciones de combustible ruso son testimoniales. Más importancia tiene el empeño desplegado por ambos a la hora de proponer a Europa un “pacto energético trasatlántico” capaz de dar respuesta rápida a la brutalidad rusa en Ucrania. Un pacto que debería contemplar la importación masiva de gas natural licuado (del que EE.UU. es ya el mayor exportador del mundo), y el aumento de las reservas estratégicas de gas mediante compras conjuntas del combustible; la colaboración estrecha entre EE.UU y Europa a la hora de presionar a Arabia Saudita, Emiratos y resto de productores OPEP para colocar en el mercado cantidades de crudo suficientes para asegurar el suministro; la reapertura, al menos momentánea, de las centrales térmicas de carbón (Europa importa de Rusia el 47% del que consume) hoy inactivas, tema muy sensible desde el punto de vista de los objetivos del cambio climático, pero imprescindible para cubrir las necesidades del próximo invierno. Y naturalmente unas políticas mucho más decididas en materia de dotación de energías renovables, con especial atención también al biogás y al hidrógeno. Sin olvidar la vuelta a la energía nuclear puesta de moda por la audacia de un Macron y la necesidad de un Johnson que este lunes escribía en The Telegraph que “es el momento de hacer una serie de grandes apuestas nuevas sobre la energía nuclear, de hecho una energía segura, limpia y fiable”.
“Un pacto transatlántico entre Norteamérica y Europa es fundamental para que Europa se libere a corto plazo de su dependencia energética rusa” podía leerse el pasado sábado en New York Times. “Tenemos que recuperar el control”, escribía por su parte el inefable Boris en el diario británico citado. “A finales de este mes, estableceré una estrategia de seguridad energética británica tendente a convertir al Reino Unido en autosuficiente y dejar de estar a merced de matones como Putin”. Europa está obligada a imprimir un profundo cambio de rumbo en su política energética, para liberarse de la dependencia de dictadores de toda laya y condición. La inmensa mayoría de los Gobiernos de la Unión están ya manos a la obra. Y bien, ¿qué está haciendo España al respecto? ¿Dónde está España en esa Unión Energética Europea que se viene aceleradamente? ¿Qué papel, si alguno, vamos a jugar en ella? ¿Qué estás haciendo, Pedro, para asegurar la independencia energética de España, un país obligado a importar la mayor parte de la energía que consume? ¿En qué te ocupas? ¿A qué dedicas tu tiempo libre?
Aquí nos dedicamos a lo ya sabido. Al mamoneo con los sindicatos, a gastar sin freno en políticas de género y similares, y a atacar a la oposición olvidando que dentro de poco llevaremos ya cuatro años, se dice pronto, gobernando (es un decir). Pero rescatar a España de su dependencia energética debería ser una tarea prioritaria e inaplazable, además de labor de todos, con políticas a largo plazo, porque son inversiones también a largo plazo, basadas en un gran pacto de Estado capaz de sacar a la energía de la pelea partidista diaria, estando como está en juego el futuro en paz y libertad de los españoles. Un proyecto que tendría que buscar, en primer lugar, la unidad de acción con la vecina Portugal por aquello de que la unión hace la fuerza, y que debería bascular sobre dos ejes de iniciativa: la interconexión gasista con Europa a través de Francia (inexplicables las reticencias galas al proyecto MidCat), por un lado, y la disposición a forzar una relación mucho más sincera y estrecha, prioritaria desde el punto de vista de nuestra diplomacia, con Marruecos y Argelia, el gran proveedor español de gas natural, por otro. Argelia es nuestra Rusia desde el punto de vista del aprovisionamiento de gas, y esa especial relación debe ir acompañada de un trato deferente y diferenciado con Argel, que contemple contratos de compra a largo plazo en línea con unas inversiones que también son a largo plazo. Y naturalmente una apuesta decidida por la energía nuclear, la vuelta a una energía indispensable en ese mix ideal formado por las renovables (a las que se debe dar un impulso definitivo) más la nuclear, lo cual implica información veraz a la ciudadanía sobre la realidad de los reactores nucleares de nueva generación (EPR2), de los cuales Francia va a construir 14, además de prolongar la vida de los actualmente en funcionamiento, sin olvidar los nuevos reactores modulares pequeños (SMR) con una capacidad de potencia de hasta 300 MW(e) por unidad que se van a construir en no pocos países (Gran Bretaña y Holanda, entre otros). ¿Está dispuesto el Gobierno Sánchez a seguir cerrando los ojos a esta realidad por razones tan ideológicas como atrabiliarias? Todo ello en el bien entendido de que la energía no puede seguir siendo considerada como un producto financiero, el negocio de unos cuantos listos dispuestos a sacar tajada de las subvenciones (uno de los pecados del Gobierno Zapatero, continuado después por el de Rajoy), sino estratégico, estrechamente ligado, además, a la industria (¡un Gobierno que dice apostar por las energías renovables y que es capaz de autorizar la venta de Gamesa a Siemens!) y a la tecnología, más allá del tradicional consumo de los hogares. Urge una estrategia de seguridad energética para España.