El pasado Mundial de fútbol puso punto final a un estilo de juego basado en el control del medio campo. El interminable tiki-taka adolecía de verticalidad, lo que convertía en estéril el dominio del balón. Habilidosos pasadores en corto fueron desplazados por los que rompían el equilibrio de un zapatazo, confiando en la velocidad y fuerza de sus delanteros. Estilos como el español hubieran podido ser tildados de “propios de subsecretarios”, expertos en lo suyo, pero poco dispuestos a quebrar la posición del contrario con una contundente afirmación.
En quince días nos hemos puesto al día y adoptado el estilo exitoso. Vuelve el hombre. Vuelve la política instalada sobre los viejos principios. Vuelve aquel brío de mediados de los noventa del pasado siglo, dispuesto a superar lo políticamente aceptado y a hacer valer las convicciones partidarias. El joven Pablo Casado se proyecta como aquella Margaret Thatcher que ganó también en la segunda mitad de los setenta. Para desplazar a Edward Heath tuvo que impugnar toda su política, afirmando que el gobierno conservador se limitaba meramente a administrar “algún tipo de Estado socialista”. Sin llegar a tamaña exageración, los gobiernos de Rajoy pasaron a ser vistos por los suyos desde el sábado tan resignados como aquellos de Heath a ojos de “la dama de hierro”.
Lo peor de este descrédito definitivo del centro como escenario ambicionado es que ahora nadie parece apetecerlo. Casado se estrenó dándose de baja de él
Diríase que el fútbol y la política vuelven a jugarse más allá del centro. Incluso los que hablan ahora de hegemonía, desde las bandas de la izquierda o de la derecha populista, están pensando en otorgar verticalidad a su estrategia mediante la popularización agresiva de sus proclamas partidarias. Cuando Casado volvió en su discurso sobre temas pretendidamente ya “superados” (aborto, muerte digna, restos de Franco, impuestos y gasto social, unidad nacional, feminismo…), quedó claro que la desaparición de la derecha disfrutada por Pedro Sánchez desde su llegada al Gobierno había finiquitado. A partir de ya cada supuesto va a ser impugnado y lo va a ser totalmente, enfrentando al contrario toda la ideología hostil.
Mejor para el templado, podría pensarse. Todo radical impugnador es inmediatamente rechazado por ese ancho intermedio que no desea que las aguas se agiten en exceso. Pero eso era antes. Ahora la crisis desdibuja el centro como escenario principal de la política (o del fútbol) al dejar en la imprecisión qué ideas y asunciones forman parte del paradigma social y cuáles no. Los dirigentes mundiales encaramados al poder de sus países tras ciscarse en lo que hasta ayer se tenía por respetable son ya legión. Posiblemente siga existiendo un territorio de preocupaciones donde se dilucidan los votos, pero este es muy cambiante y difícil de aprehender siguiendo las técnicas y observaciones de la politología tradicional. El ejemplo italiano, laboratorio por excelencia de la política después de la Segunda Guerra Mundial, es palmario: nada es lo que un día fue y al Mundial balompédico no llegaron ni a la fase final en Rusia.
Pero lo peor de este descrédito definitivo del centro como escenario ambicionado es que ahora nadie parece apetecerlo en la política española. Casado se estrenó dándose de baja de él, presentándolo como melifluo y continuista, falto de ambición. Aspira a hacerse cargo de todo lo que hay a la derecha de la socialdemocracia, sin reparar en que ese páramo político ya no existe. Ahora, a su lado, en esa misma derecha, lo que podía ser un proyecto histórico de renovación de la misma, Ciudadanos, se empeña incomprensiblemente en disputarle la primacía en un trozo de campo que debería esquivar. Lejos de reclamar para sí el dichoso centro, como de vez en cuando proclama, se abisma por su extremo diestro casi con los mismos ítems ideológicos que levanta en ristre este nuestro Pablo conservador.
Lejos de reclamar para sí el dichoso centro, Ciudadanos se empeña incomprensiblemente en disputar al PP la primacía en un trozo de campo que debería esquivar
Todo el pastel para la vieja socialdemocracia, se podría pensar. Tampoco, porque los compromisos tanto del “gobierno Frankenstein” como de las renovadas pulsiones izquierdistas en que el PSOE imagina reside su resurrección, le llevan a apartarse, él también, de tan virtuosa posición central. Casi todas las temáticas donde se va a disputar una parte del pulso político ariscado después de la elección de Casado pueden generar en una parte de la opinión pública prudente otra tanta reacción contraria a los socialistas: subidas de impuestos, más gasto público, la llamada “memoria histórica”, gestión de la amenaza soberanista en Cataluña, políticas de género, etcétera. Y en el hipotético caso de que vaya a reinar la mesura, Podemos tiene atribuida como función histórica hacer imposible que cualquier debate principal concluya en acuerdo; siempre habrá oportunidad para reclamar otro par de huevos duros.
En soledad queda como rareza o excepción centrista el PNV. Sus homólogos nacionalistas catalanes, echados al monte y a la extravagancia, están en el extremo incluso de lo democráticamente aceptable; en realidad, lo han rebasado ya en lo sustantivo. Pero ellos no. Los nacionalistas vascos se confunden con el pensamiento razonable y rentable en su región. Acarician un proyecto de división de su sociedad en ciudadanos de primera y de segunda, adjudicando el gasto del experimento a la estupefacta ciudadanía hispana -asustada más por las multitudes rojigualdas contrarias de Cataluña-, y son ensalzados en Madrid, en su opinión publicada, como el partido más respetable del espectro patrio. En 2000, Francesco Cossiga fue nombrado por la Fundación Sabino Arana “Amigo de los vascos”. Al año siguiente, un premio similar, pero este directamente a cargo del erario público -el Lagun Onari-, le fue entregado por aquel gobierno de Ibarretxe. Lo mismo aquel italiano era la quintaesencia del centro y nosotros sin saberlo.