La brutalidad salvaje y casi inhumana del terrorismo tiende a hacernos olvidar que sus actores persiguen objetivos, que tras su aparente irracionalidad hay un análisis de las debilidades de sus enemigos, y, sobre todo, hay hipótesis, planificación, cálculos.
Toda esta urdimbre, específicamente bélica, es lo que queremos negar cuando nos refugiamos en interpretaciones lenitivas, en absurdas proclamas de valor cívico, en toda una serie de actitudes escapistas que, allá en el fondo, se apoyan en un egoísmo feroz, en la gozosa certeza de que el impacto del terror nos ha afectado de manera sumamente relativa, lejana, como si se tratase de un cuento de miedo, de una pesadilla funesta de la que podemos desembarazarnos con toda facilidad al despertar de nuevo a la normalidad.
Salvo que creamos en la absoluta imbecilidad de los líderes fanáticos, creencia sin base alguna, no debiéramos olvidar que calculan sus acciones en función de las reacciones que consideran previsibles, y que, si en verdad estamos dispuestos a enfrentarnos a sus objetivos, tendríamos que evitar cualquier reacción que les fortalezca, una conducta idiota que, desgraciadamente, no escasea.
El negacionismo
Uno de los resortes más importantes de la mente humana es el que nos induce a negar la realidad de las amenazas, y, en último término, la evidencia, por misteriosa que resulte, de la necedad y del mal. El yihadismo nos puede golpear inmisericordemente porque calcula que nunca va a encontrar una respuesta similar, porque, afortunadamente, todavía distinguimos entre quienes nos matan y quienes, simplemente, se les parecen, pero en esta virtuosa distinción se oculta una trampa dolosamente negacionista: es verdad que no nos atacan 1300 millones de musulmanes, pero sí nos atacarían si pudiesen, y nos masacran en cuanto ven un descuido, un pequeño porcentaje de esa enorme población, un contingente que puede estimarse superior al de muchas de las grandes naciones, porque hay más yihadistas que alemanes, que franceses, que ingleses o que españoles, incluso si los contamos en conjunto. Además, esa minoría es la que lleva una parte importante del control político y religioso sobre esa inmensa multitud pacífica. Empeñarse en no ver un gravísimo problema en este asunto, es tan idiota como sería negarse a comprobar la seguridad y resistencia de un puente alegando que apenas quiebra uno entre miles. En fin, no porque exista la palabra islamofobia, dejaremos de ser víctimas potenciales de algunos cientos de millones de musulmanes radicales absolutamente insensibles a nuestros distingos, y, por supuesto, como se ha visto, a cualquier Cataluña is not Spain.
Los causalistas
Hay una especie de imbéciles que no descansan hasta que creen haber llegado a la causa de la causa que, como decían los escolásticos, es la causa de lo causado. Para esta clase de merluzos, los meros hechos suelen ser irrelevantes, y hay que preguntarse siempre por lo que hay detrás, es decir que prefieren siempre la conjetura a la evidencia, tal vez porque han comprendido que las verdades que defienden son definitivamente incompatibles con el mundo común.
Es la misma especie de personajes capaces de identificar a un pacífico turista con un agresor implacable del orden natural, al tiempo que reconocen a cualquier imam como un espléndido representante de otra forma de ver el mundo tan legítima, por supuesto, como la nuestra. Son relativistas de todo, menos de sus gilipolleces, faltaría más. Esta especie ha identificado, sin merma alguna de duda, a nuestro buen Rey como el responsable de las masacres de Barcelona, tal es la clase de teoría política que les cumple. Cuando se piensa en lo enorme que es la muchedumbre de los tontos, se comprende que estos sujetos obtengan decenas de miles de votos, al fin y al cabo, se tienen por los más listos de la clase y así se ven también quienes secundan sus bravatas.
No tinc por
Es muy probable que en los cuarteles generales del ISIS se estén replanteando su estrategia del terror ante las muchedumbres envalentonadas de la Plaza de Cataluña, ante esas decenas de miles de bravos ciudadanos que han gritado no tener miedo, me parece que, entre otros, con Rajoy al frente, lo que le añade su punto de picante al lema. Si se toma como una primera ocurrencia frente al brutal asesinato, todavía cabría un adarme de disculpa, pero que haya quienes crean que no hay que tener miedo a la amenaza yihadista es una muestra realmente solemne de los abismos que puede alcanzar la estupidez común. Pero no sólo de estupidez, sino de hipocresía moral porque esa actitud solo puede sostenerse cuando del terror se tenga una mera imagen, no una experiencia vivida.
El miedo, ese fantasma que, como se decía del diablo, se oculta haciéndonos creer que no existe, es, por otra parte, un elemento demasiado evidente de la realidad, aunque no lo sea de las bravatas. Sin miedo no habría política alguna, pero tampoco cabe formular ninguna estrategia de defensa. Claro es que los valientes de ocasión no esperan, en realidad, que jueces y policías actúen con su fingida desenvoltura, se trata, simplemente, de ponerse estupendos, de prepararse para ir a colocar cartelitos y velitas como las de Diana de Gales, otro infalible remedio contra la barbarie.
Libertad frente a los bolardos
Es normal que frente a esa manifestación de arrojo ciudadano la alcaldesa de Barcelona se haya lucido con una estupenda consigna: no hay que instalar obstáculos en las ramblas porque Barcelona es una ciudad libre. No tardará en retractarse, porque no es del todo mema, solo sabe hacerse la tonta cuando le conviene, y no iba a desaprovechar la oportunidad de decir una solemnidad pretenciosa en momentos de tanta energía moral inundando las avenidas.
Como una buena parte de los ciudadanos se ha dejado llevar, de momento, por ese ataque de idealismo idiota, es posible que se tarde en pedir responsabilidades por no haber puesto en práctica una precaución tan obvia, pero el ataque de euforia que ha afectado a las autoridades catalanas ante sus supuestos éxitos antiterroristas pasará, aunque la propaganda se empeñe en retrasarlo, los ciudadanos dejarán de pensar bobadas y se harán preguntas cuya respuesta ya debiera ser obvia.
Cataluña, ese baluarte
Los secesionistas intentan sacar pecho ante la eficacia de sus mozos, de su policía exclusiva y, al parecer, un poquito excluyente. Es demencial que se pretenda presumir de eficacia insolidaria ante una amenaza que está zarandeando a Estados mucho más fuertes y precavidos que ninguna autonomía, por soberana que se pretenda. Que algunos catalanistas desorejados intenten argumentar la eficacia de sus polis frente a un fenómeno tan global como insidioso es una prueba más de su mentalidad de campanario, también de una mezquindad cultivada con primor y denuedo.
El responsable de la VII flota de la US Navy ha sido destituido casi de oficio porque dos de sus destructores han chocado con barcos de tamaño nada escaso en apenas unos meses, pero aquí, el curioso Parlamento de Cataluña condecora con presura a unos Mozos, y solo a ellos, que no han sabido ver en la explosión de Alcanar sospechas de islamismo, que no tenían ni a un guardia en las inmediaciones de una avenida con millares de turistas, que han sido incapaces de pegar un solo tiro a la furgoneta asesina, y que han acabado acribillando al último protagonista y testigo para que pueda ilustrar sobre el caso con su silencio mortuorio.
Para que nadie nos reclame estas u otras carencias, lo mejor es honrar con denuedo a los nuestros, reconocer a los mozos de Forn y Trapero como unos genios, incluso aunque el homenaje apresurado sirva para tapar obvias carencias de un Gobierno que, con Rajoy y Zoido al frente, ha parecido conformarse, en todo momento, con que el atentado no sirva para armar más jaleo, por decirlo a la manera de Moncloa, que estos sí que son realmente severos, unos auténticos fenómenos.