En todo lo relativo a las elecciones la línea entre la inteligencia y la estupidez es finísima. El ganador siempre acaba pareciendo un genio (a veces un genio perverso) y el perdedor un pobre diablo que se equivocó en todo y paga por sus errores. En unas elecciones tan reñidas como las presidenciales de este año cualquiera de los dos podría haberse alzado con el título de genio arrojando al contrario al pozo de los idiotas. Para los votantes y los candidatos las elecciones son binarias: todo o nada. Lo mismo ocurre con los estrategas de campaña: o eres un héroe o estás acabado. No hay término medio. Pero uno de los dos tiene que ganar y, por mucho que las encuestas anticipasen un empate perfecto, todos sabíamos que, cuando los votantes acudiesen a las urnas, ese empate demoscópico se iba a deshacer. Lo que nadie sabía era en qué dirección.
A toro pasado todo es mucho más fácil de ver. Esa es la razón por la que, ahora que Trump ha hecho el regreso más espectacular de la historia de Estados Unidos, los analistas se apresuran a dar por hecho que iba a ser así, que no cabía otra posibilidad. No es cierto. Tal y como estaba previsto, la victoria ha sido ajustada, la moneda bien podría haber caído del otro lado, pero el sistema electoral en aquel país es indirecto. Una vez un candidato ha ganado en un Estado se queda con todos sus grandes electores. Eso simplifica las cosas, ya que solo es necesario ir contabilizando cómo se reparten los 538 grandes electores reunidos en el Colegio Electoral. Al candidato le basta con hacerse con los principales Estados y algunos de los que oscilan entre un partido y otro para convertirse en presidente. Así fue como Trump llegó al poder en 2016. Perdió las elecciones por voto popular, pero se hizo con el Colegio Electoral.
Esta vez la operación era exactamente la misma. Por eso echó el resto en un ramillete de Estados que lo iban a decidir todo, los mismos Estados que se tiñeron de azul en 2020 (el azul es el color de los demócratas, el rojo el de los republicanos) y que llevaron en volandas a Joe Biden hasta la Casa Blanca. No era sencillo. Trump de primeras no parecía el candidato idóneo. Demasiado mayor, siempre acompañado por la polémica, acosado por mil pleitos, dado a la hipérbole en sus discursos y con el baldón del asalto al Capitolio sobre su espalda. Hace un año nadie hubiese dado un centavo por él. Se sabía ya que lo intentaría de nuevo, pero las encuestas no le eran especialmente propicias. En noviembre del año pasado en el Partido Demócrata estaban convencidos de que que Biden conseguiría sin esfuerzo un segundo mandato y a Trump le terminarían sacando a palos de su propio partido.
Nada ha salido como se esperaban. Biden se presentó a unas primarias demócratas que fueron lo más parecido a un desfile militar. Sin apenas contrincantes, se impuso en todas y se preparó para pasar por encima de Trump, que encontró algo de resistencia entre los republicanos. Antes del verano, rematar a un Trump condenado ya en firme por el caso de Stormy Daniels parecía un mero trámite sin importancia. Pero bastó un debate televisado para desbaratar los planes de la cúpula demócrata. El presidente se presentó renqueante en la CNN, no se le entendía al hablar, perdía el hilo y balbuceaba respuestas sin sentido. El secreto mejor guardado de Washington, es decir, la incapacidad manifiesta de Joe Biden para seguir al frente del Ejecutivo, quedó a la vista de todos. El castillo de naipes que cuidadosamente habían levantado en los meses anteriores se vino abajo con estrépito.
No les quedó otra que improvisar sobre la marcha. Biden se marchó a finales de julio señalando como sucesora a su vicepresidenta, Kamala Harris, una mujer que había desplegado un perfil muy plano durante todo el mandato. La idea era asegurarse la nominación y construir una candidatura prácticamente desde cero con el inconveniente de que tenían sólo un par de meses para conseguirlo. Dinero no faltó, pero Harris, a diferencia de Biden en 2020, carecía de esas argucias y habilidades que se aprenden tras toda una vida dedicada a la política. Pasó al ataque y cometió el mismo error que Hillary Clinton en 2016. Acusó a Trump de ser un fascista y a sus electores de seguirle en la aventura de acabar con la democracia estadounidense. En 2020 Biden no cayó en un error tan pueril, sabe que el estadounidense medio está desconectado de la política, vota cada cuatro años y entre medias se dedica a lo suyo. Hizo una campaña conciliadora, apeló a la unidad y a restañar las heridas. Para muchos votantes eso fue suficiente y le dieron la victoria. Parece mentira que, con el dineral que ha gastado la campaña de Harris, no reparasen en algo tan elemental como eso.
El veredicto al final ha sido inapelable. Trump se ha hecho con los célebres Estados clave y esos son los que le han dado la presidencia. Hasta allí Harris, hasta esos rincones de la denominada América profunda, ha sido incapaz de llegar. No sabemos muy bien por qué. Quizá porque era más desconocida de lo que su equipo pensaba. Quizá porque simboliza todo lo que adoran los estadounidenses de ambas costas, pero aborrecen los del interior. Quizá porque el mandato de Biden, aunque ha estado protagonizado por un fuerte crecimiento económico, también ha venido acompañado por inflación muy alta y ciertos problemas en el exterior en los que el Gobierno no ha sabido estar a la altura. Los indecisos tenían que optar entre castigar la inflación o premiar el crecimiento. Parece que para ellos ha sido más importante lo primero.
Pero las elecciones han ido más allá de la presidencia. Este martes se renovaba parte del Senado y la Cámara de Representantes y varios gobernadores estatales. Los republicanos han retomado el Senado, mantienen por ahora la mayoría en la Cámara y se han impuesto en nueve de los once Estados que elegían gobernador. La victoria de Trump es absoluta y, por qué no decirlo, imprevisible hace sólo unos meses. A partir de aquí surge la inevitable pregunta, ¿podrá Trump gobernar como lo hizo en su primer mandato? Es un misterio. El mundo ha cambiado notablemente desde entonces, también lo ha hecho Estados Unidos. Si hace de la venganza una prioridad desperdiciará capital político y dilapidará el cheque que le han extendido los que dudaron hasta el último momento. El mandato de las urnas es claro: crecimiento sin inflación, controlar la inmigración, reversión, al menos parcial, de la agenda identitaria de los demócratas y concentrarse en los problemas derivados de la nueva guerra fría que, al alimón, Rusia y China han declarado a Occidente. Parece mucho y sin duda lo es. De él y de quien decida rodearse dependerá de que tenga éxito o que este regreso se convierta en una pesadilla.