Opinión

Viejas novedades

Toda precaución será poca, seguramente, a la hora de recelar con cautela frente a una aventura cuyo alcance no parece posible prever

  • Imagen de recurso de inteligencia artificial (IA) -

Escucho razonar a un matemático en torno a eso que viene llamándose “inteligencia artificial”. Asegura el hombre que los inquietantes progresos en que esa innovación fuerzan a admitir una realidad sin duda benéfica a pesar de los riesgos que implica. ¿Quién puede cuestionar la ventaja que supone una cirugía revolucionada en la que el actor principal pende de un algoritmo mientras el médico quedaría reducido a un segundo plano tan imprescindible (de momento) como subordinado? La IA está ya aquí y progresa vertiginosa hacia un futuro tan humano que lo hace autónomo respecto de su creador. Y claro que comporta riesgos –éstos son tan previsibles como impropias las alarmas precipitadas—pero bastaría para neutralizarlos con que esa inteligencia “artificial” no sustituya a la “natural”.

Hace unos años la industria japonesa especuló con la posibilidad de ralentizar los avances de la robótica con objeto de evitar unos efectos indeseables pero todo indica que esa precaución ha caducado ante el ímpetu irrefrenable de la imparable tecnología. Las guerras actuales están inaugurando un modelo nuevo que pone en evidencia la superioridad de la máquina sobre el humano entreabriendo, entre otros extremos, la perspectiva de un belicismo teledirigido de extraordinaria precisión, del mismo modo que la telecirugía sugiere la ventaja de una suerte de quirófano virtual manipulado a distancia, eso sí, por la mano humana . Tampoco resulta fácil objetar las ventajas que el dron aporta a la seguridad pero tampoco el desasosiego que produce verlo sobrevolar nuestras cabezas.

Lo mismo que la Inquisición se tentaría la ropa cuando tuvo noticia del artificio de Juanelo, aquel “hombre de palo” que mendigada por las calles de la Toledo imperial para remediar la miseria de su creador

Cuando los griegos idearon los primeros autómatas –el control remoto de las puertas del infierno, las metálicas doncellas vivientes, los trípodes móviles del banquete divino, los homéricos perros voladores o ese antecedente del dron que fue la paloma voladora de Arquitas-- no dejaron de entrever en su proeza una inquietante y provocativa injerencia preternatural, algo así como un reto al poder omnímodo reservado a los dioses. Lo mismo que la Inquisición se tentaría la ropa cuando tuvo noticia del artificio de Juanelo, aquel “hombre de palo” que mendigada por las calles de la Toledo imperial para remediar la miseria de su creador, o tal como, ya con un pie en la postmodernidad, algún fundamentalista cuestionaría la legitimidad de los primeros trasplantes de órganos entre humanos.

La porfía entre “antiguos” y “modernos” se renueva una y otra vez en la Historia cambiando el repertorio de argumentos pero manteniendo su razón última que no es otra que el temor a lo desconocido. Hoy provoca espanto un misil impredecible por la misma razón que en su día aterrorizara la imaginaria figura de Talo, el gigante de bronce –tal vez inspirador del monstruo de María Shelley-- que protegía a Creta y del que hablaron Apolonio o Apolodoro. Pero ésa es historia antigua. Hoy hasta los “juguetes inteligentes” escaman a los padres más susceptibles que, sin embargo, ni se inmutan contemplando a sus hijos abducidos por el smartphone o náufragos en su tablet.

El cuchillo civilizado

Toda precaución será poca, seguramente, a la hora de recelar con cautela frente a una aventura cuyo alcance no parece posible prever y, mucho menos, controlar desde que se consagró como la novedad que empieza ya a entreverse como germen de una nueva y quién sabe si definitiva era.  Pero el aviso del matemático en cuestión es de los que van a misa: el toque ha de estar, sencilla pero delicadamente, en evitar que la razón del tecnólogo suplante a la propia de la humana naturaleza. Ya saben, aquello de que el cuchillo civilizado puede usarse lo mismo para cumplir con las maneras de mesa que para destriparte en un callejón. Lo demás no deja de ser la misma zarandaja que asustó siempre ante toda novedad, ahora magnificada, eso sí, por el desbocado salto cualitativo que experimentan a un ritmo imparable las actuales tecnologías. ¿“In medio virtus”, pues? Al paso que lleva esta inquietante revolución industrial es probable que convengan en ello, antes o después, hasta los “novatores” más radicales.

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