A estas horas estarán ustedes terminando de decidir a quién votan, si es que no lo saben aún y forman parte de ese volátil saco que llaman de los “indecisos”; saco que se hincha y se deshincha prodigiosamente, como los globos de los niños, según quién lo maneje y al servicio de quién esté hecha cada encuesta. Pues aprovechando estas horas de posible reflexión voy a contarles una cosa.
Estuve hace unos días en León, tierra a la que debo mucho, y un buen amigo –el mejor que tengo– me llevó a una zona de prodigiosa belleza, sobre todo ahora en primavera: el valle de Gordón y el puerto de Aralla. Allí, en lo alto del puerto, hay un monumento de unos tres metros de alto, hecho de piedra y metal. Está dedicado al capitán Juan Rodríguez Lozano, un hombre que, tras la sublevación de julio de 1936, permaneció fiel a la República. Estaba de vacaciones en aquellos días pero el coronel de su Regimiento, Vicente Lafuente Baleztena, le pidió que se presentase en el Gobierno Militar de León. Una cosa de rutina. Reinaba la calma, no pasaba nada. El capitán Lozano no sabía que el coronel Lafuente era el cerebro de la rebelión en la ciudad y cumplió la orden de acudir. Ya no salió de allí. Lo fusilaron el 18 de agosto en un campo de tiro. En el monumento de Aralla hay una placa con las últimas palabras que escribió a su familia: “Muero inocente y perdono… Mi credo fue siempre un ansia infinita de paz, el amor al bien y el mejoramiento social de los humildes”.
Quienes hoy se niegan a dar de comer a la familia de Francisco Alonso no son los que estaban allí cuando lo asesinaron y lo echaron a una cuneta
El monumento al capitán Lozano, que alcanzó el grado de Compañero en la Francmasonería de entonces, no está en suelo público. Está en un terreno privado y los dueños de la finca reciben cada cierto tiempo amenazas de los vecinos –de algunos vecinos– para que quiten “eso” de allí. El coronel que traicionó a Lozano, Vicente Lafuente, llegó más tarde a general y, al menos hasta agosto de 2017 –no sé si todavía hoy–, tenía una calle en León: la calle del general Lafuente, que es precisamente donde se encuentra el antiguo Gobierno Militar.
Muy cerca de allí, en la carretera que baja hacia el pueblo de Geras de Gordón, se produjo hace meses, en otoño pasado, un suceso insólito. Los nietos de Francisco Alonso Alonso se habían enterado por fin, 82 años después, dónde estaban los huesos del abuelo. Este fue un carnicero de 29 años, casado, con un hijo y otro en ciernes, que desapareció al día siguiente de la rebelión del general Franco y al que, extrañamente, mantuvieron vivo durante un año y pico más, hasta noviembre de 1937. Fue entonces cuando lo asesinaron y enterraron su cadáver en una curva del camino. Algún aterrorizado testimonio (sí, aterrorizado, ¡ocho décadas después!) sirvió para que la familia alquilase las máquinas necesarias y levantase la tierra hasta dar con los pocos huesos que quedaban de aquel desdichado.
El trabajo duró varios días. Había que comer, como es natural, y los familiares se dirigieron al restaurante Entrepeñas, en el pueblo de Geras. Todo el mundo sabía quiénes eran y qué hacían allí: buscar al abuelo.
Y les negaron la comida. Sin contemplaciones. Repito esto para que quede claro: el restaurante Entrepeñas, cuyos propietarios tienen además una próspera fábrica de embutidos artesanales que se llama así, Embutidos Entrepeñas, se negaron a dar de comer a los familiares del asesinado. Se reserva el derecho de admisión, debieron de decirles.
Fíjense ustedes en un detalle que parece obvio pero que no lo es tanto. Al capitán Lozano, abuelo del expresidente Rodríguez Zapatero, lo fusilaron hace casi 83 años. Los que amenazan hoy a los propietarios del terreno en que se levanta su monumento no son, pues, quienes lo mataron: han pasado como mínimo tres generaciones. Podrían ser los nietos, quizá los biznietos de aquellos sublevados de 1936 quienes hoy exigen, de malos modos, que se quite “eso” de una finca privada. Quienes hoy se niegan a dar de comer en su restaurante a la familia de Francisco Alonso no son los que estaban allí cuando lo asesinaron y lo echaron a una cuneta. Son, una vez más, personas que han nacido muchísimos años después.
El odio de los matadores hacia las víctimas parece tener las mismas propiedades que la luz en el espacio: no conozco nada que permanezca tan vivo
Pero el odio (porque se llama así, odio) se ha transmitido entero, intacto, incólume, a través de ocho décadas. El odio de los vencedores hacia los vencidos, el odio de los matadores hacia las víctimas, parece tener las mismas propiedades que la luz en el espacio: no conozco nada que permanezca tan vivo, tan exactamente igual a sí mismo durante tanto tiempo.
–Pues en el otro bando ocurre igual –dirá alguno de ustedes.
Es posible, claro que sí. Pero los huesos que permanecen en las cunetas, ochenta y tantos años después, son los de los asesinados, no los de los asesinos. Y el miedo de las víctimas, de sus hijos y de sus nietos, sigue vivo ahí dentro: ¿cómo es posible que nadie haya dicho dónde estaba Francisco Alonso durante todas estas décadas? ¿Por qué? ¿Por miedo a quién?
Dice mi amigo, el que me llevó al paseo por el valle de Gordón, que la Guerra Civil española no ha terminado. A mí me cuesta un trabajo enorme admitir eso, porque guerras que duren cien años solo conozco una, y acabó a principios del siglo XV. Lo que sí creo, y esto con toda firmeza, es que si esos huesos se hubiesen sacado de las cunetas hace cuatro décadas, cuando acabó la dictadura; o tres décadas, o incluso dos, los chavales de hoy estudiarían la Guerra Civil como estudian la guerra de las Galias: entre bostezos. Y la transmisión espeluznante del odio y del miedo a través de las generaciones se habría terminado ya. De una puñetera vez.
Si algo debe hacer el Gobierno que salga de estas elecciones, es precisamente eso. Y cuanto antes. Tenemos, todos, la obligación de vivir en paz, en justicia, en lealtad y armonía. No es fácil saber a quién habría votado hoy, de estar vivo, el carnicero Francisco Alonso Alonso. Tampoco podemos saber cuál sería el voto de sus asesinos. Pero es una atrocidad que haya gente cuyo pensamiento, cuya opinión, cuyo voto siga dependiendo de salvajadas que se cometieron hace ochenta años y que deberían estar ya perfectamente reconciliadas. Es inconcebible que aún quede gente que, cuando oye hablar de perdón, de fraternidad, de “ansia infinita de paz, de amor al bien y de mejoramiento social de los humildes”, piense que les están insultando. Es escalofriante que todavía queden personas capaces de no dar de comer a otros en su restaurante porque saben que andan por ahí buscando los huesos de su abuelo.
–Son excepciones, señor caballo.
–Ya, ya. Claro. Es verdad, son excepciones.