En 2015, el que fuera ministro de Industria y Energía en el segundo gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero, un economista llamado Miguel Sebastián que había construido buena parte de su prestigio en la banca privada, publicó un libro de título sugestivo: “La falsa bonanza”. Se trataba de un gratificante ejercicio de autocrítica con afirmaciones memorables, como esta: “Embriagados por la actividad económica y el empleo, no quisimos ni oír hablar de dificultades estructurales, de desequilibrios o de crecimientos sostenibles”.
En la recapitulación que hace sobre su paso por el Ejecutivo, Sebastián destaca como una de las consecuencias más extravagantes de esa negación de la realidad el incremento disparatado de las primas a la energía renovable, que entre 2004 y 2011 alcanzaron la meteórica cifra de 9.000 millones de euros, con el consiguiente impacto en el recibo de la luz. “Se nos fue la olla”, exclama en el libro Sebastián, quien ya en 2010 se vio obligado a forzar el primer recorte en la retribución de las renovables para frenar el incremento en la factura eléctrica, que repercutía en familias y empresas.
Poco después, el Gobierno de Mariano Rajoy le daba a la estrategia diseñada por Zapatero para impulsar la energía “verde” el hachazo definitivo, llevando a la ruina a pequeños ahorradores que invirtieron en la fotovoltaica y provocando las millonarias reclamaciones de grandes inversores nacionales e internacionales, víctimas de un cambio brusco de las reglas del juego a mitad del partido. Desde entonces, seguimos perdiendo batalla tras batalla en las cortes de arbitraje de medio mundo; dolorosas derrotas traducidas en facturas millonarias y, lo que es casi peor, en un alarmante descenso en la cotización que fija el prestigio-país. El buenismo de nuestros gobernantes, la pretensión irreal de forzar al margen de las circunstancias una transición a un nuevo modelo energético, nos está saliendo carísima a los españoles.
Este Gobierno se ha especializado en crear dos problemas cada vez que intenta solucionar uno anterior, pero antes, cuando estaba Iván Redondo, se notaba menos
Lejos de facilitar ese tránsito hacia un consumo más sostenible, Zapatero lo acabó entorpeciendo al no contar con los condicionantes del entorno económico, con la cruda realidad, lo que provocó una aceleración de déficit tarifario, que en 2015 había acumulado una deuda de 36.638 millones de euros, de los que desde 2000 se habían amortizado 11.728 millones y se habían pagado otros 6.000 en intereses. Cifras absurdas para un país que algunos se han empeñado en convertir en absurdo de forma irreversible; un país que importa el 75% de la energía que necesita y que, por tanto, añade a los enormes gastos financieros de un modelo ficticio, los riesgos de la volatilidad del mercado. A la vista está.
Y ahora viene Pedro Sánchez a ahondar en un problema que empieza a pesarnos en exceso, el de la inseguridad jurídica, a ensuciar más de lo recomendable la marca España, y a contarnos otro cuento, el de la justicia social, ese que dice que no hay nada de confiscatorio en la decisión de eliminar determinados ingresos de las compañías eléctricas, ingresos respaldados por la legislación vigente; que esto no va de eso, sino de defender al consumidor, de proteger a los más débiles, de no frustrar la recuperación. Pero luego, al leer la letra pequeña, nos enteramos de que no es exactamente así; de que la rebaja en los recibos de los próximos seis meses la pagaremos después. Como dice Luis Garicano: “Ha nacido un nuevo déficit de tarifa, el del gas”.
Una de las principales secuelas de la crisis eléctrica es que también está desnudando el déficit de gobernanza y evidenciando que entre la imprevisión y la imprudencia no hay apenas trecho
Va a ser verdad que Iván Redondo era muy bueno en lo suyo, y que, en su ausencia, el ilusionismo de Moncloa ya no da ni para medio telediario. Este Gobierno se ha especializado en crear dos problemas nuevos cada vez que intenta solucionar uno viejo, pero antes se notaba menos. Una de las principales secuelas de la crisis eléctrica es que también está desnudando el déficit de gobernanza; está evidenciando cómo entre la imprevisión y la imprudencia no hay apenas trecho; y que con esta política de la patada a seguir, que ya vendrán otros a pagar la factura, nos deslizamos peligrosamente hacia la argentinización de la política, a eso que en este periódico Juan T. Delgado ha definido como “el viaje peronista de Sánchez con España como víctima”.
En este monumental aprieto energético -y social- en el que nos encontramos, ha faltado valor pedagógico, conocimiento de la realidad, y ha sobrado amateurismo político y populismo doctrinal, valga el oxímoron. El problema es que no hay indicio alguno de que se quiera rectificar, de asumir el coste de explicar la verdad o aprovechar para ir modificando hábitos de consumo que están por encima de nuestras posibilidades. El problema es que, aupado en el respaldo del Banco Central Europeo y en la promesa de los fondos Next Generation EU, Sánchez sigue instalado en una euforia que no se justifica, sigue empeñado en construir una realidad paralela, inexistente.
Lo acaba de expresar con meridiana claridad otro exministro, Jordi Sevilla: “A lo que estamos viviendo estos meses no podemos llamarlo recuperación, es sólo un ‘regreso a la media’ que se convertirá en recuperación cuando hayamos vuelto al nivel de 2019 y empecemos a crecer a partir de ahí”. Clarito como el agua. Pero nos seguirán contando cuentos. Hace años se nos (les) fue la olla. Y sigue sin aparecer.
La postdata: lo del Emérito va para largo
Periódicamente, hay quienes sitúan bajo sospecha la investigación que tiene abierta la Fiscalía sobre las actividades “paralelas” del Emérito. Principalmente los socios de gobierno y otras formaciones políticas, que no ocultan su republicanismo. La acusación que on y off the record repiten es la de una ralentización deliberada de las pesquisas, lo que molesta especialmente al grupo de fiscales que se ocupan de un caso a cuya resolución en nada ayudan ni las prisas ni mucho menos las presiones políticas.
El hecho de que para una mayoría de diligencias haya habido que activar comisiones rogatorias, la gran cantidad y complejidad de la documentación que ha de analizarse y la imprescindible prudencia con la que se debe actuar en un asunto que no solo afecta a un exjefe del Estado sino al prestigio de España, son las únicas razones de una tardanza que no es tal.