Opinión

El fin del victimismo

Un refrán muy popular dice que “quien no llora no mama”, pero en los últimos tiempos esas palabras parecen el leitmotiv que nos guía hacia tal decadencia que la invasión de los bárbaros casi se antoja redentora. Hace miles de años logramo

  • Óscar Puente

Un refrán muy popular dice que “quien no llora no mama”, pero en los últimos tiempos esas palabras parecen el leitmotiv que nos guía hacia tal decadencia que la invasión de los bárbaros casi se antoja redentora. Hace miles de años logramos salir de la cueva gracias a que algunos sintieron curiosidad por saber qué había más allá y se lanzaron a explorar y conquistar; no nos quedamos sentados en la caverna esperando que alguien nos trajera la rueda.  Sin embargo, parece que ahora el mundo nos lo debe todo y ya nadie admira a los héroes: ir de víctima sale más rentable.

Antes, el concepto víctima necesitaba de un culpable: un asesino, un ladrón, un violador, un policía cabrón, un Estado autoritario, un rayo que cae del cielo… Pero en esta época en la que nadie es responsable de sus actos, víctima es cualquiera que así se sienta, incluso cuando su condición sea consecuencia de sus propios hábitos. Por ejemplo, las personas con sobrepeso ya no necesitamos seguir una dieta y hacer ejercicio, nos basta con acusar a los demás —médicos incluidos—de gordofobia. Y no son pocos quienes han encontrado en esto un medio de ganarse la vida; pensemos en todas las asociaciones feministas, antirracistas, LGTBI+, animalistas… Se podría decir que las mal llamadas oenegés son el cénit de la profesionalización del victimismo.

Pero no sólo se apuntan a esto los más vulnerables: también lo hacen los poderosos. El excelentísimo Sr. D. Óscar Puente, ministro de Transportes y Movilidad Sostenible y cacho pan que nunca se ha metido con nadie, se considera una víctima. Y el otro día le reveló a Carlos Alsina que, cansado de que le critiquen, tiene a su equipo recopilando los insultos que le dedican los columnistas. A lo mejor no sabe que es la prensa quien debe controlar al gobierno y no al revés, tal vez haya colgado en X la antología de sus agravios pensando que nos está ofreciendo un impagable servicio público; debería consultar cuáles son sus funciones a un tal Koldo, que es el que controla de esto. Pero utilizar el presupuesto —prorrogado— y el poder del Estado para atacar a los humildes escribidores es de cobardes. Y para facilitar la tarea subrayadora a los funcionarios que tanto nos cuestan, pongo todos mis insultos en fila india: malversador, quejica, cobarde y guapo. Guapísimo.

En su última actuación en el Senado, el ministro Escrivá se dirigió al presidente del mismo como quien se dirige a la seño para chivarse de que un senador del PP estaba hablando por teléfono y no le dejaba dar la lección

Otro que también se siente víctima es el excelentísimo Sr. D. José Luis Escrivá Belmonte, ministro para la Transformación Digital y de la Función Pública de España — mira que les gustan los cargos largos y rimbombantes, sólo con la lista del Consejo de Ministros se escribiría la columna ella solita—. Ya había dado fe de su soberbia y su mal carácter en algunas sesiones del Congreso, al que acude como si esperara coronas de laurel; y en su última actuación en el Senado se dirigió al presidente del mismo como quién se dirige a la seño para chivarse de que un senador del PP estaba hablando por teléfono y no le dejaba dar la lección. El popular, un maleducado que no guardó el debido respeto, finalizó la llamada, pero Escrivá ya no pudo parar su berrinche y, con una pataleta propia de un niño de tres años, cerró el micrófono y se negó a seguir hablando. Le faltó dejar de respirar. A veces me pregunto si los políticos de ahora son todos hijos únicos de padres separados.

Los adultos con dos dedos de frente sabemos que tras esta ola de victimismo hay siempre intereses espurios, ya sean crematísticos, políticos o de otra índole. Por eso ni siquiera los ricos y famosos se libran de la tentación de sentirse víctimas, sobre todo si las cámaras de Netflix te siguen a todas partes mientras graban un documental sobre tu vida: ¿visteis a Vinicius llorando por el racismo? ¿Oísteis a los periodistas aplaudiéndole como si acabara de escapar de la plantación de algodón? Black Live Matters y todo eso, pero no consigo sentirme culpable; quizá porque mi familia nunca tuvo esclavos. A mí lo que me gustaría saber es por qué nos gastamos lo que no está en los escritos en taxis marítimos y hoteles para los africanos y, también, quién se está enriqueciendo con este incesante tráfico de seres humanos.

Sin embargo, ha sucedido algo que me hace creer que esto de la victimización ya no da más de sí. Después de tantos años sometiéndonos, primero a la corrección política y más recientemente a la ideología woke, una víctima profesional ha venido a enmendar la plana a todo el zurderío, que diría Milei. En el programa de Susanna Griso, Serigne Mbaye —el podemita del sindicato de manteros— le ha dicho a la abogada Beatriz de Vicente que antes de ir a un plató debería formarse, porque llamarles “personas de color” o “personas racializadas” es racista. Loado sea el Señor, ¡ahora resulta que los negros quieren que les llamemos negros! ¿Podremos, por fin, volver a llamar al pan, pan y al vino, vino?

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