Contaba Fernando Sánchez Dragó en un artículo que el golpe de Estado de Tailandia le pilló en Bangkok, pero que fue tan incruento que se enteró por la prensa. Los militares tomaron el poder aquel 22 de mayo de 2014 de forma sigilosa, sin que nadie derramara muchas lágrimas por los gobernantes depuestos y sin que el ruido de sables se escuchara por encima del bullicio del divertido tigre asiático. Ni antes, ni después del levantamiento. Ciertamente, no hay nada peor que el bullicio para detectar las amenazas y adivinar las intenciones de quienes se acercan por el horizonte o acechan desde la retaguardia. Esta tarea cada vez resulta más complicada en esta España del Sexenio Revolucionario contemporáneo y online, en la que la anécdota, el chascarrillo y la ocurrencia han ganado posiciones de forma peligrosa en los espacios de toma de decisión.
El guión que se desarrolla en estos casos no resulta difícil de resumir: el malestar genera inestabilidad y esta última atrae a quienes tienen el don de la inoportunidad. Estos, son especialistas en los fuegos de artificio. La Junta Militar siamesa aprovechó la incertidumbre generada por el populismo de sus antecesores para alzarse y secuestrar las instituciones. Sus miembros propugnan un nacionalismo rancio que apela a recuperar la esencia noble del hombre tailandés (thainess) y que culpa a Occidente de algunos males que afectan al país. Dos mensajes con los que es fácil agradar al pueblo descontento, dado su impacto mediático.
En esta España, en la que las torres más altas de la transición amenazan con derrumbarse, la opinión pública es acechada por quienes también quieren aprovechar la incertidumbre para sacar tajada, como se ha podido ver en Cataluña. Y como se aprecia al comprobar el auge del amarillismo en algunos de los principales altavoces periodísticos. En este contexto de apogeo de la política-espectáculo, los partidos han orillado debates fundamentales y han comenzado a buscar golpes de efectos mediáticos y a pensar en fichajes de campanillas. Se miró entonces a la Casa de Saboya para sustituir a 'la reina de los tristes destinos' (curioso paralelismo); y se recurre ahora a Manuel Valls, cara visible del siempre débil gobierno de Hollande, para intentar avanzar por terrenos pantanosos.
Un diputado afirmaba recientemente, en una conversación privada, que la gestación de los nuevos partidos ha tenido lugar con unas dinámicas similares a las que se reprodujeron cuando populares y socialistas tuvieron que tomar las riendas del país, hace cuatro décadas. Las leyes de la política son universales y, llegado el caso, no difieren mucho de las que rigen la selva, ironizaba. “Yo ya he pasado varias cribas y podría caer en la siguiente. Y seguir puede que no dependa de mí mismo, sino de que asciendan o desciendan los miembros de una determinada facción; o de lo que venga de fuera”, añadía.
No faltan en la hemeroteca historias de fichajes de relumbrón a los que recurrieron los partidos tradicionales para tratar de obtener éxitos que, muchas veces, no llegaron. Visto con perspectiva, el efecto del gurú Pizarro o del justo Garzón –dentro y fuera del partido-, por poner dos ejemplos, podría compararse con el de un globo que se desinfla poco a poco con el paso del tiempo hasta que cae al suelo, desoxigenado. O el que explota antes de ser lanzado al aire.
Salvando las distancias -y teniendo en cuenta la diferencia entre Pizarro y Garzón-, el resultado electoral en estos casos fue similar al de Julio Rodríguez (ex Jemad) en Podemos, que alteró el orden dinástico de un partido en el que los intereses de sus monarcas son especialmente difíciles de conciliar y que no contribuyó, precisamente, a atraer votos hacia la formación. Desde luego, a veces resulta arriesgado elevar las caras por encima del programa en los procesos electorales. Entre otras cosas, por el daño que puede provocar en la credibilidad del partido. Por eso los ejemplos de fichajes que han conducido al fracaso dentro del forum magnum.
El caso de Valls
Hace unos días, saltaba la noticia de que Manuel Valls podría encabezar una candidatura de consenso al Ayuntamiento de Barcelona de cara a las próximas elecciones municipales. La idea surgió en un momento en el que los constitucionalistas tratan de desinflar el suflé independentista y en el que ya han comenzado las maniobras de cara a los comicios de 2019, en los que dejar la capital catalana en manos de los soberanistas tendría serias implicaciones políticas y morales para la tropa. "La idea de una candidatura, de un equipo, de un proyecto que sea una plataforma abierta, que no sea una plataforma de un solo partido, es lo que me interesa", dijo el otro día el aludido, lo que aclaraba que el proyecto pasa por conformar una coalición entre los partidos que se oponen a la secesión.
La gran coalición –a la que el PSC parece hacer ascos- serviría para escenificar unidad frente al separatismo. Sin embargo, alinear a todos los aliados en un solo frente entraña un grave peligro, no sólo por los problemas de gobernabilidad que entrañan estas uniones artificiales, sino porque supondría descuidar los flancos. Y por ahí se suelen colar los oportunistas en estas ocasiones. Tanto por la izquierda como por la derecha. Por otra parte, basta con echar un vistazo al pasado para cerciorarse de que este tipo de matrimonios han desgastado a los cónyuges en escenarios de alto voltaje. Un buen ejemplo es el que tuvo lugar en País Vasco durante la ‘era Patxi López’, que sirvió a los constitucionalistas para arrebatar la presidencia a los nacionalistas. En 2009, entre PP y PSOE lograron 38 escaños. En 2012, 26, es decir, 12 menos que en las anteriores y 1 menos que el PNV.
No faltan en la hemeroteca historias de fichajes de relumbrón a los que recurrieron los partidos tradicionales para tratar de obtener éxitos que, muchas veces, no llegaron.
En un momento en el que el Partido Popular parece haber iniciado un proceso de fragmentación que amenaza con hacerle saltar en mil pedazos, las encuestas han situado a Ciudadanos como la alternativa para el Gobierno de España y la prensa ha puesto el foco sobre sus líderes y sobre sus movimientos. En muchos casos, con la esperanza de que sea el partido regenerador. En este sentido, resulta difícil comprender esa política que ha seguido en varias ocasiones, consistente en buscar grandes impactos mediáticos con mensajes de vida corta y en acercarse a varias posiciones ideológicas. Como queriendo pescar votos en todo tipo de caladeros. La idea de seducir a Valls parece que surgió desde el cuartel general naranja.
Si el partido que aspira a gobernar España quiere evitar el ‘efecto burbuja’ que sufrió Podemos, quizá debería dedicar más esfuerzos a su proyecto –claro y sin concesiones a la corrección política- que a aparecer en las breaking news. Después de un buen tiempo a la deriva, por esa extraña confianza de Rajoy en que el paso del tiempo soluciona todos los problemas, lo que le ha llevado a la inacción, el país necesita un proyecto que permita hacerle levantar la cabeza y espantar determinados fantasmas. Y quizá eso no pase tanto por apostar por políticos del star system –aunque de regreso de tierras galas- ni por los grandes titulares para agradar a la turba como el debate sereno sobre el modelo de país que se quiere establecer y por el famoso “programa, programa, programa”.
A fin de cuentas, no existe rostro que no se haya abrasado por una exposición excesiva a la luz de los focos. Por eso la politica-espectáculo es cortoplacista y contraproducente. Que pregunten a Iglesias, Monedero y compañía. Y a tantos otros que cometieron el error de reclutar para sus filas a personas con más proyección mediática que experiencia en la gestión pública.