Vaya si tenía razón Marta Sanz al referirse a Juan Vilá (Madrid, 1972) como un alucinero literario. Se trata, sin duda, de un escritor al que no le importa estamparse contra la vitrina de novedades que se exhiben como bolsos de marca, es decir, objetos hechos por niños taiwaneses, que alguien vende como auténticas. Juan Vilá, sí señor: el escritor alunicero. Alguien dispuesto a volar en pedazos una historia si con eso consigue construir una novela de verdad, una capaz de empapar al lector, de sacarlo de la literatura inofensiva y profiláctica.
Si ya lo hizo con su primera novela, m (Piel de Zapa), repite ahora con una historia también furiosa. En aquella primera entrega, Vilá contaba la peripecia de un hombre que mata a otro e intenta deshacerse de su cadáver; con un detalle: ambos, enterrador y enterrado, están muertos. Con la sutileza y la fuerza de los buenos batazos en la nuca –de esos que matan sin hacer reguero-, Juan Vilá juega en este segundo libro la carta de la muerte como mecanismo igualador, resbalón en el que habrán de caer sin distingo verdugos y víctimas, porque él estará ahí para contarlo; y lo hará con toda la mala leche del mundo.
Juan Vilá está dispuesto a volar en pedazos una historia si con eso consigue construir una novela de verdad.
Narrada por un personaje del que sabemos poco –sólo que es periodista y que se mueve con desprecio en ambientes pudientes en los que remotamente se crió-, El sí de los perros ocurre en septiembre de 2010. Mejor dicho, en el transcurso de una noche de fines de verano de 2010. España ha ganado el Mundial de Fútbol a la vez que asiste a la demolición de sus pelotazos fallidos.
La anécdota que pone en marcha la trama ocurre en la boda que se celebra en una finca de la sierra de Madrid y a la que el narrador asiste sin mayor convicción que el odio que siente por todos los invitados: gente que se cree a salvo; hombres y mujeres emparentados por sueldos y bonus altísimos que no durarán toda la vida; ciegos que no imaginan lo que está a punto de ocurrir. Hasta el propio narrador ignora que se partirá el cuello al resbalar en una urbanización de chalets fantasmas que alguien ha dejado a medio construir. En esta novela las ruinas no están para decorar, sino para derrumbarse sobre los supervivientes.
Esta no es una historia de denuncia; no se lubrica con lagrimeo buenista. No tiene tiempo para eso, su ritmo es acelerado.
Con un tono directo y una prosa que no se anda con florituras ni sermones, Juan Vilá emplea varios planos: un pasado remoto donde conoceremos a un Foucáult castizo, inquietante personaje que sirve para entrar en refinados y decadentes ambientes; un presente ansioso que se libra como una batalla en la que todos forman parte del bando perdedor; y un último universo que se levanta ante el lector con la contundencia de las decisiones arbitrarias que llegan a buen puerto. Aunque uno podría caer en la tentación de pensar que existen guiños a la ciencia ficción, el apocalipsis en el que deviene la trama no ha hecho más que tejerse en las evidencias de una realidad delirante: la de una sociedad codiciosa y desaforada, incapaz de notar en su propio apetito el origen de su destrucción.
Eso sí, ojito: esta no es una historia de denuncia; no se lubrica con lagrimeo buenista. No tiene tiempo, su ritmo es acelerado. Cada frase está sincronizada con la siguiente como lo estaría una bala con otra en una cinta de proyectiles que una ametralladora en marcha engulle a toda prisa. No vinimos a esta novela a lamentarnos, tampoco a hacer un lavado de conciencia. No, no, no… Si Juan Vilá nos invitó a esta fiesta, fue para ajustar cuentas, para que no salgamos más tranquilos después de confirmar cuán mal están otros mientras señalamos con el dedito al terrible banquero estafador de jubilados. Aquí los malvados –los necios, los cretinos, los imbéciles- somos todos y solo seremos capaces de notarlo después de cerrar el libro y sacudir un poco la cabeza.
Ni buenos ni malos, acaso malos y peores. Una novela exagerada pero sin fundamentalismos. Una de esas que sí son políticamente incorrectas.
Sentado a una mesa con seis comensales cuyo nombre ni desea ni pretende aprenderse, el narrador ejecuta una preciosa carnicería. Uno a uno dedica una estampa, hasta completar un álbum de lisiados. “Es curioso: la generación mejor preparada de la historia de España no ha producido nada, absolutamente nada, ni una idea, ni una gran empresa, ni otro Corte Inglés, ni siquiera un Don Algodón, esa cosa tan tonta, tan colorida y tan de los 80. Ya no digamos un Facebook, un Steve Jobs, o similar. Evalúo los logros en función de sus propios valores. Los que tienen algo lo han heredado y si no, lo han conseguido especulando. El resto son burócratas, chupatintas, contables o comerciales de lujo que defienden sus privilegios a costa de joder a los demás”.
Ni buenos ni malos, acaso malos y peores. Una novela exagerada pero sin fundamentalismos. Una de esas que sí son políticamente incorrectas, de las que no podrían ganar nunca un Planeta porque de la ceremonia de entrega no saldría nadie indemne. Una historia sobre la realidad pero sin catequesis. Una carnicería, la misma en cuyas bandejitas de poliespan hemos rebañado, gustosos, todos estos años. Solo que ahora nos da asco. A Vilá no; ni un pisca. Por eso levanta un bosque de guillotinas en el jardín en el pastamos, todos, al sol.