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‘Mondo’ Duplantis y el vuelo del buitre moteado

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  • ‘Mondo’ Duplantis y el vuelo del buitre moteado

Armand Gustav Duplantis, al que todo el mundo conoce como “Mondo”, nació en la pequeña ciudad de Lafayette, en el Estado de Luisiana (Estados Unidos), el 10 de noviembre de 1999. Es el tercero de los cuatro hijos que tuvieron Gregory Duplantis, saltador de pértiga estadounidense, y su esposa Helena Hedlund, también deportista (se dedicó al heptatlón), nacida en Avesta, un pueblo del interior de Suecia. Ambos se conocieron en las competiciones deportivas y acabaron casándose.

Greg Duplantis (el apellido es francés, algo corriente en Luisiana; debería pronunciarse “duplantís”, pero cualquier a arregla eso ya) fue un muy brillante pertiguista, aunque nunca llegó a participar en unos Juegos Olímpicos. Pero tiene pasión por su deporte y, en cuanto el matrimonio tuvo su casa en Lafayette, Greg construyó en el jardín una pista para pértiga. Dicho así parece más de lo que es. En realidad se trataba de una especie de pasillo embaldosado abierto a machetazos entre los prolíficos arbustos del jardín; al final del pasillo había un agujero en el suelo forrado con algo duro, dos palos verticales cruzados por un travesaño que se podía subir y bajar, y una colchoneta de gomaespuma recubierta de tela. Esa era la “pista”. Ahí empezó todo.

Mondo, de pequeño, era un crío rubito y escuchimizado que no se estaba quieto un segundo. Lo que se dice un niño hiperactivo. Esto está profusamente documentado porque los padres, los dos, eran muy aficionados al vídeo casero y hay incontables horas de imágenes de la familia Duplantis desde que nacieron los chicos hasta ahora mismo. Mondo era, como tantísimos niños pequeños, un “monito de imitación” que repetía lo que veía hacer a los demás. Y si papi y sus hermanos mayores saltaban con aquellos palos largos en el jardín, pues él agarraba un palo de escoba y trataba de hacer lo mismo.

Pero había dos cosas que los monos no tenían. Desde el principio, desde que andaba por los tres años, Mondo demostró un extraordinario talento natural para la pértiga, algo fuera de lo común. Esa era la primera diferencia. La segunda era su carácter: el chiquitín odiaba perder, era terriblemente competitivo y sus berrinches cuando el saltito le salía mal eran terroríficos; le entraban tales accesos de llanto, de gritos y de hipo que todos pensaban que le iba a dar algo. Hay que decir que en eso no ha cambiado demasiado con los años.

El salto con pértiga es un deporte solitario, pero en Estados Unidos lo es todavía más. En un país con 300 millones de habitantes hay, literalmente, gente para todo, pero en el sur profundo donde vivían los Duplantis la pértiga era lo que se entiende por un exotismo. Dedicarse a saltar ayudándose de un palo flexible era tan popular como podría serlo dedicarse al cricket o a los bolos leoneses: nadie lo hacía y quien se dedicaba a ello con el ahínco que mostraba Mondo quedaba inmediatamente clasificado como “raro” por los compañeros de la escuela o del instituto. Son dolorosos los vídeos en que se ve a Mondo, un crío de trece o catorce años, lograr un salto por encima de los cuatro metros mientras lo observan sus compañeros, vestidos todos con los uniformes de los deportes decentes (el béisbol, el fútbol americano); Mondo tiene que aplaudirse a sí mismo porque nadie más lo hace, todos lo miran con cierta lástima y luego se van… seguramente a comer hamburguesas, que es lo que hacen los adolescentes típicos de las series de televisión norteamericanas.

Esa fue una dificultad añadida. Desde que superó con toda claridad a sus hermanos, y eso fue en la primera adolescencia, Mondo Duplantis no tenía con quién competir. Su único rival era el travesaño… y las leyes de la Física, que lo son todo en este deporte. El resultado depende de la velocidad en la carrera (18 pasos que ahora son 20), la dureza y/o flexibilidad de esa ligera barra hecha de fibra de carbono y de vidrio, la fortaleza física al dar el salto, el giro exacto en el aire y el cálculo preciso de la parábola para que ni los pies, ni las rodillas, ni el vientre ni los brazos rocen el travesaño. Algo mucho más difícil de lo que parece. Contra eso competía Mondo Duplantis. Y durante mucho tiempo, contra nada ni contra nadie más.

Tenía sus héroes, como todo el mundo. El legendario ucranio Sergéi Bubka, un presunto extraterrestre que había dejado el récord mundial en unos inalcanzables 6,14 metros, se había retirado mucho antes de que Mondo Duplantis naciese. Pero ahí estaba Renaud Lavillenie, el célebre pertiguista francés, que estaba no solo en activo sino en lo mejor de su carrera. Probablemente Mondo era el único chaval norteamericano que tenía un poster de Lavillenie en su cuarto. Le conoció personalmente (y lo primero que hizo fue pedirle un autógrafo) en 2013, en el famoso mitin de Reno, en Nevada, donde se reúnen unos 2.000 pertiguistas de todo el país (y de todo el mundo) ante la mirada de escepticismo de los nativos locales, que siguen convencidos de que esa gente no está bien de la cabeza y que alguien que no se dedica al béisbol o al fútbol o al básquet no puede ser un buen americano.

¿Lo era Mondo? Todavía no se afeitaba cuando tuvo que decidirlo. Tenía, por el origen de su madre, las dos nacionalidades, estadounidense y sueca. La familia pasaba las vacaciones de verano en Uppsala, Suecia, pero Mondo apenas hablaba el idioma: él había nacido en Luisiana. Sin embargo, la popularidad del atletismo (y en especial del salto con pértiga) era inmensamente mayor en Suecia, y en toda Europa, que en América. Para elegir qué atletas irán a los Juegos Olímpicos, en Norteamérica se celebra un “trial”, un concurso que dura uno o dos días. El que gana, se clasifica; el que pierde, se queda en su casa. Es algo parecido a unas oposiciones, no puedes tener un mal día. En Suecia, sin embargo, miden toda tu carrera, tus logros anteriores, y con todo eso deciden. Además, los suecos (seguramente con toda intención) nombraron a Greg Duplantis, el padre y entrenador de Mondo, seleccionador nacional del equipo sueco de pértiga. Y el chico ya no tuvo dudas: competiría por Suecia. En EE UU hubo quienes le llamaron traidor y vendido, pero nunca cambió de opinión. Total, para el caso que le hacían en América…

Había un problema más para el éxito de Mondo: su edad. En la famosa competición de Reno de 2013, cuando superó el listón por encima de los cuatro metros, el chico tenía catorce años. Se había vuelto un adolescente rebelde, contestón e irascible, más aún que antes. Sabía (como sabe hoy) que su padre daría la vida por él, que le debe todo lo que es, pero son dos caracteres muy fuertes. Discutieron. Su padre estaba temblando de indignación cuando dijo: “Está insoportable. Insoportable. Insoportable”. Y añadió una frase imposible de superar: “Hablar con él es peor que discutir con Elton John”.

Pero era el Mozart de la pértiga. Tenía la edad, la vanidad, la petulancia, la ambición… y el inmenso talento que tenía Mozart a su edad. Eran los tiempos en que su madre, una auténtica heroína, conducía durante veinte horas para llevar al chaval a una competición, algo que conmovía profundamente a Mondo. Y este no tardaría en conocer a una persona providencial en su vida: el norteamericano Sam Kendricks, por entonces rey indiscutible de la pértiga en el mundo. Se hicieron muy amigos. Lo siguen siendo hoy. Es curioso esto: los pertiguistas norteamericanos de primer nivel son tan pocos que se quieren mucho entre ellos, se animan mutuamente y no se tienen malas envidias, porque saben que el rival no es otro deportista sino el listón que hay ahí arriba. El pertiguista no compite contra otro tipo sino contra sí mismo… y contra las leyes de la Física, como queda dicho.

Mondo sabía –se lo había dicho su padre– que en la pértiga hay una altura por encima de la cual está la gloria, la elite, y por debajo de esa altura está el resto del mundo: los 5,80 metros. Los superó a los 17 años, en Texas. Ganó el campeonato europeo sub-20 en 2017 y el mundial al año siguiente. Y el chaval, que acababa de cumplir los 18 años, se plantó en los campeonatos de Europa de Berlín, en la categoría absoluta (fue en 2018), y no solo superó a su ídolo de siempre, el francés Lavillenie, sino que voló sobre un listón colocado a 6,05 metros. La gente enloqueció, como es natural, porque lo que estaba viendo era de todo punto imposible. Un niño que aún fingía afeitarse (porque no tenía en la cara mucho que afeitar) acababa de saltar solo nueve centímetros menos que el récord mundial del legendario Sergéi Bubka. En 2019, en el Mundial de Doha, quedó segundo, por detrás de su amigo Sam Kendricks. Los dos saltaron lo mismo, 5,97 metros, pero Mondo había cometido un salto nulo y Sam no. Así que el oro fue para Kendricks. Las lágrimas del adolescente Duplantis (todo el mundo le llamaba así) fueron extraordinariamente amargas. Seguía sin saber perder.

Y en ese momento sus padres (los dos, pero la bronca se la llevó Greg) le dijeron que era el momento de parar. Que era muy bueno, eso no lo discutía nadie, pero que a causa de su juventud le faltaba fondo físico y sobre todo madurez mental para enfrentarse a la profesionalidad y para lanzarse a la vorágine de unos Juegos Olímpicos. Que tenía que entrenar más y que, sobre todo, tenía que dejar de ser un niño caprichoso. Era 2019. Mondo armó uno de los peores estrépitos de toda su vida, pero pasó un año en la Universidad de Luisiana (apenas a una hora de su casa) y aquello fue mano de santo.

Mondo, en 2020, tuvo tiempo de batir por primera vez el récord del mundo, que tenía Lavillenie, con un salto estratosférico de 6,17 metros. Los Juegos de Tokio estaban a la vuelta de la esquina… o eso parecía hasta que apareció la pandemia de la Covid-19 y el mundo se paró durante un año. ¿Qué hizo Mondo durante el confinamiento? Pues volvió a la casita de sus padres en Lafayette, agarró el machete, desmochó a mandobles las plantas que habían invadido el pasillo embaldosado del jardín, le sacó el polvo a golpes a la colchoneta de gomaespuma y se puso a saltar con sus célebres pértigas amarillas (es el único que usa ese color “maldito” para las pértigas). Y cuando la pandemia aflojó y en 2021 se celebraron los Juegos de 2020, en Tokio, Mondo voló sin aparente esfuerzo hasta los 6,02 metros y se llevó su primer oro olímpico.

A partir de ese momento, Mondo Duplantis comenzó a competir nada más que contra sí mismo y contra la ley de la gravedad definida por sir Isaac Newton. Todos los demás pertiguistas, empezando por su amigo Kendricks, sabían que era inalcanzable. Batía el récord del mundo (su propio récord, naturalmente) un par de veces al año, en sucesivos mítines, encuentros o campeonatos, que le proporcionaban unos ingresos muy cuantiosos. En junio de este mismo 2024 recordaba una pregunta que hizo en clase el profesor de secundaria, en 2017, cuando Mondo era un adolescente: “¿Qué pensáis hacer en 2024?” Los alumnos respondieron casi todos lo mismo: terminar la universidad, buscar trabajo, independizarme de mis padres, cosas así. Solo uno dijo: “En 2024 hay Juegos Olímpicos, ¿no? Pues yo voy a ir y voy a ganar la medalla de oro”. Los demás, como siempre, miraron con cierta compasión al “rarito” de la clase.

Pero fue exactamente lo que hizo. Armand Gustav Duplantis se plantó en el abarrotado Estadio de Francia, agarró su pértiga amarilla, echó a correr (veinte zancadas), despegó del suelo y se llevó la medalla de oro con el salto de pértiga más visto de la historia. Batió una vez más el récord mundial y lo dejó en 6,25 metros. Viendo con detalle aquel salto, se aprecia con claridad que Mondo pasó bastante por encima del listón; digan lo que digan las leyes de la Física, no es en absoluto arriesgado aventurar que el atleta de apenas 24 años podría llegar, y no tardando, hasta los 6,30 metros, algo que a día de hoy parece muy por encima de las capacidades humanas.

Pero es que falta por comprobar que Mondo Duplantis sea un ser humano. Hace tiempo que le llaman el “ovni”.

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El buitre moteado, o buitre de Rüppell (Gyps Ruepelli) es un ave accipitriforme de la familia de las accipítridas, lo cual es perfectamente lógico porque si no fuese así podría ser muchas cosas, pero no un buitre.

Como buitre, hay que admitir que es bastante corriente. Tiene una vista extraordinaria, como todos los de su especie. Se alimenta de carroña, también como todos. Tiene el cráneo pelado, sin plumas, para facilitar la entrada de la cabeza en el interior de los cadáveres: lo mismo que los demás buitres. Vuela casi siempre planeando y aprovecha para ello las corrientes térmicas. Vamos, que es un buitre de reglamento.

¿Qué es lo que le hace singular y merecedor de su comparación con Mondo Duplantis? Pues es muy fácil: vuela más alto que ningún otro pájaro. En 1973, un avión que sobrevolaba el norte de África chocó contra un buitre moteado… a 11.277 metros de altura. Jamás se había visto a un animal elevarse tanto: ni siquiera a las grullas o a los ánsares indios, que cruzan el Himalaya… por encima de las cumbres.

El buitre de 1973 falleció en el intento, como sin duda ustedes habrán adivinado ya. Pero conserva desde entonces la medalla de oro. Por eso se le recuerda.

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