Opinión

La enfermedad populista tiene cura democrática

Tienen por misión destruir nuestras instituciones sin que se vea por ningún lado posibilidad alguna de un nuevo y mejor orden civilizador.

  • El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz. -

    Los fenómenos políticos populistas tan de moda y desestabilizadores del orden democrático liberal de Occidente han dado lugar a un sinfín de investigaciones y análisis acerca de su razón de ser; pero casi ninguno para remediarlos y ponerles fin.

   En general, como se suponen expresiones democráticas –aún  totalitarias– de la política, se tratan con una voluntad de comprensión que se compadece mal con los designios de estas, que no es otro que subvertir –con diversas finalidades– el orden político liberal que ha vertebrado los mayores logros de toda la historia de la humanidad. Cuando una alianza populista  -caso actual de España- se hace con el poder, asume totalitariamente que es para siempre, pues reniega abiertamente de la posibilidad de alternancia –“pacto del Tinell”- en el poder, como estamos viendo estos días en Venezuela

   Todos los análisis bienintencionados para encontrar las razones que pueden justificar la aparición del populismo suelen coincidir –como incomprensiblemente sostiene ahora el antes lúcido Fukuyama- en una cierta quiebra moral del capitalismo, su creciente y escandalosa desigualdad, las crisis financieras resultantes de una falta de regulación de los mercados, la globalización, la inmigración, las castas dominantes, etc. Frente a estas acusaciones –veremos que empíricamente infundadas- generadoras de desconfianza en nuestra instituciones, todo lo que ofrecen son “promesas simplistas y poco constructivas” según Gaspar Ariño en su ensayo Populismo y democracia, (2016), quien añade que “el populismo es esencialmente revolucionario”.

   Con los datos en la mano, la emergencia de los populismos ha venido a coincidir con el periodo de mayor y más inclusiva prosperidad social de la historia de la humanidad: la población, el empleo y la riqueza per cápita han crecido más en las últimas décadas que en siglos anteriores, mientras que la pobreza extrema ha decrecido espectacularmente y la esperanza de vida ha crecido más que nunca. Durante estos últimos años, los más beneficiados han sido los más pobres de la tierra, todo ello gracias a la caída del comunismo -trasfondo intelectual de muchos populismos de ahora- y la expansión del capitalismo. Cosa curiosa: el populismo progresista -el más abundante- lejos de felicitarse de la asombrosa inclusión de millones de pobres en la senda del progreso económico y social, solo se fija en las desigualdades de los países más ricos. Por cierto, los más ricos del mundo que tanto disgustan a los populistas de izquierdas y tanta desigualdad engendran, solo se quedan –debidamente medido por el premio Nobel de Economía 2018, Nordhaus,- con menos del 3% de la riqueza que crean.

En contra de lo que publicitan los populistas de izquierdas, la crisis de los bancos privados no la pagó el Estado, sino sus inversores. El Estado sí ayudó a evitar las quiebras de las cajas, controladas todas por los políticos

   Cuando los populistas acusan al libre mercado de las crisis financieras, ocultan que se trata de un mercado especialmente hiperregulado y que la crisis de 2008 la generaron dos instituciones públicas de EEUU creadas para dar préstamos hipotecarios a quienes no podían pagarlos. Además, en contra de lo que publicitan los populistas de izquierdas, la crisis de los bancos privados no la pagó el Estado, sino sus inversores. En el caso español, el Estado sí ayudó a evitar las quiebras de las cajas, controladas todas por los políticos. Los bancos privados asumieron las suyas a través de sus accionistas.

   En realidad, los populistas carecen de alternativas paradigmáticas al estado democrático de derecho liberal y al libre mercado; mientras que cuando alcanzan el poder, la decadencia económica y social es su razón de ser –como en España–  en tanto que en la Hispanoamérica de nuestros días, sus desastres están a la vista.

   Los populistas, ajenos a todo contraste empírico de sus calamitosas visiones de la realidad amparadas en los viejos y fracasados tópicos marxistas o fascistas, y orientados a cultivar los peores sentimientos y bajas pasiones –con la envidia como principal bandera– tienen por misión destruir nuestras instituciones sin que se vea por ningún lado posibilidad alguna de un nuevo y mejor orden civilizador.

Enemigo del progreso

   En España, al populismo de izquierdas se le ha añadido el nacionalista filoterrorista y el xenófobo, y de la mano del actual y “populizado” PSOE, han conformado una extravagante coalición política, jamás experimentada en ningún país civilizado, cuyo quehacer político no puede ser más disparatado y por tanto enemigo del progreso de la nación. Que el sagrado Estado de Derecho de la nación más antigua del mundo se encuentre vilipendiado, cuando no suspendido, en razón de la voluntad de quienes representan una minoría de los votos de las últimas elecciones es algo tan inaudito como suficiente para que la gran mayoría de españoles digamos basta.

   Llegados a este punto, los que no somos populistas -sin duda la gran mayoría de la población- debiéramos preocuparnos de afrontar este desafío, que por increíble que parezca es muy sencillo de resolver. La solución la vino a ofrecer un  referente mundial como sabio filósofo político, Giovani Sartori, quien poco antes de fallecer en 2017, nos legó un ensayo, La carrera hacia ningún lugar (2015), cuyo tercer capítulo tituló “El sistema electoral perfecto existe”. Es el mayoritario de doble vuelta. En la primera vuelta funciona como un sistema proporcional en el que todos los electores pueden expresar su primera preferencia. En la segunda, quienes no votaron al ganador de la primera pueden escoger al candidato que menos le desagrade. Sartori remata su propuesta con una premisa: deben estar prohibidas las coaliciones.

Los sistemas electorales mayoritarios son el gran antídoto contra los populismos, mientras que los proporcionales han destruido políticamente Italia y favorecido coaliciones Frankenstein como aquí

   Este sistema, justamente utilizado en los países de mayor tradición democrática, excluye que las fuerzas políticas extremistas, es decir las populistas, puedan gobernar como ahora en España. Y menos aún que puedan atropellar el Estado de Derecho en contra de una amplia mayoría social.

   ¿Por qué ni han existido ni pueden existir partidos populistas en el Reino Unido, la democracia liberal más antigua del mundo? Porque tales partidos políticos son necesariamente pequeños, pues sus patrañas tienen un alcance limitado y sus votantes es absolutamente improbable que puedan llegar a alcanzar la gran mayoría de la población. Por tanto, los sistemas electorales mayoritarios son el gran antídoto contra los populismos, mientras que los proporcionales han destruido políticamente Italia y favorecido coaliciones “Frankenstein” como aquí.

   De este modo, todos los partidos populistas, sobre todo comunistas y nacionalistas, dejarían de tener la corrosiva influencia que han venido practicando hasta ahora y España podría mirar al futuro con renovado optimismo. El gran obstáculo para llevar a cabo esta necesaria metamorfosis de nuestro sistema político es el PSOE, que confundido -e incluso “soldado o aleado”- con los partidos declarados enemigos de la Constitución e incluso de España, ha perdido personalidad propia para colaborar libremente y con grandeza –como en tiempos de la Transición– a la necesaria reconstrucción de nuestro mejor futuro democrático.

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