La invasión de Ceuta por miles de ciudadanos marroquíes es un hecho de gravedad extraordinaria. Primero porque los antecedentes conocidos distan mucho de aproximarse, en número y en circunstancias, a la situación extrema que se está viviendo en esa ciudad autónoma. En segundo lugar, y es aquí donde radica la excepcionalidad de esta anómala situación, por el provocador exhibicionismo con el que las autoridades marroquíes han querido hacer evidente su intolerable pasividad.
Preservar la integridad territorial de España, y defender sus intereses allá donde se vean amenazados, han de ser principios inalterables cuya vigencia debe garantizar cualquier gobierno, sea este del color que sea. Es el mandato constitucional el que inspira tales principios, el que legitima al presidente del Gobierno, tal y como ha subrayado Pedro Sánchez en su declaración institucional, a mantenerse firme “ante cualquier desafío” y denunciar ante sus socios europeos y el conjunto de la comunidad internacional la diplomacia de amenazas sistemáticas y periódicos chantajes que desde hace décadas viene practicando Marruecos.
Es evidente que tales chantajes le han salido más caros, si no imposibles, a Rabat cuando en Madrid ha gobernado un Ejecutivo sólido y con las ideas claras en política exterior, caso del Gobierno de José María Aznar. Mohamed VI sabe muy bien, por el contrario, a quién se enfrenta en esta ocasión. A un presidente cuya debilidad no puede ser más notoria; un presidente sostenido por unos socios de gobierno a quienes el aludido en ningún caso podría pedir respaldo a la hora de garantizar la integridad territorial de España, porque todos ellos se mostrarían felices con su descarrilamiento; un presidente que, por añadidura, desde el pasado 4 de mayo lleva plomo en las alas, algo que saben en todas las cancillerías del mundo.
El continuado deterioro de la gestión de la diplomacia española es uno de los factores que en parte explica la altivez e imprudencia marroquí
Dicho esto, y señalado sin asomo de duda al principal responsable de una crisis de consecuencias imprevisibles, sería contraproducente alinearse con aquellos que plantean como única respuesta la ley de la acción-reacción; o justificar a quienes tengan la tentación de buscar un enemigo exterior y utilizar el trance para solventar aprietos de índole interna. Que el reino alauí siga teniendo evidentes carencias en materia de libertades o derechos humanos, no cambia ni su realidad geopolítica ni la relevancia que el mantenimiento de su estabilidad tiene para nuestro país.
Marruecos es culpable, pero el Gobierno Sánchez no es inocente: el empeño del socialismo español en deteriorar gratuitamente las relaciones con Estados Unidos, socio preferente de Rabat -recuérdese la patética imagen de Rodríguez Zapatero sentándose ostensiblemente al paso de la bandera norteamericana -; el notorio posicionamiento anti atlantista de los socios de Sánchez, que tampoco andan muy lejos de la entrada clandestina en España del líder del Frente Polisario, la gota que parece haber colmado el vaso; la pérdida de protagonismo internacional del Rey, ninguneado por el actual Ejecutivo; o la penosa gestión de nuestra diplomacia, del brazo de la incapacidad que para la alta política viene demostrando la actual ministra de Asuntos Exteriores, ese desastre con patas que responde al nombre de Arancha González Laya, son solo algunos de los factores que en parte explican la altivez e imprudencia marroquí.
Mantener la firmeza frente a lo que a todas luces es una provocación en toda regla, conminar al cumplimiento inmediato y exhaustivo de los acuerdos de readmisión de ilegales que los ministerios de Interior de España y Marruecos firmaron en 1992, en tiempos de José Luis Corcuera, y activar al máximo todos los canales diplomáticos a nuestro alcance, incluida la exigencia de una mayor implicación por parte de la Unión Europea, son las medidas que se esperan de un Gobierno y de una oposición cuyo principal objetivo no sea sacar rédito político de la crisis, sino rebajar la tensión y asegurar la protección de ceutíes y melillenses.