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Todos los poderes del estado

Mi abuela Nina era mala. No me importa reconocerlo. Pero no una mala normal, ¿eh? Era mala-mala-mala, mala de sudar frío, mala de dar miedo, más mala que los personajes de Bette Davis, más mala que Djokovic,

  • Isabel Díaz Ayuso durante su comparecencia en el Consejo de Gobierno.

Mi abuela Nina era mala. No me importa reconocerlo. Pero no una mala normal, ¿eh? Era mala-mala-mala, mala de sudar frío, mala de dar miedo, más mala que los personajes de Bette Davis, más mala que Djokovic, más mala que el cabrero y que lady Macbeth y que las canciones de Georgie Dann y que los ataques de gota y que Putin. Era, además, una mala deportiva, género de maldad rarísimo: no sacaba nada en limpio, no obtenía nada sustancioso de su perversidad, pero es que le gustaba hacerle putadas a la gente, se lo pasaba muy bien con eso. Le daba lo mismo a quién: a su marido, a mi padre y sobre todo a mi madre, a la que hacía la vida imposible. O a mí cuando tenía nueve años, que me enseñaba una moneda de cincuenta pesetas y gimoteaba: “¡Mira! ¡Esto es todo lo que nos deja tu padre para comer!”. Claro, yo odiaba a mi padre. Eso era lo que ella pretendía.

Era una mala consciente de serlo; una mala contumaz, pertinaz y a propio intento, pero tenía una extraña virtud: lo disimulaba estupendamente. No te dabas cuenta de su malignidad hasta que la cosa ya no tenía remedio, hasta que llegabas con papá a buscarla, el día de Nochebuena, a la residencia donde se empeñó en vivir en sus últimos años; y las monjas aquellas, ante nuestro absoluto asombro, nos trataban como a criminales y nos gritaban cosas horribles, convencidas por la abuela de que no queríamos tenerla con nosotros esa noche porque la odiábamos. Así que había hecho venir desde Gijón a unos amigos suyos para que la acogiesen por unas horas. Era todo mentira, desde luego, pero los fingidos gimoteos de aquella arpía habían convencido a las monjas, a los amigos de Gijón y al sursum corda. Y nos amargaba la Nochebuena a todos. Que también eso era lo que ella pretendía. Menudo bicho.

Yo no sé si Isabel Díaz Ayuso es mala. Tengo la clara sensación de que sí, pero no la conozco lo suficiente como para formarme una opinión firme. En cualquier caso, sería una mala de tipo diferente. Ayuso no es, ni de lejos, tan lista como la “señá Nina”, ni tiene su paciencia –quizá tampoco su tiempo– para urdir perversidades. Es una mala, por lo tanto, más dada a la repentización y a la improvisación que al cálculo y la estrategia. Para esto es indispensable una condición: estar firmemente convencida de la propia inteligencia, que ella tiende a creer –como todos los malos rápidos e irreflexivos– muy superior a la del resto de la gente que camina por la calle.

Como Pinocho, ha cobrado vida, ha olvidado que es de madera y toma decisiones por sí sola. Como Sancho Panza, ha creído de buena fe que ella es la gobernadora de la ínsula Barataria.

Ahí está su error. Ayuso ha olvidado –yo creo que deliberadamente; eso es necesario para la propia autoestima– que ella no empezó como persona sino como personaje, lo que los británicos llaman un character: una ficción inventada por Miguel Ángel Rodríguez para controlar los acontecimientos por persona interpuesta. Pero, con el paso de los años, esta indoblegable mujer ha aprendido a conducirse con extraordinaria soltura y hace ya tiempo que tiende a prescindir de los hilos que antes la movían. Como Pinocho, ha cobrado vida, ha olvidado que es de madera y toma decisiones por sí sola. Como Sancho Panza, ha creído de buena fe que ella es la gobernadora de la ínsula Barataria.

Eso es siempre peligroso, como bien aprendieron Pinocho y Sancho, porque la realidad es tozuda y tiende a permanecer. Ayuso, desde sus inicios convencida por MAR de su inmensa valía, desarrolló una ambición ilimitada y tiró siempre por elevación, mucho más allá de lo que se veía en el horizonte. Sus rivales –decidió ella– siempre estaban en lo más alto, no en las inmediaciones domésticas de su territorio de caza. Fue empapándola un profundo desprecio por todo lo que se le oponía. Antes no, pero ahora se le nota en la cara, en la voz y en el gesto.

Yo creo que la última vez que tembló de ira, que echaba fuego por los ojos, fue cuando se revolvió contra Pablo Casado y Teodoro García Egea, ¡queridos compañeros! que pretendían atraparla en un caso familiar de corrupción para desactivarla. Ella desenvainó la lengua, que la tiene como una daga veneciana, y se puso al frente de una terrible conjura shakespeariana que descabezó a su partido, descabezó también –políticamente– a sus rivales y puso al PP en manos de Núñez Feijóo. Alguien a quien ella siempre ha considerado un intermedio, un Franz von Papen, un Berenguer o un telonero: alguien necesario, sí, pero irritantemente previo a su propio triunfo. Desde entonces, cuando Ayuso habla de sus enemigos –que no adversarios– políticos, y en nueve de cada diez ocasiones se refiere a Pedro Sánchez, no lo hace con la rabia de otros tiempos, con la energía de cuando era más joven; ahora no puede ocultar el asco, el desdén que siente por esa gentuza frente a la que ya se siente más que preparada para una reyerta en toda regla, de tú a tú.

Pero Pinocho era de madera, aunque no lo quisiese, aunque pretendiese ignorarlo. Díaz Ayuso está mostrando en estos días una flaqueza en el gesto, un temblor en la voz que no le veíamos desde hace años. Su antigua y permanente tendencia al victimismo se ha multiplicado de repente. En pleno marasmo del caso Koldo, que tiene a los socialistas con el agua al cuello, ha brotado el que a lo mejor acaba llamándose el caso novio, o el caso Alberto González, qué más da: un fraude fiscal de tamaño muy inferior al de Koldo García, 350.000 euros frente al pelotazo de casi 10 millones que logró Juan Carlos Cueto. Pero Ayuso, vehemente como es, sacó la cara por su pareja y lo negó todo. Demasiado apresuradamente, ahora se ve.

Cualquier persona, grupo político, organización del género que sea que tiene cosas que ocultar (es decir, casi todas), se dedica a investigar qué tienen escondido los de enfrente

Su reacción ha sido casi conmovedora: “Lo más turbio es ver a todos los poderes del Estado tratando de destruirme”. No exageres, bonita. Todos los poderes del Estado son muchos, desde el Rey a la Conferencia Episcopal, pasando por la CEOE, el Banco Santander y el palco del Real Madrid. No eres tan importante… todavía. Lo que ha pasado con la pareja de Ayuso es cualquier cosa menos nuevo. Vivimos en un país de villarejos. Cualquier persona, grupo político, organización del género que sea que tiene cosas que ocultar (es decir, casi todas), se dedica a investigar qué tienen escondido los de enfrente. Hay en este país dossieres suficientes para cortar las carreteras con mucha más contundencia que los tractores. Y, como sabemos desde hace ya mucho tiempo, la importancia de esos dossieres no es su contenido real, el volumen mensurable de sus miserias o de sus tropelías, sino el ruido que se consiga armar con ellos. Lo que cuenta, una vez más, no es la verdad de los hechos sino lo que la gente se crea.

Ayuso, entre cuyos defectos no se encuentra el de la compasión ni la piedad para con sus enemigos, está siendo ahora mismo víctima de un arma que ella ha utilizado siempre como nadie: la demagogia, entreverada con la crueldad personal. Y tiembla, y vacila, y la repugnancia por los “hijos de la fruta” que desde hace años llevaba pintada en la cara está volviendo a torcerse con las muecas de la ira. Esto del novio le ha dolido. Se le ha puesto la misma cara que se le puso a mi padre en aquella nochebuena en que la abuela Nina se fugó a Gijón dejando tras de sí una sarta de mentiras: la cara de quien está a punto de empezar a romper cosas de pura rabia.

No será fácil que este asunto de la “pareja” de Ayuso acabe con ella. Como Trump, del que tantas cosas ha aprendido y copiado, esta mujer es un animal político de primera magnitud, sea de madera o sea de carne y hueso, que eso tanto da mientras funcione. No sé por qué Díaz Ayuso, en trances como este, siempre me trajo a la memoria aquellos versos de Espronceda: “Sentenciado estoy a muerte… / Yo me río: / No me abandone la suerte / y al mismo que me condena / colgaré de alguna antena / quizá en su propio navío”.

Ni la pérfida abuela Nina, a quien Dios tenga en lo más profundo de su gloria, soñó jamás con llegar a tanto.

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