La ópera es, ha sido y será un espectáculo total. Ahora bien, esa misma condición provoca que sea casi imposible asistir a una representación absolutamente redonda, por la cantidad de ingredientes que entran en juego y las mil formas de combinarlos, que puede ser más o menos acertada, y eso sin contar con que en el instante de salir a escena, todo esté en perfecto estado de revista. Dicho esto, el estreno de la 28ª temporada del Teatro real vivido este lunes 23 de septiembre con la presencia de SSMM los Reyes de España, fue uno de esos momentos que quedará marcado como un hito en la memoria de los asistentes. Aunque resulte extraño, sólo una vez ha habido oportunidad de escuchar esta ópera en directo en la capital y fue hace cincuenta años en el Teatro de la Zarzuela con Montserrat Caballé y José Carreras. Esta elección constituye precisamente un homenaje al gran tenor catalán con ocasión de este aniversario.
Normalmente los títulos operísticos más populares y apreciados por los amateurs del género suelen ser también los más representados a lo largo y ancho de las escenas líricas mundiales. Una honrosa excepción la constituye esta Adriana Lecouvreur, de Francesco Cilea. ¿En qué radica ese aprecio por parte de los operómanos? Pues sin restar nada a su calidad intrínseca, que hace de ella una de las muestras más refinadas de ese movimiento que se dio en llamar verismo, probablemente se debe a que su exigencia vocal y la brillantez del papel protagonista ha atraído a algunas de las mayores divas, que hicieron de la Adriana uno de sus caballos de batalla. Nombres como Renata Tebaldi, Magda Olivero, Joan Sutherland, Renata Scotto, Raina Kabaivanska o Montserrat Caballé han marcado la historia de la interpretación de esta obra, por no hablar de sus partenaires masculinos: si el estreno el 6 de noviembre de 1902 en el Teatro Lírico de Milán corrió a cargo de Enrico Caruso, algunos de sus ilustres sucesores fueron Franco Corelli, Mario del Monaco, Carlo Bergonzi Jaime Aragall o José Carreras. Ahí queda eso. Entonces la pregunta lógica es por qué no se programa más, a lo que probablemente se podrían dar varias respuestas. En primer lugar, la exigencia de la que hablábamos requiere de un elenco de cuatro solistas de altísima calidad. Y en segundo lugar, quizá ese verismo no tan auténtico, no tan italiano sino muy teñido de carácter francés en cuanto a la orquestación y de la forma de estructurar la obra, que hace pensar en Jules Massenet, ha desconcertado tanto a intérpretes como a parte del público. No olvidemos que la temática también se aparta de ese verismo de pedigrí, porque evoca un siglo XVIII muy cortesano (mucho más que la Manon Lescaut de Puccini, nueve años anterior) y además el libreto se basa en una obra de Eugène Scribe, que era prácticamente el autor oficial de las óperas francesas de la primera mitad del XIX, pero que para finales del mismo siglo ya se consideraba démodé. A este respecto, no me resisto a aludir a las muy justas palabras de Nicola Luisotti, el director de esta Adriana del Real, que ante la pregunta de un periodista en la rueda de prensa sobre este verismo menos intenso, respondió que el verismo no existe en ópera, porque nadie va por ahí cantando. Otra cosa diferente es que haya verdad, como dijo, porque en el teatro hay mucha verdad sobre la vida.
Como es conocido, Adrienne Lecouvreur fue una famosa actriz del primer tercio del XVIII, célebre tanto por aportado un plus de verosimilitud a sus actuaciones en el marco de la Comédie Française como, sobre todo, por sus amoríos, entre quienes se contaron actores, nobles, militares o el propio Voltaire. Si fue asesinada o no por su rival, la Duquesa de Bouillon, es algo que nunca se pudo comprobar pero que cimentó la leyenda de la pobre Adrienne desde el mismo momento de su muerte. La trama de la ópera, digna de Alejandro Dumas padre -que de hecho dio cuenta de la enrevesada historia en su libro sobre la corte de Luis XV- se puede leer a varios niveles. El más superficial pero que constituye el entramado del argumento es la complicada historia de amor de Adriana con Maurizio de Sajonia y los celos que esto produce en la altiva, malvada y carente de escrúpulos Princesa de Bouillon. El segundo nivel sería el de la denuncia social: Adriana es asesinada no sólo por celos, sino porque es sólo una actriz que pretende rivalizar con un miembro de la nobleza y que llega a encararse pública y artísticamente con ella en la famosa escena del “Monólogo de los reproches”. Y por último, como dijo Joan Matabosch en rueda de prensa, esta obra es también un homenaje al teatro. No podemos olvidar que en ella se recitan fragmentos de Fedra y de Bajazet de Racine, haciéndonos vivir una suerte de metateatro.
La maravillosa puesta en escena de David McVicar recorre desde 2010 los teatros de todo el mundo, que no cesan de reclamarla y sigue fresca como el primer día. Subió al escenario del Liceo de Barcelona en 2012 y lo ha vuelto a hacer en junio pasado con gran éxito. Con un respeto estricto del tiempo y los espacios de la trama, constituye un ejemplo perfecto de cómo hacer puestas en escena actuales y modernas con pelucas y crinolinas. Y si lleva casi quince años siendo aplaudida allá donde va, por algo será (rejón indisimulado a muchos directores de escena que van de originales, de enfants terribles que se dedican a épater la bourgeosie y nos hastían hasta lo más profundo). Cito de nuevo al director artístico, Joan Matabosch que no dudó en afirmar que algunas de las puestas en escena más casposas que ha visto tienen a los personajes vestidos en tejanos. Para quien suscribe, que ha hecho su educación operística en la era del feísmo, de las sábanas y los uniformes militares (nazis, a ser posible), contemplar una escenografía y un vestuario como éstos no sólo es un bálsamo, sino que supone recuperar una ilusión por el espectáculo total que estaba no digo perdida, pero sí anestesiada. Por no hablar de la manía de traer a la actualidad cualquier obra -con bailecitos de rap, gorras con la visera hacia atrás y móviles incluidos, por ejemplo-, con la excusa de acercarnos los problemas y situaciones, como si los espectadores fuéramos incapaces de comprender lo eterno humano que subyace en las auténticas obras de arte.
Un escenario teatral preside la acción: en el primer acto se trata de la propia escena de la Comédie Française, que se nos presenta en segundo plano y nos sirve para ver la acción del Bajazet de Racine que se está representando mediante las sombras de los actores proyectadas en una cortina pintada con evocadoras cúpulas bulbosas. En un primer plano, los camerinos y las conversaciones de actores y “pretendientes”; en el segundo acto, nos encontramos en el palacio de la Princesa de Bouillon, cuya balconada es precisamente ese escenario completamente girado hacia nosotros, como metáfora tanto de los diversos engaños personales como del complot político que se urden en este complejo argumento; palacio y escena a un tiempo, en el tercer acto veremos que el salón de la Princesa se ha convertido en un teatro desde el que Adriana le echará en cara su comportamiento con un monólogo de Fedra de Racine; y por último, ese escenario aparecerá solo y vacío en el último acto, padeciendo el abandono de Adriana que, a su vez, se cree abandonada por su amado Maurizio. La presencia física del teatro inervando cada escena de la ópera es una idea absolutamente genial y realizada con un tino y buen gusto realmente admirables, que ha contado con la dirección de Justin Way como responsable de esta reposición. La escenografía de Charles Edwards recrea con el mismo acierto tanto la monumentalidad y el esplendor palaciego del XVIII francés como el ambiente que se vive entre bambalinas y en los bastidores, y el opulento vestuario de Brigitte Reiffenstuel no obvia ni el más mínimo detalle a cada personaje, sea principal o secundario -impresionante incluso en el precioso ballet del tercer acto, obra de Charles Edwards-, y juega con unas gamas de colores muy determinados que potencian el contexto de cada escena. Me detengo un momento en ese ballet del tercer acto que se desarrolla en el palacio de la Princesa de Bouillon, con toda la nobleza como público, y cuya temática es el juicio de Paris: el joven ha de dirimir cuál de las diosas es más bella y esa pugna sobre “el escenario del escenario” tiene su trasunto entre las dos rivales, Adriana y la Princesa, que se enfrentan por el amor de Maurizio de Sassonia. La delicadeza y al mismo tiempo la potencia del ballet, con una perfecta recreación de un teatro barroco francés y sus efectos visuales, es un asombroso momento de maestría teatral: ese Mercurio revoloteando, esa especie de Luis XIV oficiando una ceremonia mitológica y jugando con la manzana de oro y esa transparencia que nos deja ver una escena como un Poussin teñido de tenebrismo, son un auténtico regalo para la vista y la reflexión. Ese tercer acto es un prodigio de dobles intenciones: mientras Maurizio mantiene la atención de los aristócratas narrando sus batallas, otra guerra sorda está teniendo lugar en primer plano entre ambas mujeres simplemente a través de sus miradas y medidos gestos. La iluminación de Adam Silverman es una muestra más de perfecto trabajo: cuidada, medida y llena de sutileza. Un auténtico festín visual que no sólo está al servicio de la obra lírica sino que, además, la enaltece.
La parte musical también fue realmente formidable. Quien suscribe tuvo conciencia muy clara de que estaba viviendo alguno de esos grandes momentos de ópera que se recuerdan y citan años después, como ese impagable dúo del segundo acto entre Ermonela Jaho y Eliina Garanca: dos personajes rivales pero que, sobre la escena son nada más y nada menos que dos enormes artistas que reman en el mismo sentido para que sus prestaciones nos transmitan todo el poder de la obra.
Ermonela Jaho es una de las más grandes sopranos líricas (con muchos destellos de dramática) del momento y es muy conocida y querida en el Teatro Real, como no podría ser de otra manera. En esta Adriana ha demostrado una vez más todas sus cualidades: una técnica y un control de la voz y la respiración maravillosos, una emisión perfectamente acorde con el texto y un talento dramático fuera de serie. Su entrada con “Io son l´umile ancella” tras el recitado de versos de Racine, con esas messa di voce y ese canto spianato ya arrancaron la primera ovación de la noche: estuvo simplemente soberbia. Hay dos valladares que debe salvar cualquier cantante que se enfrente a este papel, además de la propia dificultad de la partitura, que son su presencia continua en escena y ese paso del registro recitado en voz hablada al canto. Ermonela Jaho es una cantante-actriz o actriz-cantante nata que dominó este escollo con una autoridad y expresividad impresionantes. Desde el lirismo de la citada primera aria, al dúo con la Princesa de Bouillon, pasando por la intensidad de ese monólogo del tercer acto que comienza recitado para terminar cantado o, por supuesto, esa aria del último acto,”Poveri fiori”, donde se ganó el título de reina de la messa di voce, y pasó de literalmente un hilo de voz hasta el desgarro pero con la voz siempre plena, nos dio una lección de canto asombrosa y sobrecogedora.
No le fue a la zaga la gran Elina Garanca. La mezzo letona lleva una carrera sin errores que le ha hecho abordar ya cualquier faceta del repertorio para su voz. Ha costado verla en el Real, donde se inauguró con la Luisa Fernanda en versión concierto la temporada pasada. Pero a los aficionados nos faltaba verla actuar y hay que decir que nos ha dejado más que satisfechos y con ganas de mucho más. Poco se puede glosar a estas alturas sobre la calidad de su voz, siempre homogénea, perfectamente proyectada, afinada, de un color realmente bellísimo y con un volumen más que generoso. Así la escuchamos en este estreno, a lo que se añadió una recreación fabulosa de un personaje que, siendo “la mala”, si se hace bien, también permite que se descubran sus debilidades y vulnerabilidades. Garanca estuvo fuera de serie tanto en la interpretación musical como en la actoral y consiguió conmovernos en “Acerba voluttà”, con esa preciosa sección final “O vagabonda stella d´Oriente”. Ese dúo absolutamente sublime que se marcaron las dos divas en el segundo acto, tuvo su consecución más teatral en el tercero, pero es que ¡qué dos actrices!
El tenor estadounidense Brian Jadge estuvo muy bien como ese personaje que mantiene cierta integridad en mitad de un lío amoroso y de un follón político con guerra incluida. Su color, de matices un tanto baritonales, es hermoso y su voz bien timbrada tiene una proyección estupenda y un squillo suficiente que nunca llega a la estridencia. Estuvo realmente fantástico en sus dúos con Adriana y la de Bouillon, cosa nada fácil teniendo por inevitable comparación a semejantes monstruos de la escena.
En cuanto al palemitano Nicola Alaimo, dibujó un perfecto Michonnet, ese eterno enamorado de Adriana, director de la Comédie Française y que debe transformar su amor de hombre en amor de padre ante la evidencia de que su actriz, mucho más joven que él, ama a otro. Entre lo cómico y lo trágico, el Michonnet que nos traslada Alaimo está lleno de gracia, ternura, delicadeza y presencia escénica. Un lujo contar con esta voz privilegiada que exprime cada acento de su personaje con una entrega y sinceridad admirables.
Entre los principales secundarios, estupendos estuvieron Maurizio Muraro como el Príncipe de Bouillon y Mikeldi Atxalandabaso como el Abate, en el punto justo de comicidad sin descuidar nunca el aspecto vocal. Muy bien también el resto del reparto de secundarios, que conformaron una estupenda troupe de la Comédie.
Un gran aplauso merece por supuesto el Coro titular, que hizo un trabajo de orfebrería en sus contadas intervenciones y por supuesto, la Orquesta del Real bajo la dirección de Nicola Luisotti, que llevó a cabo un trabajo de una finura, elegancia y penetración psicológica de la partitura de quitarse el sombrero. Se trata de una obra cuyo andamiaje reposa sobre una serie de motivos de evocación (el de Adriana, el de la Princesa, el de la alegría de la troupe, el de la muerte…) que aparecen bajo ropajes y colores diferentes, a veces para anunciar algo, a veces para recordarlo. Esta técnica es precisamente una de las cosas que más recuerda a Massenet, junto a esa orquestación más transparente que la habitual en el verismo italiano. Cada una de esas sutiles diferencias fue destacada con el mayor cuidado posible y las intervenciones solistas de los instrumentistas que van a aparejadas fueron, en cada ocasión, de una ejecución e interpretación irreprochables. Y la forma de acompañar y arropar a los cantantes fue digna de un traje hecho a medida, sin salirse nunca de un estilo que oscila entre el “justo medio” francés y el melodrama: difícil desafío perfectamente superado. Destacaremos el interludio orquestal del segundo acto, el delicioso ballet con lejano regusto a barroco francés y el preludio del último acto como momentos donde la orquesta sola toma la relevancia de un gran personaje y en los que se puede disfrutar de toda una paleta impresionante de colores y sensaciones.
Por último decir que asistí también al ensayo general con el segundo cast y lógicamente, al tratarse de una sesión de trabajo no se debe nunca hacer una reseña, pero como es para algo bueno, no me resisto a decir que también es un elenco fabuloso y que vale la pena escuchar a todos ellos: Maria Agresta, Ksenia Dudnikova, Matthew Polenzani y Manel Esteve conforman otro cuarteto de lujo.
Si pueden, no se pierdan esta Adriana Lecouvreur que estará en cartel hasta el 11 de octubre: vivirán una velada inolvidable y disfrutarán de un espectáculo como se ve y se oye pocas veces. Y a lo peor, intenten seguir la retransmisión en directo del próximo 28 de septiembre en la Plaza de Isabel II y en muchos puntos de toda España.