Cultura

Álvaro Petit: "La oración es el idioma en el que hablamos con los muertos"

Después de haber ganado el accésit del Premio Adonáis con su poemario Que aún me duelas (2018) y de haber cotraducido y editado la poesía de C.S. Lewis, guardó un estricto silencio poético que sólo la desgracia logró interrumpir

A Álvaro Petit Zarzalejos (Bilbao, 1991) la muerte de su padre le cambió la vida. Después de haber ganado el accésit del Premio Adonáis con su poemario Que aún me duelas (2018) y de haber cotraducido y editado la poesía de C.S. Lewis, guardó un estricto silencio poético que sólo la desgracia logró interrumpir. Vozpópuli conversa con él sobre Lograr el amor es alcanzar a los muertos (Ediciones de la Siltolá, 2023), un poemario que orbita en torno al gran tema de la muerte y que ha merecido el elogio de poetas como Enrique García-Máiquez y Julio Martínez Mesanza y de escritores como Daniel Capó. 

PREGUNTA: ¿Cómo descubrió su vocación poética? 

RESPUESTA: ¡Copiando! Me gustaba, y me gusta, mucho, el mundo medieval. Particularmente, los cantares de gesta, que están casi todos escritos en verso. Es leyendo esas epopeyas cuando tengo mi primer contacto con la poesía. 

P: ¿Intentaba imitarlos?

R: Más bien los plagiaba. ¡Enteros! Fui introduciéndome en ese mundo y descubriendo, claro, que esos libros influyeron en otros. 

P: También tuvo una época de obsesión con la Generación del 27. 

R: Sí, salté de forma un poco inconsciente, sin saber bien por qué, a la Generación del 27, que me obsesionó durante cinco o seis años.  Más adelante, en los años de universidad, descubrí el Siglo de Oro. Tal vez no lo trabajé entero, porque es imposible, pero sí una buena muestra de él. Desde entonces y hasta hoy sigo leyendo a Lope de Vega de forma constante. Y, entretanto, fui descubriendo otros poetas. 

P: ¿Quiénes? De la Generación del 27, del Siglo de Oro o de cuando sea. 

R: Me impresionó mucho, aunque ya no tanto, Jaime Gil de Biedma. Me impresionó mucho, y me sigue impresionando, Pedro Salinas. También el García Lorca de Poeta en Nueva York en adelante. Aleixandre me obsesionó y ahora, en cambio, no. Fui picoteando y encontrando mi propio elenco de poetas.

P: Pero todo empezó con la literatura medieval. 

R: Tiene una explicación: me encanta cuanto que implique aventura, camino, quizá porque eso es todo lo que yo no soy. Los cantares de gesta son, por decirlo de alguna manera, El camino del héroe que luego analizó Campbell.

P: Este poemario, Lograr el amor es alcanzar a los muertos, lo escribió a raíz de la muerte de tu padre, después de cinco años de silencio poético. ¿Es siempre el dolor el origen de la poesía?

R: ¡No tiene por qué! Hay muchos poetas festivos. Mi opinión es que todo es susceptible de ser poema. Todo puede ser fuente de poesía. La clave está en la mirada del poeta, la perspectiva desde la que el poeta observa la realidad. También en la trayectoria vital y el carácter de cada uno, que le van imponiendo ritmos, tiempos y motores para escribir. 

P: ¿A qué se debió su silencio poético?

R: En 2017 gané el accésit del premio Adonáis y mi libro salió en 2018, mismo año en que cotraduje y publiqué la poesía de C.S. Lewis. Quedé exhausto. Tenía la sensación de haber contado ya todo lo que era importante para mí, la certeza de haber trabajado los temas que me preocupaban. Y, básicamente, dejé de escribir. 

P: Así, ¿tan radical?

R: Hombre, uno nunca deja de escribir radicalmente: va haciendo garabatos, pruebas. Pero nada más que eso. Por ejemplo, perdí el hábito de recopilar, ordenar y corregir en verano lo que había escrito durante el año. También el interés por publicar poesía. Creía que Que aún me duelas, el libro del accésit en el Adonáis, necesitaba tiempo. 

P: Y le habría dado más, mucho más, de no haber muerto su padre. 

R: Aquello me cambió la vida. La muerte de un padre nos cambia la vida. Vives tan intensamente la pérdida que necesitas compartirla. No por el afán de que te compadezcan y te acaricien el lomo, no. No: se parece más a la actitud de quien encuentra algo magnífico y quiere mostrárselo a los demás. Valga mucho o valga poco el poemario, ¿eh? Eso ya lo tendrá que decidir cada uno. 

P: Volvamos a la pregunta original: la del dolor. 

R: ¿Es el sufrimiento el motor de la poesía? Como puede serlo también la alegría. Es que puede serlo todo. El género literario en el que más claramente se percibe la biografía del autor es la poesía, que, para funcionar, tiene que ser personal, sincera. No caben ni el requiebro ni la impostura. 

En una sociedad que aleja cada vez más la muerte de la realidad, que no convive con ella porque no piensa en ella, esta dimensión misteriosa se agiganta hasta hacerse inmanejable

P: Dice Julio Martínez Mesanza de Lograr el amor es alcanzar a los muertos que, desde la posguerra y algunas de sus obras más significativas, no se abordaba de manera tan absoluta el tema de la muerte. ¿Exagera? ¿O es verdad que la poesía española ha olvidado la muerte?

R: ¡Eso habría que preguntárselo a él! Ahora en serio, no lo sé. Tiendo a pensar que hay más de generosidad de amigo que de afirmación taxativa y académica. 

P: ¿Pero…? 

R: Pero sí es verdad ―cómo iba a ser de otra manera― que los poetas de la posguerra están obsesionados con la muerte: Dámaso Alonso, por ejemplo, que escribe aquello de «Madrid es una ciudad de un millón de cadáveres». Y es verdad también que ya en democracia surgen la poesía de la experiencia y la nueva sentimentalidad, que tienen poca relación con la muerte. 

P: ¿Por qué la eluden?

R: No sólo la muerte. También otros temas que siempre han formado parte de las preocupaciones del ser humano, como Dios y el amor, que se trata de una manera muy sentimental y poco trascendente. 

P: Regresemos a la afirmación de Martínez Mesanza. 

R: No lo sé… Sí me atrevería a decirte que, de entre mi generación, seré de los pocos que ha escrito un libro así, sea una mierda o sea buenísimo. Gracias a Dios, porque eso significa que al resto no se le ha muerto el padre. 

P: Escribe: «No eres un cadáver / de esos terribles, acribillados, / que sólo ven gusanos». ¿Ocurre sólo con el cadáver de su padre? ¿O también con todos los cadáveres que tienen a alguien que los recuerde y que los rece?

R: Cuando murió mi padre, me di cuenta de que hay cierto arte en morirse y de que la muerte puede ser muy reveladora de la vida que ha llevado el difunto. También de que hay muertes terribles. Yo soy de Bilbao: inevitablemente pienso en tantísima gente que ha muerto en las aceras, tras la explosión de una bomba. O en la que murió durante la pandemia, en soledad.

P: En contraposición, la de su padre… 

R: Fue una bendición. La diferencia entre unas muertes y otras no depende tanto de los muertos como de los vivos. Que lo acompañen, que lo quieran, que estén ahí. De hecho, el muerto lo único que hace es morirse. Puede sonar desconcertante, pero mi padre tuvo una muerte preciosa: con toda su familia alrededor, con mucha gente rezando por él, un viernes de cuaresma por la tarde, después de haber recibido la extremaunción… 

P: Algo habría hecho bien su padre. 

R: ¡Claro! Los vivos reaccionan a la vida del muerto. Si mi padre hubiera vivido una vida miserable, una vida deshecha, no habría habido tanta gente pendiente. 

P: ¿A eso te refieres, a que la muerte no atañe tanto al muerto como a los vivos, en el primer poema? «Ya no es tuya, sino nuestra / la vida que has perdido. /Somos nación en ella».

R: Sí. Y a que es el legado que deja. La herencia que deja el muerto es su propia vida: recuerdos, enseñanzas, vivencias. Corresponde a los vivos hacer algo con todo eso. Ahora yo, cuando estoy en una encrucijada y tengo que tomar una decisión, pienso automáticamente en qué habría hecho mi padre. En esa pregunta está todo su legado: contiene el ejemplo de una vida lograda. 

P: Y de una vida que, en cierto modo, también abruma al hijo, cuando la compara con la suya. Hay otro poema en el que dices: «Yo no fui, padre; quise ser».

R: Es exactamente eso. Todos atravesamos la etapa de no querer ser como nuestro padre. Yo también. Quería ser lo contrario a mi padre. ¿Qué era ser lo contrario a mi padre? No tenía ni idea, pero quería serlo. ¿Por qué? Porque sí. 

P: Pero luego eso cambió. 

R: Cuando empecé a trabajar y a tener una vida propia, lo que quise era ser como mi padre. Entonces me deprimí profundamente. Por un lado, estaba empezando a enterarme de que la vida era más complicada de lo que lo había sido hasta entonces; y, por otro, aspiraba a vivir como lo hacía mi padre. ¡Qué difícil! Es que vivir bien, honradamente, con honestidad es una tarea muy exigente. Me deprimí: ¡nunca llegaría a ser como mi padre!

P: ¿Qué le respondía su padre?

R: Luego, tras su muerte, empecé a recordar las cosas que me decía mi padre, sus enseñanzas, y vi claramente algo: él no quería que viviera su vida; quería que viviera la mía. Honradamente, cierto, dignamente, también, pero la mía. No era uno de esos padres que pretenden esculpir a su hijo a su imagen. 

P: Parece que, cuando llega la de un ser querido, la muerte acapara los pensamientos de uno. Escribe: "La vida se me ha vuelto / difusa. Sólo tu muerte es concreta» y también «ahora soy tu muerte / y presagio de la mía". Cuando ocurre, se convierte en el centro de la vida de uno. 

R: Son dos ideas distintas. 

P: Empecemos por la primera. 

R: La primera es muy personal. Cuando fallece mi padre, yo tengo una pérdida de memoria y sólo recuerdo con claridad la última semana de su vida. A eso me refiero con lo de «sólo tu muerte es concreta». Incluso hoy, ya recuperados los recuerdos que se habían desvanecido, no he vivido una concreción semejante a la de la muerte. Es tan personal, tan definida, que no he visto nada parecido. 

P: ¿Y la segunda?

R: Esa idea es el presagio de la muerte, que tiene que ver con la constatación ya inevitable de que tú también vas a pasar por ahí, de que tú también vas a morir. Esta constatación desata un cambio de perspectiva o de actitud que no tiene por qué ser idéntico en todos. Uno, consciente de que va a morir, puede entregarse al hedonismo, decir que ancha es Castilla y ponerse a vivir, que son dos días. 

P: Pero cabe también una alternativa más responsable. 

R: ¡La contraria! Habiendo constatado que el tiempo se nos agota, nos consagramos a la tarea de hacer algo digno con ese tiempo. Algo que valga la pena y que deje un legado. 

P: ¿Cada vez constatamos menos que "el tiempo se nos agota"? Suele decirse que la nuestra es una sociedad que vive de espaldas a la muerte. ¿Cree que es así?

R: Es difícil vivir de espaldas a la muerte; su presencia es incontestable. Pero, en términos generales, sí. La frase es absolutamente cierta. La muerte ha desaparecido. Nos incomoda sabernos mortales, quizá porque hemos perdido, primero, la esperanza y, segundo, la noción de la valía humana. 

P: Esto merece una explicación. 

R: Si la vida humana vale cada vez menos, la muerte no es nada. No tiene ningún peso. Es tan sólo un hecho biológico. 

P: «La muerte, cuando suceda, /hablará de nosotros / mejor, mucho mejor / de lo que nosotros / podremos jamás decir de ella». Con todo lo que se ha escrito sobre la muerte, sigue apareciéndose ante nosotros como un misterio. 

R: ¡Yo tengo muchas preguntas! La primera, ¿por qué mi padre y no otro? La segunda, ¿por qué de cáncer y no, qué sé yo, de infarto? La muerte es misteriosa, tal vez porque la esperanza, que es como yo la afronto, también lo es. Aunque vivamos con esperanza, no la comprendemos plenamente porque está siempre intercedida por la fe. Y la fe sólo es comprensible hasta un punto. Es misteriosa porque, además, nos enfrenta al propio misterio de nuestra vida: ¿qué va a ser de nosotros después?

P: Esa es la pregunta de las preguntas. 

R: Y su respuesta es terrible si uno no tiene esperanza. Realmente terrible. Por otro lado, en una sociedad que aleja cada vez más la muerte de la realidad, que no convive con ella porque no piensa en ella, esta dimensión misteriosa se agiganta hasta hacerse inmanejable. 

P: Escribe «si al menos pudiera nombrarte, / pero te me has vuelto inefable» y «yo no tengo idioma para verte muerto / para no decirte vivo», pero también «deseo (…) que esto / sea un rezo, para verte a ti / para dejar de ver a un muerto» y «si al final, / cuando no hay ciudades ni caminos, / resuena tu nombre, / es mi espíritu que reza». ¿Llegamos con la oración allá donde no podemos llegar con las simples palabras, ni siquiera con los versos? ¿Es la oración nuestra manera de llegar a los muertos?

R: La oración es ese milagro por el que lo inefable deja de ser inefable. Cuando rezamos, le ponemos palabras a lo que parece imposible de nombrar. La palabra tiene sus límites y la poesía, como todas las artes, también. Ignoro si la oración los tiene, pero, si sí, son mucho más amplios que los de cualquier otro fenómeno humano. En este sentido, la oración es nuestro punto de encuentro con los muertos, el lugar en el que se hace nación con ellos, el idioma en el que hablamos con quienes ya no están. 

P: Hay un punto del poemario en el que dice «eres tú el recuerdo y no me daña / el prodigio que eres templa mi duelo». Supongo que eso es a lo que aspira quien está de luto. A que el recuerdo no duela, sino que alivie. 

R: A que sea ese punto de encuentro. En un primer momento, el recuerdo es muy doloroso: no te lleva a la felicidad vivida, sino a la felicidad que la muerte te ha hurtado. Pero, superado eso, es una fuente de gratitud ―recordando, uno se da cuenta de todo lo bueno que ha vivido―, de enseñanzas y también, por último, de un enorme consuelo. El abrazo que revives es tan intenso que parece real. Tal vez lo sea. 

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