Había que mirarlo como si hubiésemos enloquecido. De izquierda a derecha. De derecha a izquierda. Corriendo de un extremo a otro, hasta comprobar el efecto. Nunca fallaba. Verlo desde la ventanilla del coche en movimiento era todavía mejor. Allí donde sólo había un muro aparecía una línea inquieta y continua, como ésas que forman el mar y los campos sembrados en el horizonte. Con el paso del tiempo, algunos de sus murales han desaparecido y he tenido que dejar de dar carreras en los museos. Aun a pesar de eso, el efecto de sus Fisicromías sigue intacto. El maestro Cruz Diez todavía me habla con tanta claridad como cuando tenía diez años.
El artista venezolano, cuyo nombre siempre me ha parecido un código de hundir la flota, comenzó a hacer sus primeras obras de color aditivo y Fisicromías en 1959. Entonces permanecía imbuido de lleno en sus investigaciones sobre la percepción óptica y el color. Usaba sólo cuatro tonalidades: rojo, verde, blanco y negro. Con eso construía sus trampas de luz. Sobre una superficie disponía tramas continuas de los cuatro tonos, hechas con láminas verticales; unas al lado de otras. Su continuidad e interacción generaban un quinto color, resultante del fenómeno óptico. De ahí que fuese tan importante moverse: a mayor desplazamiento, más color.
Con el paso del tiempo, a lo largo de la década de los sesenta y setenta, las cosas en la obra de Cruz Diez se fueron haciendo más complejas: cromointerferencias, transcromías, cromosaturaciones… Sin embargo, la operación fundamental ya había sido descubierta. “Me ha llevado 50 años entender esta evidencia: el color es una situación que se desarrolla en el tiempo y en el espacio”, dijo el artista hace unos días en una entrevista concedida en Madrid, donde vino a recibir el Premio Penagos de Dibujo que otorga la Fundación Mapfre. El Penagos, distinción con la que han sido reconocidos artistas como David Hockney, Antonio López o Miquel Barceló, aunque no lo parezca, le viene al pelo a Cruz Diez, un hombre que dibuja con sustancia. Alguien que crea situaciones, apuntes, formas. No necesita el lápiz, en su caso, la forma proviene de un lugar cromático.
El tipo de trabajo que comenzó a hacer Cruz Diez, así como otros artistas cinéticos venezolanos y geométricos latinoamericanos, se volcó muy pronto a la calle. Se convirtió, a decir de unos, en un arte oficial –que lo fue-, aunque lo más correcto sería llamarle arte público. Con el perdón de los ortodoxos, Cruz Diez y su generación fueron, por así decirlo, especies de Banksy apoyados por el establishment. Hace unos días, un crítico de arte español a quien respeto -y mucho-, me espetó, así, sin anestesia:“Es un arte de petroleros”. Íbamos en el autobús. Yo me hice la tonta y me quedé viendo la ventanilla, tratando de buscar una línea continua como la que se forma en el fin de los mares y los horizontes. No la encontré.
Es cierto que tanto Cruz Diez como sus contemporáneos acompañaron una épica del progreso en momentos de bonanza y Yom Kippur, pero también hay que decir que Cruz Diez hizo pasos peatonales, murales, intervenciones y ambientaciones no sólo en Caracas sino en muchos otros sitios: Houston, México, ciudades del Reino Unido, París… ciudades en donde, creo, la fanfarria petrolera no ha sido, ni mucho menos, una estética. En el Museo Reina Sofía, en la muestra La invención concreta, de la Colección Patricia Phelps de Cisneros, es posible ver varias obras suyas. Entre ellas una Fisicromía: la Physichromie 500, colgada de un clavo en la pared. He ido a verla; varias veces. Y aunque ahora sólo me balanceo en lugar echar a correr de un extremo a otro del bastidor, sigo pensando lo mismo. No estoy viendo una pintura sino un acontecimiento, una línea secreta que ocurre, de a poco, como las que se forman al final de los mares y los horizontes.