El Museo Thyssen-Bornemisza afirma que esta exposición pasará a la historia. La excusa ya la tienen. Es la primera retrospectiva en treinta años que se dedica en España a Paul Cézanne, precursor de una renovación en el panorama artístico del siglo XX; el primero que comprendió que la percepción no era un asunto natural. Aprendemos a ver, tal y como aprendemos a hablar. Eso Cézanne lo sabía. El ojo que ve es el mismo que piensa.
CÉZANNE site/non-site exhibe hasta el 18 de mayo 49 óleos y 9 acuarelas, procedentes de museos y colecciones privadas de todo el mundo, que se exhiben junto a 9 pinturas de otros artistas, entre ellos Pissarro, Gauguin, Braque o Derain. El hecho de que la obra de Cézanne (1839-1906) no haya viajado a nuestro país desde 1984, año en que se celebró su primera y única exposición en España ha generado altísimas expectativas entre visitantes y entendidos.
Hay quienes han acusado en las pretensiones del museo un planteamiento plano, con poco fuste, acaso pacato, ramplón y comercial. La muestra gira en torno a la dialéctica entre el trabajo al aire libre y el estudio, que se refleja a su vez en la relación entre paisaje y naturaleza muerta, géneros que Cézanne cultivó a lo largo de toda su carrera y entre los que estableció una íntima conexión, introduciendo en sus bodegones elementos paisajísticos y, recíprocamente, llevando a sus paisajes el orden de la naturaleza muerta.
En una aproximación que no se caracterizado por una lectura especialmente rigurosa, piezas como Ladera en Provenza, de la National Gallery de Londres; Paseo en Chantilly, del The Toledo Museum of Art o Bañistas, resaltan en el conjunto. Ponen de manifiesto una cosa, la más clara de la muestra: a diferencia de los impresionistas, que abrazados aun al modelo mimético no pudieron generar un relato simbólico del potente mundo industrial que cobraba fuerza desde 1870, Cézanne sabe mirar y representar el mundo que está por llegar y que tendrá su expresión en las vanguardias de la primera mitad del siglo XX, ese lento y largo camino a la muerte del arte.
La forma más clara de expresar ese adelante puede que sea con un ejemplo. El contraste, a veces, aporta lucidez. En el siglo XIX, el arquitecto y pintor alemás Schinkel, para retratar las chimeneas de fábricas, dibujaba agujas góticas. Vaya con el mundo industrial. Le era extraño, indescifrable. Claramente, la pintura naturalista no servía para retratar la aparición de un mundo ni el ocaso del otro. A Cezanne no le ocurría. Él no veía agujas góticas donde en verdad alguien plantaba una torre industrial. Él miraba con una certeza, acaso, de su tiempo.
La muestra comienza con Retrato de un campesino, propiedad del museo, y continúa con el espacio dedicado a La curva del camino, una serie de caminos donde el recurso de la curva se convierte en un elemento frecuente del pintor para atraer la mirada del espectador y frustrarla inmediatamente, bloqueándola con la vegetación, las rocas o la misma topografía.
Desnudos y árboles reúne algunas de las composiciones de bañistas que Cézanne pintó a lo largo de más de treinta años y cuya selección se completa con una serie de pinturas de la montaña de Sainte-Victoire, de la que se pueden contemplar vestigios en algunos de los bodegones del artista, quien es visto en necesario contrastes a través de obras de André Derain, Raoul Dufy, Braque o André Lhote, con las que finaliza la exposición.