El año pasado los fans de Amélie pudimos volver a disfrutar de esa maravilla en pantalla grande, gracias a su reestreno en algunos cines, y saboreamos de nuevo sus infinitas cualidades, desde el encanto de una por entonces desconocida Audrey Tautou hasta la música de Yann Tiersen. Aunque ahora chirrían algunos de sus momentos −la huida por piernas de Amélie de una lesbiana sado, unos chicos árabes diciendo algo a la protagonista en la estación del tren y, sobre todo, el salvaje acoso al que somete Joseph (Dominique Pinon) a la estanquera Georgette (Isabelle Nanty, también presente en un papel idéntico en Bigbug)− la segunda película en solitario del ya veterano Jean-Pierre Jeunet (Roanne, 1953). refulgía sobre todo gracias a su barroca dirección, casi milimétrica en detalles, colores y gestos.
Este estilo ya lo habíamos disfrutado en otros artesanos del encuadre como el fallecido Jean-Claude Lauzon, autor de la inolvidabe Léolo (1993) y en el improducible e imprevisible Terry Gilliam y en el cada vez más disperso Wes Anderson. En España, la tendencia la abandera con notable éxito Javier Fesser (El milagro de P. Tinto). Todos son autores que centran su obra en la originalidad de sus ocurrencias con la cámara y en la gesticulación de unos personajes siempre frikis, herederos de la tradición del cómic. Y como suele ocurrir en las obras arriesgadas, unas veces se acierta y otras no. Bigbug es un "no" sin paliativos.
Bigbug: encerrado con varios juguetes
En el año 2045, los robots conviven con los humanos, protegiéndoles y ayudándoles en sus rutinas diarias. En un chalet de una urbanización cualquiera, una casi familia, compuesta por Alice (Elsa Zyberstein), su pretendiente Max (Stéphane De Groot), los hijos de sus relaciones anteriores (Marysole Fertard y Helie Thonant), el ex de ella y su novia (Yussef Hajdi y Claire Chust) y una vecina (Isabelle Nanty), queda atrapada cuando una rebelión de los Yonix, unos androides militarizados que recuerdan mucho a Robocop, se rebelan contra la humanidad.
Nadie quería producir esta película hasta que llegó Netflix, que luego no la promocionó en absoluto, dejándola morir sepultada
Que lo primero que nos muestre Jeunet en la película sea a un hombre y una mujer esclavizados por Yonix haciendo pis y oliéndose el culo como si fueran perros puede prepararnos para lo peor. Y lo peor llega porque la acción del regreso a la ciencia ficción de Jeunet se reduce prácticamente a los decorados multicolor de una casa, con todos los personajes gritándose entre ellos y cuatro robots domésticos intentando poner algo de cordura cibernética. Robots marcados por una misoginia que esperábamos extinta en el 2045: la cocinera sigue siendo mujer y la vecina cotilla tiene un robot macho que la consuela.
Algo sorprendente porque los escenarios pequeños nunca habían representado un problema para el autor de Delicatessen (1991) o La ciudad de los niños perdidos (1995), más cómodo utilizando maquetas y decorados que grandes angulares. Su única gran superproducción, Largo domingo de noviazgo (2004), coprotagonizada por el recientemente fallecido Gaspard Ulliel, no llegó a satisfacer a nadie, y muchos la esperábamos con todo el ahínco francés del mundo.
Dos discretas películas después (Micmacs y El extraordinario viaje de T.S. Spivet) Jeunet se ha enfrentado a la pesadilla de todo director: nadie quería producir su nuevo filme, quizás por el fracaso de los anteriores o también por lo poco atractivo de rodar una película de confinados en tiempos de confinamiento. Hasta que llegó Netflix y su libertad creativa y le permitió por fin rodar su proyecto en 2020 con todas las medidas sanitarias.
Que luego no haya promocionado en absoluto su estreno, ocultándolo entre decenas de películas, ha provocado que el básico boca a boca de las redes sociales no haya funcionado y que nadie hable de lo último del director de Amélie. Eso y el aburrimiento de volver a ver secuencias como la elaboración cibernética de, qué novedad, un huevo duro. Para cocciones del futuro, las de las maravillosas Concha Velasco y Amparo Soler Leal en Las que tienen que servir (José María Forqué, 1967) gritando ‘¡huevo!’, ‘¡huevo!’ mientras la máquina de los yanquis de Torrejón de Ardoz los cocía a saltos. Eso sí era futurismo.