Una vida entera le costó a Carlos Soria (1939) coronar una de las montañas más altas del mundo. Pero para alguien que llevaba el ansia de la cima atornillada en los huesos desde tan pronto, la espera resultó una forma de vida: saber cuándo es preciso insistir y cuándo parar. Porque la verdadera cima se alcanza abajo, en el valle, dice Soria. Para gente como él, la victoria radica en alcanzar el reto y sobrevivirlo. Porque la vida, como las cordilleras, también despeña. Siendo apenas un adolescente, con 14 años, cuando escondía las cuerdas para evitar la reprimenda, Carlos Soria aprovechó como entrenamiento los largos trechos que debía hacer desde el taller de tapicería en el que trabajaba hasta las casas de sus clientes, a quienes entregaba los pesados muebles transportándolos sobre sus hombros. Esperar, resistir… palabras que llevan los alpinistas anudadas en los tobillos.
Una vida entera le costó a Carlos Soria (1939) coronar una de las montañas más altas del mundo. Pero para alguien que llevaba el ansia de la cima atornillada en los huesos desde tan pronto, nada ha resultado imposible.
Valió la pena, sin duda: porque la cima llegó y él a ella. Ocurrió en marzo de 2016 cuando, después de dos intentos en 2012 y 2015, Soria alcanzó -a sus 77 años- la cima del Annapurna (en la cordillera del Himalaya), según los entendidos, uno de los “ochomil” más peligrosos del mundo debido al gran riesgo de avalanchas que afrontan quienes ascienden este tipo de picos, además del peligro que supone la falta de oxígeno. Y hasta ahí llegó Carlos Soria: hasta la cima. ¿Quién es este héroe longevo? ¿Cuál es la historia detrás de quienes escalan una montaña, la de piedra, y la suya propia? Darío Rodríguez desvela una parte de este acertijo en la biografía Carlos Soria. Alpinista, publicada recientemente por Ediciones Desnivel, el sello de la prestigiosa librería de viajes y montañismo, que dedica a este personaje un libro que mezcla la biografía, la literatura de viajes y el periodismo.
Hasta su jubilación, Carlos Soria fue al mismo tiempo alpinista, tapicero y padre. Sus cuatro hijas se dedicaron al alpinismo y puede decirse que su mujer, Cristina, no sólo conoce muy bien las montañas, sino que además lo ayudó a llegar hasta ellas, empujándolo con una paciencia tan insistente como discreta. “Aunque fuéramos adolescentes, ir con mi padre a la montaña era como irse de gira con los Rolling Stones, era mucho mejor que quedarnos en casa viendo la televisión”, cuenta su hija Sonsoles. A lo largo de más de 500 páginas, Darío Rodríguez pone en orden los relatos y recuerdos de Carlos Soria, con quien trabajó a lo largo de innumerables sesiones, que repitió luego con amigos, colaboradores, familia y compañeros de cordada. "Carlos y yo mantuvimos largas conversaciones repasando su vida que se sumaron a las muchas entrevistas, más de un centenar, que le había hecho a lo largo de los años, a las charlas y reflexiones de los viajes, a las escaladas que compartimos y a lo mucho que le conocía", asegura Rodríguez en el comentario introductorio del libro, que reúne 24 entrevistas, además de unas 215 fotos en blanco y negro (las de la primera época de Soria) y en color que van de sus primeras escaladas, pasando por muy distintas épocas, hasta sus últimas experiencias, incluyendo la de Annapurna.
El hilo que vertebra la biografía es la voz de Carlos Soria, quien lleva al lector desde las escaladas que hizo en Guadarrama cuando era un adolescente humilde en el Madrid de posguerra hasta sus últimos viajes al Himalaya, convertido ya en un personaje mediático. Muchos kilómetros de cuerda y persistencia separan a uno del otro. Encuadernada entre ambos extremos, queda una vida alimentada por el constante trasiego entre cimas y laderas, valles vitales que tienen por oleaje un sentido agudo de competición: contra las condiciones que podrían haber impedido conseguir su objetivo; contra el desaliento e incluso contra sí mismo –en muchas ocasiones, ha preferido ascender con la menor cantidad de oxígeno posible-. Soria, que comenzó a escalar a los 14 años, es el único alpinista mayor de 60 años que ha completado el ascenso de 11 montañas de más de 8.000 metros. Es, también, la persona más veterana en la historia que ha ascendido con éxito al K2 (lo hizo a los 65 años), Broad Peak (68 años), Makalu (69 años), Gasherbrum I (70 años), Manaslu (71 años), Lhotse (72 años), Kanchenjunga (75 años) y Annapurna (77 años). Si consigue sumar los catorce “ochomiles” romperá un récord que se sostiene, sin duda, en su capacidad de insistir y resistir.
“El Madrid de mi niñez parecía menos gris al escalar”
La primera vez que tuvo vacaciones, a los 14 años, Carlos Soria fue con su amigo Antonio Riaño a la Sierra de Guadarrama. Al instante comprendió que eso era lo que le gustaba: estar en la naturaleza, subir la montaña… Hacerse roca luchando contra otra. Usar una dureza exterior para dejar a un lado la propia. “El Madrid de mi niñez me empezó a parecer menos triste y más divertido cuando comencé a salir a las montañas (…) La montaña es un placer para quien tiene una vida dura”. Y la suya de mullida tuvo poco.
Su primera excursión la hizo a los 14 años, con su amigo Antonio Riaño, a la sierra de GUadarrama. Acampaban con apenas una lona. Ni soñaban con una tienda de campaña. Comían gachas, si había.
Soria y Riaño acampaban con apenas una lona. Ni soñaban con una tienda de campaña. Eso hacía a Soria sentirse avergonzado frente a los otros excursionistas. Para comer llevaban gachas, una mezcla de harina de almorta, agua y pan frito, “si había”. De eso se alimentaban en las excursiones. Al comienzo no dijo en casa que iba a escalar, e incluso escondía las cuerdas en el pasillo para que no las viera su madre. Pero el apaño le duró poco. Nada más enterarse, ella se lo prohibió, aunque Soria insiste que en el fondo a ella le gustaba. No sería de extrañar que así fuese, pues algo los emparenta a ambos. Su carácter, dice Carlos Soria, viene de aquella mujer delgada y fuerte que hasta los 90 años vivió en un tercer piso sin ascensor ni calefacción y que no hizo otra cosa en su vida que trabajar, día y noche. Su oficio, como el de su padre, era la tapicería. Esa forma de labrarse una vida en los objetos de otros.
Quienes leen la historia de Carlos Soria pueden llegar a comprender el carácter espartano del alpinista, cuya piel delata los muchos dobleces de su biografía. Si su rostro, curtido y aguijoneado por el sol y el viento, reluce al sonreír… ¿cómo no brillará su corazón en lo más alto de una montaña? Para alguien que aprendió a iluminar la vida ceniza de aquellos años abriéndose paso con un piolet, la respuesta se transparenta en el relato de quien creció en un mundo rocoso. Carlos Soria nació en 1939, en el último trecho de la Guerra Civil Española, que lo obligó a él y a su familia a abandonar Ávila, donde afrontó los días más duros de la contienda, incluyendo el tiempo que pasó su padre en prisión. Porque, aunque éste no se metía en política -aclara Soria- como obrero pertenecía y formaba parte de ella.
Carlos Soria tuvo su primer trabajo a los 11 años, en un taller de encuadernación en el que sólo trabajaban su jefe y él. Como tenía dos horas libres para comer, Soria se marchaba caminando hasta el río Manzanares. Y una vez allí, tomaba su almuerzo; eso le apetecía más que comer en el taller. Su infancia fue austera. Su casa tenía una cocina de carbón y no disponía de agua corriente, por lo que tenían que traer el agua de la fuente. Debido a las largas colas para cargar el agua, su madre acudía en la noche, para lavar la ropa y hacerse con unos cubos; era la hora donde había menos gente, y él la acompañaba. Pocas veces a lo largo de su vida tuvo una habitación propia. En casa de sus padres dormía donde podía, ya que era muy pequeña. Cuando se casó, la situación no fue muy distinta. De niñas, sus cuatro hijas dormían en la misma habitación. Cuando las chicas crecieron, Soria, y su mujer, Cristina, les cedieron su habitación a dos de ellas y ellos se marcharon a dormir en el salón. Mucha estepa, pero mucha, debió alimentar la enorme montaña que crecía en sus sueños.
A lomo de una Vespa… hasta el Everest
Tras sus no pocas excursiones en España, en 1960 y con apenas 21 años, Carlos Soria viajó durante tres días a lomo de una moto Vespa hasta llegar a los Alpes, en busca de escaladas de mayor dificultad. En 1968, formó parte de la primera expedición española que viajó a Rusia para subir el Elbrus, la montaña más alta de Europa (5642 metros), y en 1971 repitió con el monte McKinley (Alaska), la cima de Norteamérica (6194 metros). Participó en 1973 y 1975 en las primeras expediciones españolas al Himalaya, y fue testigo de la primera cumbre de 8000 metros lograda por España, a cargo de Jerónimo López y Gerardo Blázquez.
La primera vez que Carlos Soria intentó alcanzar el Everest fue en 1986 (seis años antes, en 1980, lo había hecho una expedición vasca, y en 1985 una catalana). En aquel entonces, Soria aún no se había jubilado. No podía abandonar el negocio ni a su familia, sin embargo Cristina, su mujer, no puso una sola “pega”, a pesar de que su marcha al Himalaya implicaba al menos 3 meses de ausencia. Aquella primera expedición madrileña al Everest de la que él formó parte estuvo integrada por seis alpinistas, un médico, un cámara y un geógrafo. Subieron sin sherpas (ayudantes), “ni todo el despliegue que se usa hoy en día”, explica. Tampoco contaban con suficiente oxígeno para el ascenso, y el que llevaban estaba previsto sólo para casos emergencia. Pasaron casi tres meses en la cara norte del Everest. Sin embargo, el mal tiempo, las ventiscas y las duras condiciones climáticas lo complicaron todo. A pesar de que no lograron alcanzar la cima, aquella fue una experiencia de la que Soria se siente “calladamente orgulloso”, según relata en el libro un de sus compañeros de expedición, el alpinista Pedro Nicolás.
Catorce años después, en el año 2000, Carlos Soria regresó al Everest. Ya no era el lugar solitario que había conocido. Muchas otras expediciones intentaban alcanzar "el techo del mundo". De aquel ascenso, Carlos Soria recuerda la trágica muerte de su amigo el alpinista austriaco Peter Granner. Aunque el abulense se proponía ser la persona de mayor edad en llegar a la cima del Everest, tampoco lo consiguió en esa ocasión. Alcanzó los 8.300 metros, a causa de las fuertes ventiscas que salieron a su paso. Sin embargo, aquello le permitió confirmar algo: "que podía subir". Y así ocurrió en 2001, su tercer intento. Al fin, el Everest. Al fin.
Fue construyéndose como un deportista de élite que igual cosía un sofá o rehacía un juego de sillas de piel. Sin embargo, Soria nunca se ha jactado de las dificultades que superó en el camino. El k2 fue su primer ascenso luego de su jubilación
Si los días, los meses y los años hacen cordada para quienes intentan acometer un ascenso, en el caso de Carlos Soria estos lo sujetaron con fuerza: sin patrocinio y sin ninguna expedición mediática, el abulense consiguió avanzar, fue construyéndose como un deportista de élite que igual cosía un sofá o rehacía un juego de sillas de piel. El K2 fue su primer ascenso luego de su jubilación, una sección del Himalaya localizada en la frontera con Pakistán y considerada por muchos alpinistas como una de las más peligrosas del mundo. Debido a una fuerte nevada, fallecieron en ese viaje el sherpa y también uno de los miembros de la expedición suiza. Ese año, ninguna expedición alcanzó la cumbre.
Queda más que claro que nada en la vida de Carlos Soria fue coser y cantar, pocas veces el abulense se jacta de las dificultades que sorteó y venció. Quien lo escucha hablar, rodeado de los amigos y compañeros de expedición que le acompañaron hace poco en la presentación de esta biografía, es posible llegar a hacerse una idea de la naturaleza que comparten las vocaciones y las obsesiones, palabras fuertes como rocas y resistentes como montañas. De ahí que en su biografía la palabra Annapurna resuene en su biografía tanto como gachas. Esperar, resistir… palabras que llevan los alpinistas anudadas en los tobillos y, por supuesto, en el corazón.
Este texto se escribió de manera conjunta con Cristina Sainz Borgo.