Para ser rigurosos habría que comenzar por el primer malvado, el mayor de todos, el más furioso y divino, pero aun así voluble, a veces rastrero y humano: Zeus. Él sedujo a Leda haciéndose pasar por cisne –y no sin meterla en apuros por eso-; envió a Prometeo, ese pirómano que tanto amaba a los humanos, al Cáucauso y ya saben lo que pasó… Su malicia es modélica, goza acaso de la disculpa de la severidad paternal. Zeus sabe lo que hace –o no- y si obra así será en nombre del orden y la disciplina, tanto en la tierra como en el Olimpo. Eso no quita, sin embargo, que su perversa justicia haga méritos para convertirse en malevolencia y crueldad.
No se trata de hacer una colección de achatados y planos trúhanes. Sería como coleccionar doncellas en apuros -¡qué aburrido!-. Tampoco buscamos una enumeración descabellada, para llenar la casilla antropológica del malo malísimo. Habría que buscar, acaso, a los villanos mejor logrados, los que como el Javert de Víctor Hugo se obsesionan con imponer la ley a la moral, o a aquellos que, como los parricidas Karamázov de Dostoievski, no pueden huir de su destino y deben obrar el mal para resarcir aquello que la vida les ha impuesto. En ellos, por ejemplo, la maldad deja de ser moral para ser razonable. Eso sin contar a los que no pueden contener hacer el daño porque de alguna manera los justifica algún raro perfume de perturbación, como el martirizado Jean-Baptiste Grenouille que nos regaló Süskind. No todos son los malos de los libros de aventuras o los cuentos de hadas –esos malos modélicos, perfectos para la moraleja-, que caminan con la diana del mal aterida al peto.
No se trata de hacer una colección de achatados y planos trúhanes. Sería como coleccionar doncellas en apuros -¡qué aburrido!-.
Hay libros enteros dedicados a juntar ejércitos literarios de villanos. Con ellos podríamos conquistar el mundo y los tribunales. Tantas astucia junta nos haría lectores invencibles, ciudadanos malvados, acaso los más literarios que cualquier mundo haya conocido jamás. ¿Una muestra de tan quisquillosa antología? Pues, por ejemplo Malos y malditos del bueno de Fernando Savater. Pero aquí, insistimos, apelaremos al raro y caprichoso proceder del gusto. Hay malvados que desearíamos ser –Dorian Gray, acaso- y otros que rechazamos por vulgares y zánganos, como el Rex que martiriza a Albinus en Risa en la oscuridad.
Dice José Carlos Somoza en su ensayo La maldad es silencio –dedicado a los villanos de Shakespeare- que la conciencia de ser malo se disuelve, en literatura, en la conciencia de sufrir. El Satán de Milton en El paraíso perdido, dice el escritor, es más bien una víctima, no un verdugo, y, “herederos de esta poderosa inversión del concepto, los poetas como Blake o Byron, o los prosistas malditos como Sade, convirtieron el hecho mismo de ser malos en algo tan bueno, diríamos tan estupendo, como la justicia social, el amor o el orgasmo”.
Con la llegada de la sociedad industrial, la maldad literaria, dice Somoza, se transformó sobre todo en una cuestión económica. Las pruebas no pueden ser más dickensianas. Ser malo es, ante todo, ser rico –aunque no excluya la redención-. En el siglo XX, lo moral navega sin religión por un mundo tecnológico y horrendo, el malo literario es el que vive su maldad como una condición de su tiempo. Si se aplica esa idea al bruto Stanley de Un tranvía llamado deseo, Patrick Bateman de American Psycho o los personajes de Ellroy, incluso los gamberros de Irvine Welsh, los deslucidos bribones de John Fante o los desteñidos e impasibles sujetos de Carver. Quizás de todo esto salga una rara plegaria más sociológica que literaria. Así que mejor, por un momento, demos un paso atrás y volvamos a los clásicos, volúmenes cuyas páginas echan mano del contraste y de los que, justamente por la obviedad magistralmente escrita, se merecen tal etiqueta canónica.
La conciencia de ser malo se disuelve, en literatura, en la conciencia de sufrir. Existen a veces malos razonables.
El Mefistófeles de Goethe es tan obvio que resulta tramposo, pero no podemos dejarle de lado, como tampoco podríamos obviar a los malos shakespearianos, porque nos describen: el Yago de Otelo, sirviente, confidente y envidioso del amor que Desdémona siente por el moro de Venecia; los ambiciosos que el barón de Glamis y lady Macbeth, él peor que ella por no atreverse a matar al Rey; Edmundo, el hijo bastardo de Gloucester en El rey Lear, quien paga con un ojo su ambición; el Claudio de Hamlet… Son continentes, los envases de una maldad que nos describe.
¿Qué otros malvados, acaso más gaseosos, tiene la literatura? Decimos gaseosos porque, más que trúhanes son presencias, raras nubes tenebrosas en las que los protagonistas vuelcan su propia flaqueza o sus odios, por ejemplo, el Kurtz de El Corazón de las Tinieblas (1898) o el blanco cachalote que obsesiona al capitán Ahab en Moby Dick –esa biblia humana, inagotable de Herman Melville-.
¡Pero un momento lector! ¡Demos un paso atrás y echemos mano del sencillo pero bien ejecutado malvado que arrancó sonrisitas de regusto en nuestras horas de lectura! El príncipe de Valaquia Vlad Tepes III que sirvió a Bram Stoker para crear a Drácula; el Mr Hyde, de Stevenson, que se va volviendo cada vez más incontrolable Jekyll; el cojo, dicharachero y sanguinario pirata Long John Silver de La isla del tesoro; el profesor Moriarty, ese reputado matemático bajo cuya reputada apariencia se esconde la mayor mente criminal que haya creado Conan Doyle para confeccionar una némesis de Sherlock Holmes; el amargado y vengativo Heathcliff, de Cumbres borrascosas; la Salomé de Oscar Wilde; Milady de Winter o el Cardenal Richeleu que creó Alejandro Dumas para Los tres mosqueteros…
¡Demos un paso atrás y echemos mano del sencillo pero bien ejecutado malvado que arrancó sonrisitas de regusto en nuestras horas de lectura!
Malvados hispanohablantes, ¿cuáles? Para travesar ese larguísimo jardín sin tropezars, hay que buscar alguna linterna. No se nos ocurre una más potente que la iluminó a Jorge Luis Borges a la hora de escribir la Historia universal de la infamia. Por sus páginas desfilan el atroz Lazarus Morell, redentor de esclavos; Tom Castro y su inestable identidad; la aguerrida viuda de Ching, comandante de cuarenta mil piratas; Monk Eastman, pistolero de los Gangs de Nueva York; el asesino Billy the Kid de Arizona; Hákim de Merv, tintorero enmascarado del Turquestán; y el inaccesible maestro de ceremonias Kotsuké, funcionario japonés al que se suma el magnífico relato de cuchilleros porteños, Hombre de la esquina rosada, clásico en la literatura borigiana.
¿Qué hacer con los malvados, por ejemplo, del boom? Aquellos trasuntos de hombres reales que uno no sabe si son tan malvados como débiles y a los que la literatura hizo un traje a la medida. Desde el Leónidas Trujillo de La fiesta del chivo hasta el intrigante Tácito de la Canal en La silla del Águila, de Carlos Fuentes. Pero, si seguimos por esa lógica, ¿no sería Artemio Cruz también un cretino o tan sólo un hombre cuestionado por el lector? Hay villanos incuestionables, por ejemplo, el teniente Gamboa de La ciudad y los perros. Pero la mayoría comparten –más que la maldad modélica- una maldad dictada por las bajas pasiones, lo cual, hasta cierto punto, les otorga cierta redención.