El pistoletazo de Sarajevo fue también la detonación de salida para la primera guerra del siglo. La que llamaron Gran Guerra pensando, pobres optimistas, que no habría una segunda. Y la hubo. Diecinueve millones de muertos, 300.000 en los primeros tres días. La Gran Picadora de Carne, que dirían. Ese es el tema que ha escogido Juan Eslava Galán para dar al lector una nueva entrega de su saga histórica para incrédulos. Se trata de La Primera Guerra Mundial contada para escépticos (Planeta, 2014), un volumen que continúa el camino iniciado con Historia de España contada para escépticos y seguido con Historia del mundo contada para escépticos. Eslava Galán no podía perderse un aniversario redondo como este y puso en práctica una fórmula de éxito probado.
Anécdotas, datos, documentación y mucha, mucha historia. Esas han sido las armas de Eslava Galán en estas páginas, que no escatiman en raras y curiosas estampas, pero también en acres lecturas. “El nacionalismo es la ideología de los tontos, pero siempre hay quien saca partido de ella”, escribe irónico el escritor al referirse al desencadenante de la guerra: el asesinato del heredero del Imperio Austrohúngaro cometido por un joven nacionalista serbio, un hecho que altera brusca y completamente la situación. Corre el 28 de junio de 1914 y lo peor está por venir. El nacionalismo –peste del siglo XX y, de momento, del XXI, señala el autor- iba a poner enseguida con ese atentado el mundo patas arriba. Y así fue.
Eslava se permite la curiosidad, quizá para profundizar el horror y trocarlo en macabro chiste
Todos van a la guerra convencidos de que la ganarán. Y todos, en verdad, fueron sus grandes perdedores. Se emplea a fondo el escritor en describir los peores escenarios de esta contienda: las trincheras. No sólo retrata el frío, la humedad y enfermedades, sino que se afana en describirlas como lo que fueron: una vida de ratas. Eslava se permite la curiosidad, quizá para profundizar el horror y trocarlo en macabro chiste. En sus páginas relata cómo, por ejemplo, algunas fosas comunes tenían tan poca profundidad que la artillería de los ejércitos lograba dejarlas rápidamente al descubierto e incluso describe el coñac barato que daban a los soldados de algunos batallones para conseguir “el impulso suicida” de ir a por el enemigo completamente eufórico y ebrio.
Episodios conocidísimos, sobre los que se ha escrito –y bastante-, como la muerte de la espía Mata Hari a manos de un pelotón de fusilamiento, quedan travestidos no en frívolas estampas pero sí en postales suspicaces. Cuenta Eslava Galán por ejemplo, cómo pudieron los celos de una javanesa, Raquel Meller, ser uno de los motivos que precipitaron la ejecución de la espía.
Existen, de hecho, verdaderas curiosidades en este libro: fotos que retratan a soldados y mulas, ambos, con máscaras antigás; granadas llevadas en grandes cestas al lomo de burros; perros que tiran de los cañones o la inverosímil estampa del palomar móvil de los ejércitos británicos; sí, un camión con una decena de jaulas llenas de aves mensajeras apiladas en el techo. Esta última anécdota, da pie a otra: la historia de Cher Ami, la paloma que mereció la Croix de Guerre por su heroismo: herida de bala y con una pata de menos llevó el mensaje de una unidad americana en apuros en 1918. Está disecada y exhibida en el Smithsonian de Washington.
Granadas llevadas en grandes cestas al lomo de burros; perros que tiran de los cañones o la inverosímil estampa del palomar móvil de los ejércitos británicos
Cuentan también entre las cuentas de este largo rosario la historia de una biblia que detuvo una bala y salvó la vida a su dueño o la rocambolesca historia del jamón que se conserva en una urna de cristal en la taberna El Gorrión, en Jaén. El entonces dueño del local se enamoró de una joven clienta a la que la grasa del jamón había manchado el vestido, así que decidió no probarlo y conservarlo, casi momia, en la bodega. No frivoliza tampoco Eslava Galán con la hambruna de esos años y se detiene, incluso, en episodios como los que ocurrieron en el Berlín de aquellos años y en el que refiere cómo un grupo de hambrientos ciudadanos dio cuenta de un caballo muerto, al que tasajearon y cuyos trozos repartieron para calmar el hambre.
Sobre las treguas y pequeños armisticios también hay anécdotas. Una de ellas tiene lugar en Navidad. En pleno fuego, una noche del 24 de diciembre, los ingleses ven como las trincheras alemanas se van iluminando paulatinamente. No es una nueva táctica bélica, escribe Eslava Galán; se trata –sorprendentemente- de árboles de Navidad. A la vez, se escucha una música que sale de las zanjas y un coro de voces que canta el villancico más universal, Noche de paz. Los ingleses, con una bocina les piden que canten otro y, a continuación, replican con uno en inglés. Pasan la noche así, intercambiando villancicos y, al amanecer, se alzan banderas blancas en el lado alemán y un soldado, desarmado, emerge a campo abierto con otro trapo blanco. Otros le siguen y, enseguida, los ingleses hacen lo propio. Se reúnen en campo abierto, en tierra de nadie. Se muestran fotos de las familias y se intercambian cigarrillos, whisky, chocolate y salchichas. “Tienen más en común entre sí de lo que pueden tener con los generales o los políticos que los han implicado en esta mortal aventura”.