Con él, la realidad no necesitó motivos. En sus novelas las cosas ocurrían sin explicación ni lógica. Se bastaban a sí mismas. Refulgían con su belleza arbitraria e inusual: Remedios la bella y su nube de mariposas amarillas; la larguísima cabellera roja que crecía aún después de la muerte en Del amor y otros demonios; la espesa mazamorra y el buzón vacío del Coronel no tiene quien le escriba; las impensables ventosidades de Simón Bolívar en la hamaca del General en su laberinto.
Lo hizo en la literatura. Pero también en el periodismo, oficio que ejerció con maestría, entendiendo que por real, la realidad no tenía por qué ser contada con desaliño. Como reportero para la revista Momento, a finales de los años 50 del siglo pasado, se valió de la imagen de un hombre que se rasura con zumo de melocotón para retratar una ciudad aquejada por los cortes en el servicio del agua. Gabriel García Márquez, el Gabo, Gabito. Qué solos nos dejas.
Fallecido en Ciudad México –donde vivía desde 1961 con su esposa Mercedes-, el escritor colombiano y Premio Nobel de Literatura 1982 arruga por igual bibliotecas y corazones con su partida. Tampoco nos engañemos. Desde que perdió la memoria, el Gabo se encontraba ya muy lejos de este mundo, un mundo que a él le dio por entender con otra lógica: una que le privó a él de sus recuerdos y a sus lectores de más páginas.
Hay quienes dicen, como Plinio Apuleyo, que García Márquez “le cogió rabia” a Cien años de soledad, porque lo hizo famoso. El reconocimiento público le resultó, siempre, una losa. “Me he negado a convertirme en un espectáculo, detesto la televisión, los congresos literarios, las conferencias, la vida intelectual, y he tratado de encerrarme dentro de cuatro paredes, a diez kilómetros de mis lectores, y sin embargo ya me queda muy poca vida privada: mi casa, tú lo has visto, parece siempre un mercado público”, dijo el colombiano, quien tuvo que resignarse a ser si no el escritor más conocido, al menos sí uno de los más queridos y seguidos del mundo.
Autor de una extensa obra que incluye la novela, el relato, la crónica y hasta el guión cinematográfico, García Márquez estuvo condenado a ser el autor de Cien años de soledad, una novela que, como él mismo relata en Vivir para contarla, escribió en 18 meses. En sus páginas, el Gabo reunió no sólo la lógica y la oralidad de los pueblos caribeños, esos en los que la fantasía servía para encubrir –acaso corregir la realidad- o simplemente para manifestarse un tiempo –hoy extinto- que transcurría de otra manera. Según la crítica, Cien años de soledad es el libro exponente del realismo mágico. Pero es mucho más. Es una foto de grupo, un aire de familia, un algo que define a generaciones y generaciones.
Un muchachito que aprendió a escribir a los 5 años
Nacido en Aracataca –ese pueblo con nombre de ametralladora, que decía el periodista Cristóbal Guerra-, un 6 de marzo de 1927, creció rodeado por sus abuelos maternos y sus tías, pues sus padres, el telegrafista Gabriel Eligio García y Luisa Santiaga Márquez, se fueron a vivir, cuando Gabo contaba solo cinco años, a la población de Sucre. De aquel universo salieron buena parte de sus personajes: su abuelo fue el coronel Nicolás Márquez, veterano de la guerra de los Mil Días, quien le contaba al pequeño Gabriel infinidad de historias de su juventud y de las guerras civiles del siglo XIX, lo llevaba al circo y al cine. Doña Tranquilina Iguarán, su abuela –de ascendencia gallega, además-, y quien acostumbraba a relatar fábulas e historias, fue, según él mismo admitió, fuente de la visión mágica, supersticiosa y sobrenatural de la realidad.
Gabriel García Márquez, quien aprendió a escribir a los cinco años, tuvo que marcharse a Sucre tras la muerte de su abuelo. Estudió de interno en el colegio San José, de Barranquilla, donde a la edad de diez años ya escribía versos humorísticos. En 1940, gracias a una beca, ingresó en el internado del Liceo Nacional de Zipaquirá: el frío del internado de la Ciudad de la Sal lo ponía melancólico, triste. Permaneció siempre con un enorme saco de lana, y nunca sacaba las manos por fuera de sus mangas, pues le tenía pánico al frío. Fue en esos años cuando hizo su largo periplo por el río Magdalena en barco de Vapor. Ahí, entre las brumas del río cuajaron las que serían sus imágenes literarias que expresaría en sus libros. En 1947, tras terminar el colegio y presionado por sus padres, se trasladó a Bogotá a estudiar derecho en la Universidad Nacional. Le resultó una ciudad gris, fría, donde todo el mundo se vestía con ropa muy abrigada y negra. En la Universidad Nacional permaneció sólo hasta el 9 de abril de 1948, pues, a consecuencia del "Bogotazo", la Universidad se cerró indefinidamente.
De ahí en adelante, no hubo quien lo detuviese. Se dedicó a leer, escribir hacer periodismo. Ya viviendo en Cartagena, García Márquez viajaba constantemente a Barranquilla, donde entabló relación con un grupo que fue decisivo en su formación. Son los años de El heraldo de Barranquilla, donde publicaba su columna La girafa, firmada por Septimus, en homenaje al personaje de La señora Dalloway de Virginia Woolf, cuya lectura ha resultado inspiradora para generaciones y generaciones. "Fue un escritor de temple cervantino que promovió una reconciliación crítica de la realidad porque nos demostró que el mundo está muy mal hecho pero que podemos reconciliarnos con él por medio de la crónica", dice el mexicano Juan Villoro en referencia al que puede que sea uno de los géneros mejor cultivados por García Márquez y que tiene entre sus referencias clave sus trabajos publicados en la década del 50 en El Espectador –periódico en el que comenzó a trabajar en 1952, en Bogotá- y también en el diario El Nacional, en Caracas.
De aquellas crónicas –urdidas con la vivencia del reportero- vienen piezas magistrales que se anticiparon, con mucho, al Nuevo Periodismo. Son el germen de libros como Relato de un náufrago (publicado en 1950 como reportajes en El espectador y editado como libro en 1970), Crónica de una muerte anunciada (1981) o la magnífica Noticia de un secuestro (1996), que narra la Colombia del narcoterrorismo y los extraditables.
De La Hojarasca al Boom
En 1955, El Espectador le envía a Ginebra como corresponsal para cubrir la conferencia de los Cuatro Grandes. Viaja por Roma, Polonia, Hungría, la República Democrática Alemana, Checoslovaquia y la Unión Soviética. A finales de año se traslada a París. Sin embargo, El Espectador es clausurado por el gobierno del dictador Rojas Pinilla. A pesar de las dificultades, permanece en Europa. Había publicado La hojarasca (1955) y en 1957 terminó El coronel no tiene quien le escriba, que no se publicaría como libro hasta 1961, en Colombia. Aquellos fueron años movidos: vuelve a Barranquilla a casarse con la que fue su esposa toda la vida, Mercedes Barcha; trabaja como reportero en la Venezuela dictatorial de Marcos Pérez Jiménez; viaja a Nueva York –también por el Sur de su admirado Faulkner- y Cuba hasta que en 1961 se instala en México. Allí conoce a Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Fernando Benítez, Manuel Barbachano o Carlos Monsiváis. Trabaja entonces como reportero, redactor publicitario, guionista –su primer guión, de hecho, se basó en El Gallo de oro, de Rulfo-. Ya para aquel entonces, el Boom cobraba forma editorial y generacional. Vargas Llosa se había ganado el Rómulo Gallegos por La casa verde; Carlos Fuentes había escrito La región más transparente (1958) y Julio Cortázar Rayuela (1963).
Sería en 1966, mientras conducía rumbo hacia Acapulco en compañía de su mujer y sus hijos, cuando el Gabo decidió reemprender el siempre postergado proyecto La casa. La había apartado durante 17 años. Hasta que se sentó ante la máquina de escribir; 18 meses después la terminó. Se trataba de Cien años de soledad, una novela que narra la historia de la familia Buendía a lo largo de siete generaciones, en el pueblo ficticio de Macondo, una metáfora tan sentimental como política: un pueblo aislado, en el que ocurren cosas como la peste del olvido pero también la guerra –trasunto de los Mil días y otras contiendas civiles-, la fiebre del banano o el rápido paso de un ferrocarril que carbura un progreso venenoso. Todo cuanto en aquellas páginas parecía surrealista; en parte lo era y en parte no.
El matrimonio entre los primos José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, fundadores de Macondo, es la primera rama de una larguísima genealogía de seres increíbles: José Arcadio Buendía, atado al castaño; Remedios la bella, que se eleva entre mariposas amarillas; Melquíades, cuyos pergaminos y profecías atraviesan todo el libro; el coronel Aureliano Buendía -padre de 17 hijos- que envejece encerrado fabricando sus pescaditos de oro; Aureliano Triste, el hombre que llevó el hielo a Macondo… Los persigue a todos la profecía del niño que habrá de nacer con cola de cerdo y que se comerán todas las hormigas del mundo. Ya lo decían los manuscritos de Melquíades: "El primero de la familia está atado a un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas".
La muerte del Gabo impone una tristeza amarilla, como la de las rosas y las mariposas. Una pena que ilumina y ahueca. Quedan en la educación sentimental de miles y miles de lectores sus páginas más brillantes, entre las que podrían citarse decenas y decenas y decenas: la bella durmiente de Doce cuentos peregrinos; los consejos de Me alquilo para soñar; la mirada de De viajes por los países socialistas... Pero si hay algo que llevan en el corazón todos los que le han leído es este, uno de los mejores comienzos de novela jamás escritos antes: "Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo".