Cultura

El derecho a entrar en el museo

Los españoles pueden volver al Prado desde ayer. Entrar en los museos supone la recuperación de lo que nos parece un derecho fundamental, pero es un derecho reciente

  • El derecho a entrar en el museo

La idea de abrir al público las colecciones reales, para que no sólo los cortesanos disfrutasen de la contemplación de su belleza, se le ocurrió a los enciclopedistas del siglo XVIII francés, pero no se llevaría a cabo hasta la Revolución Francesa. Un decreto de 1793 creó el Museo Central de las Artes, que debía abrir al pueblo el Palacio Real del Louvre. Cuando Napoleón Bonaparte tomó el poder se mostró tan entusiasmado con el proyecto que le cambio el nombre, y a partir de 1803 el Louvre se llamaría “Museo Napoleón”.

No es extraño que el hermano de Napoleón, que vino a reinar en España como José I, trajese esa idea de abrir al público las colecciones reales españolas –mejores que las francesas- e incluso dictó un decreto fundacional en 1809, aunque no pudo llevar a cabo su proyecto por la Guerra de Independencia. Sería Fernando VII quien recogiese esa idea revolucionaria –una paradoja, dado su absolutismo- y fundase el Museo del Prado en 1819.

Todo el mundo tenía derecho a entrar gratis en el Museo Real de Pinturas (primer nombre del Prado), desde su inauguración en 1819. Los miércoles, de 9 de la mañana a 2 de la tarde, eran el día de apertura pública. Claro que el museo se abría, como las corridas de toros, “si el tiempo no lo impide”; es decir, se cerraba los días “de lluvia y lodos” para evitar que entrasen personas con paraguas empapados o pies embarrados, y sobre todo, gente no interesada por el arte sino que sólo quisiera resguardarse de la lluvia.

El resto de la semana el museo estaba reservado para los pintores y estudiantes de Bellas Artes, pues existía el concepto de que el Prado debía servir de escuela para los artistas. También gozaban de pase diario los extranjeros, siempre que presentaran su pasaporte, pues otra razón de ser del Museo Real de Pinturas era dar a conocer al mundo la escuela española de pintura, tan magnífica como ignorada en Europa. Por eso en 1823 se publicó ya un catálogo en francés, dirigido a los militares que habían invadido España para reponer el absolutismo de Fernando VII, los llamados Cien mil Hijos de San Luis.

Los visitantes

Prosper Mérimée, famoso autor de Carmen e hispanófilo declarado, que viajó por España hacia 1830, dejó una crónica de su visita al Prado, que ya abría al público miércoles y sábados. Mérimée decía que esto era mejor que abrir los domingos, como hacía el Louvre, que así se llenaba de “una multitud de niñeras, jornaleros y soldados que van a pasearse por su galería”. El museo debía reservarse para los interesados por el arte y no convertirse en un lugar de paseo y ligue, según Merimée; hoy se le acusaría de elitista y cosas peores, pero el francés demostraba que no lo era porque le parecía muy bien que se pudiese ir al templo de la pintura española “con zapatos o alpargatas”, y no como en Inglaterra, en donde exigían al visitante “ir vestido de paño muy fino y con todos los atributos del gentleman”.

Existe una imagen que da testimonio de los visitantes del Prado de aquella época, una pintura de Fernando Brambila fechada en 1834, que ofrece una vista de la rotonda central, donde no se exponen cuadros, y de una de las galerías bajas. Sin llegar a las masas a las que hoy estamos acostumbrados, el Prado no parece desde luego un espacio por donde deambular en solitario, se pueden contar 45 figuras de las que casi un tercio son mujeres. Unos contemplan las pinturas de la galería, otros mantienen tertulias o pasean. La mayoría parece un público burgués, aunque se distinguen un par de mujeres ataviadas con la castiza mantilla –que también podía llevar una duquesa, ciertamente- y se ven tres tipos indudablemente populares por su atuendo, dos mujeres con moño y pañolón y un hombre que se quita reverencialmente el sombrero. Hay entre el público incluso un niño vestido muy elegantemente, al igual que su madre, de clase alta.

La política de apertura dio un giro que habría disgustado a Merimée tras la revolución progresista que en 1868 destronó a Isabel II. En 1871, durante el breve reinado de Amadeo de Saboya, fue nombrado director del museo un pintor de ideas políticas avanzadas, Antonio Gisbert, autor del célebre cuadro histórico Fusilamiento de Torrijos. Gisbert decidió abrir los domingos para que el pueblo –que trabajaba los otros seis días de la semana- pudiese visitar el museo, reservando los días laborables a los artistas y estudiantes, pero introdujo la novedad de poder entrar esos días mediante pago de una entrada. Hasta ese momento a nadie se le había ocurrido cobrar por la visita a un museo –una tradición sólo conservada por el British Museum de Londres-, ahora los extranjeros y los aficionados españoles tendrían que pagar dos reales, si no querían hacerlo a la vez que el pueblo soberano, pero molesto.

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