Medio siglo da para mucho; todavía más si es en nombre de Cien años de soledad, esa novela que cuenta las siete generaciones de la familia Buendía al mismo tiempo que hace un retrato universal en el que cabe un país, Colombia; una costa, el Caribe, y un continente, América Latina. Pero también usted y yo, lector. Si eso no es periodismo y a la vez literatura, que alguien me diga qué es.
Este 2017, cuando se cumple el cincuenta aniversario de la publicación de la obra más conocida del Premio Nobel Gabriel García Márquez, los homenajes abundan, e incluso hasta Mario Vargas Llosa asoma palabras para hablar de una amistad rota. Pero hay uno en particular que resuena, por su lucidez. Se trata de la entrega de los Cursos de verano de la Universidad Rey Juan Carlos (organizados por Libros.com, la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano y La Fundación La Caixa), que dedicó su ciclo de este año al libro del colombiano con la participación de figuras como Juan Cruz, Daniel Samper, Xavi Ayén o Antonio Lucas . Clausuradas este viernes en Madrid, las jornadas aún resuenan. Apuntan con el dedo índice a quien vive este oficio (y, claro, vive de él).
Un año antes de ganar el Premio Nobel, García Márquez dijo: "Siempre me he considerado un periodista, por encima de todo"
Un año antes de ganar el Premio Nobel, García Márquez dijo: "Siempre me he considerado un periodista, por encima de todo". Como la manera de mirar no se administra –se es o no-, quien lee Cien años de soledad hoy percibe de qué manera García Márquez vuelca en la ficción todo cuanto 'reporteó' en sus años de niño fisgón. Sí, aquel hijo del telegrafista que a los cinco ya sabía escribir y de seguro, contar, se volcó y nos volcó en Cien años de soledad. Es una manera de observar, de escuchar. De comprender que la realidad significa en sus distintas categorías. No somos omniscientes y la vida, ya se sabe, no siempre trae comillas.
Todo aquello cuanto nos parece producto de la exageración o la fabulación proviene del clavo de la vida, golpeado mil veces por el martillo de la memoria oral. No en vano, su abuelo, el coronel Nicolás Márquez, veterano de la guerra de los Mil Días, le contó todas las batallas del XIX colombiano y su abuela, doña Tranquilina Iguarán –de ascendencia gallega-, le llenó la cabeza con aquellas historias que le revelaron una visión mágica, supersticiosa y sobrenatural de la realidad. ¿Y de qué otra forma podía ser? Era y sigue siendo así la manera en la que el Caribe se explica a sí mismo. Y permítame decir, lector, que hoy -especialmente- echo de menos el tono de aquel 'érase una vez' caluroso.
Todo aquello cuanto nos parece producto de la exageración o la fabulación proviene del clavo de la vida, golpeado mil veces por el martillo de la memoria oral.
El resultado de aquella sensibilidad fue ese Macondo que dejó en pañales al Faulkner de Yoknapatawpha: aquella región en la que el pirata Francis Drake mataba caimanes a cañonazos; las mariposas amarillas anunciaban la llegada de personajes; Remedios se elevaba cual ascensión mariana o la peste del insomnio traía consigo la del olvido. Es ficción, por supuesto, pero proviene de ese lugar al que van a parar las historias cuando alguien aprende a extraerlas del montón del hastío.
En 1996, en aquella conferencia El mejor oficio del mundo, García Márquez afeó aquel periodismo que incurría en el "empleo desaforado de comillas en declaraciones falsas o ciertas". El de las manipulaciones intencionadas o producto de la ignorancia. García Márquez, además, detestaba las grabadoras. Era un invento luciferino, decía. "La grabadora no piensa, oye pero no escucha, es fiel pero no tiene corazón”. De esa imagen se valió Antonio Rubio, periodista de investigación de larga trayectoria y coordinador de estos encuentros, para enterrar la aguja en quienes lo escuchábamos. En aquella conferencia, dijo Rubio, el Gabo nos advertía sobre la posverdad, ese vertedero al que van a parar las cosas, como las palabras al magnetofóno sordo.
Ya en aquel entonces, dijo Antonio Rubio, García Márquez nos advertía de la posverdad, ese vertedero que invoca la ficción en vano y al que van a parar las cosas
Después de Rubio -y entre acordes de vallenato, bendita sea esa música que alborota el alma-, tomó la palabra Jaime Abello, director de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, y empujó todavía más la espuela en el costado del oficio.. que, como sabéis, se duele. "García Márquez se consideró, siempre un periodista", repitió. De vuelta a la redacción, mientras releo las páginas marcadas de un ejemplar ya viejo de la novela que nos ocupa, repaso la peste del insomnio que introducen en Macondo Visitación y su hermano. Esa pandemia que acabó en el olvido. Sentada en un autobús que avanza dando tirones, pienso en la posverdad con la sensación de que, de los cien años -y quién sabe por qué- hemos elegido… la soledad.
Extraer de la verdad la sustancia que guarece, la que importa. ¿No es eso a lo que se dedica el oficio? ¿Por qué, entonces, elegimos la soledad?
Cuando García Márquez se sentó a escribir Cien años de soledad tenía 38 años, cuatro libros publicados y una capacidad excepcional para mirar. Había hecho –y seguiría haciendo- periodismo. Había recorrido Europa y la Unión Soviética. Y América Latina. La historia de los Buendía ya daba vueltas en su cabeza. La traía desde aquel viaje por el Magdalena en un barco de Vapor, que hizo de adolescente. Ahí, entre las brumas del río, cuajaron las que serían sus imágenes literarias más potentes. Ahí se cocinaba la vocación. Mirar, por encima de todo. Aprender a fotografiar con el lenguaje. Extraer de la verdad la sustancia que guarece, la que importa. ¿No es eso a lo que se dedica el oficio? ¿Por qué, entonces, elegimos estar tan solos?