No sé si llegará el día en que las escuelas desaparezcan. Quiero pensar que no pero, si la tecnología y la ciencia más impersonal e inhumana, el algoritmo y la IA, llegasen a tomar el control absoluto de ese trabajo que es, para algunos, para aquellos maestros que no han perdido pasión ni vocación, tan necesario como el respirar, se correría el riesgo de aniquilar todo vestigio de lo que Josep Maria Esquirol con tanto mimo y cuidado pone de relieve en La escuela del alma. De la buena forma de educar a la manera de vivir (Ed. Acantilado), bajo nueve preceptos (Felices los que van a la escuela: cruzarán el umbral; Felices los que encuentran buenos maestros: se acordarán de ellos; Felices los que van contra el destino: ya son origen; Felices los que prestan atención: entrenan el espíritu para recibir; Felices los que se hacen amigos de trazos, números, palabras o gestos: serán fuente; Felices los que no hacen mal a los demás: hacen ya mucho bien; Felices los que, al cabo de los años, siguen atentos al mundo: verán el camino; Felices los que siguen atentos a la vida: verán la manera; Felices los que vuelven a la escuela del alma: tomarán apuntes en una libreta) similares a las bienaventuranzas.
Porque, como él mismo alega, no existe escuela sin alma, como tampoco Humanidad sin aquello que la diferencia, que la hace única frente a cualquier otra especie y raza. Y para definirla, tanto a la humanidad como a los individuos; tanto a la escuela como a los maestros y alumnos, el autor recurre a las palabras más nobles usadas por el hombre, que son origen y están hechas de «carne y pensamiento». Y lo hace ya no sólo para describirnos, también para que no sea tedioso el mero hecho de identificarlas y reconocerlas y, a su vez, reconocernos en ellas con tal de que la proximidad hacia el semejante y nuestro igual, se mantenga en un constante punto de fuga que, además de unir y estrechar, no tenga límite ni final.
Por desgracia, en estos tiempos resulta fatigoso -por no decir penoso- mantener la fe en lo que nos rodea, en el mundo y realidad presente. Más aún cuando los golpes nos advienen a izquierda y derecha; cuando nos flanquean y cercan sin apenas escapatoria, despertando ira, resentimiento e indiferencia. «La amenaza viene de la indiferencia: es la amenaza de la inhumanidad, de la frialdad, de la insensibilidad, de la oscuridad, de la confusión y de cualquier otro tipo de totalitarismo», afirma Esquirol, sin embargo, dadas las circunstancias, sabe a lo que se ha de recurrir en los escenarios donde se representa el drama, el conflicto o la guerra, y eso es la resistencia.
Resistencia ante lo que, en lugar de unir y acercar, nubla y oscurece el corazón de los hombres convirtiéndoles en esclavos del combate y las diferencias, aumentando la distancia que, supuestamente, nos separa, cuando en realidad lo que más se constata cuando uno posee la capacidad de abstraerse y absorber; se para y contempla, son, precisamente, las semejanzas. Los parecidos razonables entre unos y otros. Sobre todo, entre esos obreros del mundo que, con independencia del oficio gustoso, que diría Juan Ramón Jiménez, crean, generan y se emplean en lo que el catedrático define como las buenas formas y éstas son: las palabras, la lógica abstracta, el trazo, el gesto o la música. Y como dice el catedrático, hacen de la belleza más belleza. Del mundo más mundo. De la vida, más vida. Tienen, en definitiva, «carácter fontal». Son manantial, alimento y fruto del gesto y lenguaje universal.
¿Qué es la escuela del alma?
Pero ¿qué es, qué representa la escuela del alma para Esquirol? Primeramente, un lugar sagrado al que se va y acude, «donde se cultiva el alma mediante la atención a la cosas del mundo». Un espacio abierto de par en par, que es umbral pues quien atraviesa su puerta después no sale igual, y posee en su interior una luz muy particular que invita al amparo; con cierta disposición a la apertura, al abrazo, al aprendizaje, al tiempo y al silencio, y, sobre todo, al encuentro y compañía entre alumnos y maestros; entre compañeros; entre almas afines. Afines en cuanto a la búsqueda de un mismo fin, de una lucha compartida que, aun teniendo momentos de soledad -sinónimo, según el autor, de fraternidad- y de reflexión individual, o de cultivo de la vida espiritual que alberga cada uno y debiera asimismo cada uno cultivar con tal de prolongar su propia maduración, pone el foco en el hacer camino. Porque si no se hace camino, no se avanza ni se descubren nuevos enclaves, ni se conocen nuevas gentes, ni se modifica nuestra manera de percibir, de sentir, de mirar. De ahí la importancia de la orientación mientras se camina, más aún cuando el desorden impera, cuando se reciben demasiados estímulos tecnológicos que nos alejan de lo verdadero y auténtico; de lo que está hecho a la medida de los sentidos.
Por ello, con tal de no perdernos en exceso por el camino, nos servimos de la escuela, de los maestros y los compañeros; de la enseñanza y la educación. «Educar significa ‘ayudar a alguien a conducirse, a orientarse’. Y enseñar significa ‘indicar, mostrar’. (…) se educa más bien con el corazón y se enseña más bien con las manos. Se educa con el corazón, porque el corazón es símbolo de lo que acompaña y cuida. Se enseña con las manos o, mejor, con la mano y con el dedo, porque mano y dedo indican, señalan, se dirigen a las cosas. Enseñar, entonces, forma parte de la maravilla de la manifestación: hay mundo y el mundo se nos manifiesta. En el seno de la manifestación [se halla] la enseñanza», aclara Esquirol. Y llegados a este punto, afortunados aquellos que encuentran a un buen maestro o maestra que educa y enseña pues siempre se hallarán, en el mejor de los sentidos, en deuda con ellos y con el vínculo inquebrantable que les unió.
Mas ¿cómo reconocerlos? ¿Cómo reconocer la verdadera escuela y, en consecuencia, a los maestros y compañeros? En realidad, es más sencillo de lo que parece. Es una respuesta ante lo que se nos manifiesta, que emana desde el interior, como una especie de detector e identificación que albergamos desde que nacemos y que pide, ya no sólo ese reconocimiento, sino también la atención, la mirada y el cuidado necesarios para nuestra alma. Y ésta, además de sabia, se deja guiar por la intuición que tantas decisiones toma por nosotros cuando le permitimos actuar y campar a sus anchas, carente de juicio razonado por nuestra parte, pues de poco nos sirve la razón cuando se trata de lo más difícil de describir y nombrar; de aquello para lo que no se encuentran las palabras adecuadas porque posee un pedazo de divinidad y va más allá de lo material. Es intangible, abstracto si acaso, pero lleva intrínseca una profundidad y una hondura que, una vez se contempla, una vez se da ese paso revolucionario que lo cambia todo en un instante, como afirma Josep Maria, ¡ah!, entonces se obra una magia muda, que nos trastoca, desborda y sobrepasa. Y después, caemos en la cuenta de que ya no somos iguales que un segundo antes, que algo se ha modificado y dicha transformación o, mejor dicho, reajuste interno, provoca sin querer -o queriendo- un punto de no-retorno en nosotros que nos exigirá, según Esquirol, «un empeño, un compromiso, una adhesión madura, una responsabilidad». O, en otras palabras, libertad, argumentación y herramientas adecuadas para poner en práctica y defender causas que, aunque parezcan perdidas, no así resultarán vanas.
En cuanto a la formación de uno, ya que sólo de uno depende, pues por mucho que la escuela y el maestro nos muestren y enseñen el camino, de nosotros depende recorrerlo, Esquirol se sirve de una cita de Gadamer que dice «Igual que la naturaleza, la formación no conoce objetivos exteriores», y continúa Josep Maria: «Formarse se traduce en el inacabable cuidar de sí mismo –y la inacabable búsqueda de sentido–». Búsqueda de sentido de la vida, de la experiencia humana (a pesar de ser desgarradora), e incluso del arte. De la emancipación a la hora de buscarse la vida y perseguir nuestros ideales. Una búsqueda de sentido ante el mal o la atrocidad, y cuya primera respuesta no sea mirar hacia otro lado, u obviar la evidencia, como tampoco hacer alarde de la doble moral que está a la orden del día, y es tan dañina que, en lugar de aclarar la perspectiva, la emborrona y la complica, provocando más caos, más confusión, más laberintos sin salida. Una búsqueda de sentido, que demanda lo contrario: belleza y bondad; mirar de frente, anteponerse, enfrentarse, y defender, ayudar, amparar. Tender la mano al mundo y a los demás. «El poeta del mundo se caracteriza tanto por lo que hace como por lo que no hace. Tanto por la belleza y el bien que crea como por el mal y la degeneración que evita. El poeta del mundo se reconoce tanto en la pasión creadora como en los escrúpulos», afirma Esquirol. El poeta y actor del mundo ha de hacer el bien y hacer las cosas bien; debe empeñarse a fondo en esa labor aunque sienta que está solo, aunque reciba desde su humilde escenario opiniones contrarias, críticas, abucheos. Ha de confrontar lo opuesto, principalmente, para que se reafirme en lo que verdaderamente cree y es, y reafirme a su vez su situación y lugar en el mundo. La convicción es un deber y una obligación para que su testimonio no sea vacío ni llano, sino abundante y vibrante. Para que las palabras y las expresiones no dejen frío al oyente ni al espectador. De ahí también la importancia de la calidez y la claridad en cada una de las acciones humanas. El mal es inevitable, como lo es el sufrimiento, pero, tal y como dice el escritor, ¿por qué no contribuir como buenamente se pueda desde la «orden filosófica del amor», que es La escuela del alma?
Vida a un ritmo acelerado
Vivimos a un ritmo acelerado. Peor aún, nos obligan a vivir a un ritmo acelerado como si el día se nos fuera a escapar de las manos, como si estuviésemos perdiéndonos algo, como si todo se tuviera que vivir aquí y ahora, sin dejar tiempo siquiera para el reposo o para respirar hondo, para meditar sobre lo vivido, sentido o experimentado, para dar con lo que necesitamos, para preguntarnos ya no sólo a nosotros sino a los otros, cuando lo irónico es que lo esencial se fragua y desarrolla a fuego lento, a su propio tempo. De ahí la demanda en el sosiego y la calma. Sólo hay que observar cómo funciona la naturaleza, que trabaja al margen del ser humano, para darse cuenta de ello. Cómo no se deja aprisionar por la mano que se empeña en coger muchas flores y todas a la vez, convencida de que en la cantidad tiene la respuesta, cuando sucede justo al revés.
Nos embobamos con mucho sin prestar atención al detalle, a lo original, a lo que sobresale, no por ser más grande, sino por tocar -si acaso rozar- las profundidades que habitan en nosotros. Sin embargo, el mundo se obstina en hacer ruido, y cuanto más alto y desesperante y exacerbado, cuanta mayor «pantallización», mejor. Demasiadas voces gritan al unísono que debemos consumir más porque nos estamos perdiendo cosas al no hacerlo; que llegamos tarde o que, directamente, si no nos apresuramos entonces nunca llegaremos. Pero en la escuela del alma no se grita, ni hay una voz más alta que otra. Ni se llega demasiado pronto ni, por el contrario, demasiado tarde, pues lo importante no es sólo llegar cuando uno lo sienta, también quedarse. Porque esta escuela es refugio y consuelo. Es un patio de recreo, no por el griterío ni por los juegos dispersos, más bien por la unificación y la comunidad que se crea; por el mero hecho de formar parte de algo más grande que uno mismo. Escuelas hay en todas partes, al igual que maestros, que no tienen porqué subirse a un encerado para impartir clases y poseen más sabiduría que aquellos que calientan el asiento por un sueldo, y, honestamente, en la escuela del alma vale la pena matricularse, porque el conocimiento que se adquiere acompaña a uno desde su inicio -o iniciación- hasta el fin de sus días.
El mundo que se nos muestra, en el que nos encontramos y situamos, pide, partiendo de La escuela del alma, nuestra atención. Requiere de ella para que seamos cambio, revolución y resistencia. Pide participación y testimonio, legado de algún modo; semilla y siembra. Que no pasemos desapercibidos ante lo que se nos presenta, sea bueno o malo. Que cada uno trate de encontrar su camino y no desespere durante el proceso de búsqueda e investigación, aunque para ello deba mantener los ojos y el espíritu abiertos. Hallarse en continua apertura, en continua predisposición para cruzar el umbral. Que nos dejemos educar y enseñar, sin ego, con humildad, pues nadie posee ni alberga la verdad absoluta, sólo una manera de ver las cosas y, en consecuencia, de transmitirla a los demás como meramente sepa y pueda. De modo que más escuelas como la que propone Josep Maria, y más maestros y alumnos como los que ahí refleja; más obreros del mundo, más seres que se obcequen -porque así lo sienten- en ser origen y fuente. Felices los que lean La escuela del alma: hallarán algunas respuestas.