Decía Francisco Umbral en 'Un ser de lejanías' que hacía falta mucha humanidad para tener la mirada de un perro. También decía que para vivir en Madrid había que ser boxeador, “porque solo vive el artista doblado de boxeador, el que noquea a un banquero o un gángster o un ministro o una puta de terciopelo cada noche”. Y así, deslizando la pluma sobre el folio, el vallisoletano que llamaba Greta Garbo a su madre dibujaba trazos entre la realidad y la ficción que hablan de todos nosotros.
‘Un ser de lejanías’ es más un libro de otoño que de verano. Ahora apetece más hablar de los niños en la playa de Azorín. Las historias de amor son para el verano, qué duda cabe. Como los largos sueños, solo aptos para las noches más cortas.
Como decía Umbral, hace falta ser un boxeador en Madrid. Pero también hace falta serlo en un pueblo de Extremadura, en Nueva York, en Palencia o en Chinchón. Y no solo por noquear uno a uno a los integrantes de la lista de hijos de puta, cada vez más inabarcable. Principalmente hace falta ser un boxeador para aguantar unas cuantas hostias, esas que la vida prepara cuando menos te lo esperas y que te dejan boca abajo en el ring, sin saber de dónde ha venido el golpe.
Pero tampoco son tiempos para el boxeo. Una disciplina censurada en el diario ‘El País’ y minoritaria entre los españoles. Quizá fuera cierto aquello que decía Andrés Calamaro de que "un país sin interés por el boxeo era un país de cobardes".
El boxeo está repleto de historias trágicas, de victorias épicas y hasta de ejemplos vitales. Uno de los que más admiro es George Foreman. Se retiró a los 28 años y regresó al ring diez años después. Se proclamó campeón de los pesos pesados en 1994, con 45 años, el púgil más mayor en hacerse con el cinturón de campeón. En esta segunda etapa boxística, Foreman era mucho más lento. Ya no era aquel que se lo puso complicado a Muhammad Ali en Kinshasa (República Democrática del Congo).
Era viejo y avanzaba sin cesar aguantando golpe tras golpe, golpe tras golpe, golpe tras golpe… Hasta que llegaba su oportunidad y lanzaba un puñetazo ganador. Su estilo era como el del Real Madrid con el Manchester City en la semifinal de Champions. Recibir, recibir y recibir hasta tener la oportunidad de asestar un buen golpe. Me gustaría caminar por la vida con el coraje de Foreman.
De niño era muy peleón, una costumbre que afortunadamente perdí por mi bien con el paso de los años. Cuando mis padres me llevaban a algún parque al rato tenían que desarrollar sus mejores dotes diplomáticas porque algún otro niño se había llevado un guantazo por no dejarme usar un tobogán. Creo que la última vez que solté un puñetazo fue en el instituto, y fue por defender el “honor de una dama”, como hiciera Francisco de Quevedo el jueves santo de 1.611 –y bien recuerda el Ayuntamiento de Madrid con una placa en la plaza San Martín-. A medida que pasan los años uno empieza a pelear menos y a boxear más –con la vida-.
"El hombre es un ser de lejanías", escribió Heidegger. La frase que da título a la obra de Umbral. Escrita en el ocaso de sus días, el prosista defiende que el ser humano es un ser de lejanías porque solo vive en el pasado, recordando, o en el futuro, planeando. El presente se pierde entre nuestros dedos por el “oficio de vivir”. Y así es, estamos tan ocupados viviendo que no prestamos atención al presente.
Quizá por ello haya que hacer caso a Umbral y ser un boxeador. Al menos así estaremos pendientes en todo momento de nuestro presente, y podremos esquivar los golpes o encajarlos de la mejor manera posible. Así seremos conscientes de lo que hemos logrado cuando termine el combate y nos abracemos a nuestro entrenador, a nuestra familia. Y disfrutaremos del descanso antes de la próxima pelea. Que llegará. Siempre llega. Como el día en que colgaremos los guantes.
Aunque, con suerte, antes habremos noqueado a unos cuantos hijos de puta.