No descubro nada si afirmo que hay cosas en la vida que es mejor hacerlas a dúo. Aparte de alguna que, por obvia y procaz, prefiero omitir, puedo citar ahora otras muy evidentes. Salir a cenar fuera siempre es más agradable si cada comensal tiene a alguien enfrente con quien departir durante esas esperas entre plato y plato que en determinados restaurantes pueden llegar a resultar desesperantes. Caminar por la montaña no solo es más grato cuando se hace en compañía, sino también más seguro: si uno de los dos excursionistas tropieza y se descalabra, el otro puede socorrerlo e incluso, dependiendo de la magnitud del descalabramiento, librarle de una muerte probable y terrible, presa del frío y los lobos. El montaje de los muebles de Ikea requiere ineludiblemente de la concurrencia de, al menos, dos personas, y no, como pueda parecer, para que una lea en voz alta las instrucciones mientras la otra aprieta los tornillos; no. Solo para interpretar correctamente los dibujitos de los manuales se necesitan cuatro ojos y dos cerebros, bien despejados, por cierto. Los dueños de esta cadena sueca enfocan el conjunto de sus estrategias a las actividades en pareja, por eso cuando recorres sus laberínticos pasillos con tu marido o esposa, garantía de discusión, nunca te aburres.
Pienso también que criar hijos adolescentes únicamente solo puede llevarse a cabo sin riesgo para la salud mental de los progenitores si ambos se implican en la tarea. Me quito el sombrero ante esos padres solteros y esas madres solteras que deciden echarse a las espaldas tan estresante carga. Desde aquí les digo: mientras tengáis solo un niño y sea pequeño, pase; pero si os da por aumentar el clan… ¡no sabéis lo que os espera cuando crezcan! Porque, como digo, para meter en vereda a hijos adolescentes se precisan dos adultos. Fundamentalmente, por un par de razones:
a) Solo de ese modo se produce un equilibrio de poder. Es decir, un hijo adolescente frente a dos padres está en franca minoría; dos hijos, en igualdad; y a partir de tres, como los críos carecen por completo de sentido corporativista y mira cada uno por su propio beneficio, los padres pueden, aun así, establecer una especie de gobierno de cooperación y, aunque con encarnizada oposición, lograr imponer su autoridad. Porque de eso se trata: de imponer la autoridad. ¿Por qué, si no, los agentes del orden iban a patrullar emparejados? Simplemente, porque a uno solo se lo comerían vivo los maleantes.
b) Por cuestiones organizativas. En el momento de escribir estas líneas todavía la naturaleza no ha solucionado la cuestión de la ubicuidad del ser humano, y todo apunta a que la cosa seguirá sin resolverse muchos años. Los padres de hijos adolescentes deben comparecer a la vez en varios sitios: una casa particular donde se está celebrando una fiesta, la salida de una discoteca, un partido juvenil de fútbol, otro de baloncesto, la sala de espera de urgencias… Dado que es imposible, como decimos, que uno solo se persone en dos de estos lugares al mismo tiempo, el problema del desdoblamiento solamente puede solventarse si los padres son dos y actúan de forma simultánea y perfectamente coordinada.
Soy una madre divorciada, actualmente sin pareja, con tres chavales en ese tramo de edad que va desde que les cambia la voz hasta que recibes una llamada intempestiva de Nicolás [pon en su lugar el nombre de cualquier amigo de tus hijos] que te informa de que tu retoño está tirado en un banco de la calle, vomitándose encima y con una pérdida de conocimiento tal que no es posible espabilarlo ni con las bofetadas más vigorosas. Mi conflicto derivado de la separación, pues, no es económico, ni social, ni psicológico, ni está relacionado con un engorroso cambio de domicilio. Mi dificultad ha sido el lograr hacerme con mis hijos.
De los padres a los amigos
Tras el estirón, en los niños se da un curioso fenómeno bien conocido por cualquiera que tenga que soportarlos. Mientras son pequeños, gravitan alrededor de sus padres, como si no hubiese nada más importante, pero en cuanto crecen un poco, el eje de su órbita pasa a estar ocupado por sus amigos. Dicho de otro modo: durante la más tierna infancia, sus padres lo son todo para ellos, y nada más cumplir los trece (puede que antes), vaya usted a saber por qué, llegan a la conclusión de que los seres que les dieron la vida ya no les sirven para nada y buscan el calor de los componentes de su pandilla como la Tierra busca el del Sol. Se trata de una incoherencia manifiesta, pues si algo caracteriza a los adolescentes es su rebeldía, y para poder ser rebelde es necesario tener algo contra lo que rebelarse.
Se dedican a cascar jarrones con balones de fútbol o ensayar mareantes coreografías y cantar chirriantes melodías a grito pelado
Ese "algo" somos nosotros, los padres. Sin nosotros, por tanto, los adolescentes no serían rebeldes ni, en consecuencia, adolescentes. Por desgracia, no se dan cuenta de ello, lo que da lugar a un exasperante círculo vicioso: ellos nos ignoran de forma creciente, nosotros tratamos de impedirlo reforzando nuestra jerarquía, siendo aún más vigilantes y estrictos, por lo que les damos más razones para sublevarse, pero sin que ello evite que sigan ignorándonos. Entonces nosotros endurecemos nuestra severidad…, y vuelta a empezar.
Debe de ser que su capacidad de entendimiento está todavía en fase de desarrollo. Igual que el bigotillo aún no se ha convertido en mostacho cerrado, a su cerebro aún deben de faltarle algunos lóbulos por florecer, lo que merma inevitablemente su facultad de raciocinio. Desconozco la etimología de la palabra «adolescente», pero si viene de «adolecer» está muy bien escogida. Los chavales adolecen de muchas cosas, entre ellas, de una sesera terminada. Lo cual es una pena, porque yo me pregunto: ¿cuándo pueden unos padres disfrutar de sus hijos? La respuesta es: nunca. O quizá solo un par de años. Desde que nacen y hasta que cumplen los diez, son un quebradero de cabeza: comen mal, su frenética actividad vuelve loco a cualquiera (se dedican a cascar jarrones con balones de fútbol o ensayar mareantes coreografías y cantar chirriantes melodías a grito pelado) y con desmesurada frecuencia hay que llevarlos al médico para que les trate fiebres, toses, extrañas infecciones, luxaciones y magulladuras.
De adolescentes, se avergüenzan de ti: si los llevas en coche al instituto, te pedirán que les dejes dos manzanas antes para que sus amigos no vean que aún dependen de sus papás. Y, por último, cuando se hacen mayores de verdad, y encuentran pareja, trabajo, casa propia…, en el mejor de los casos vendrán a visitarte un domingo de cada dos. Solo en el breve periodo que va de los diez a los doce años, cuando han aprendido a comer más o menos decentemente y a no romper cosas, accederán a sentarse en tus rodillas para ver una peli y se irán a la cama cuando se lo ordenes.
Puesto que voy a nombrarlos con frecuencia en las páginas siguientes, te presentaré a mis hijos: Hugo (diecisiete), Alba (quince) y Mateo (trece). Tengo la compartida (sí, generalmente se omite lo de "custodia", del mismo modo que se habla solo de "la condicional" cuando se hace referencia a la libertad de los presos; y es que delincuentes y adolescentes guardan mucha relación), la cual, en esta situación, es la opción menos mala: solo paso con ellos la mitad del tiempo. El padre de las criaturas pasa la otra mitad, y hasta donde yo sé, también se les suben a las barbas.
En este preciso instante levanto la vista del ordenador y esto es lo que veo: Hugo está despatarrado en el sofá viendo una serie de vikingos que se divierten cortándose las cabezas unos a otros; Alba lleva cuarenta y cinco minutos encerrada en el baño; y Mateo, algo más de dos horas en su habitación jugando con la consola. De un momento a otro voy a interrumpir la redacción de este escrito para ponerme a hacer la cena. Suele ocurrir en este momento del día que, una hora después, solo uno de ellos se ha sentado a cenar. Lo mejor que puedes hacer en estos casos es adoptar mi técnica, implantada después de muchos meses de sufrimiento, y que consiste en citarlos a una hora; igual que si nos citásemos en un restaurante, pero en casa. "A las diez, en la mesa del comedor", les digo. Y a esa hora, con mayor o menor puntualidad, abandonan sus enriquecedoras actividades y van dejándose caer delante de los platos. Te ahorras el tener que ir habitación por habitación convocándolos y ellos sienten que disfrutan de cierta libertad. ¡Qué paciencia hay que tener!
Alertas familiares
Lo siento por los nostálgicos que siguen escribiendo cartas a mano y pagando con calderilla en el supermercado, pero opino que el teléfono móvil, también llamado celular inteligente y smartphone, es el gran aliado de los padres divorciados con hijos adolescentes. Se ha tratado de vilipendiar este delicioso invento diciendo, entre otras cosas, que nos hace perder un montón de horas al día y que incluso crea dependencia. Pues bien, yo replico: ¡benditos aparatos! Dado que una de las funciones de estos dispositivos es la de efectuar y recibir llamadas telefónicas (¡sorpresa!), considero de vital importancia dotar de ellos a nuestros hijos no bien han cumplido los trece, a más tardar. De ese modo, puedes llamarlos cuando te han dicho que llegarían a casa a las once y a las doce y media siguen sin aparecer.
No es tan sencillo, sin embargo. Está demostrado que nueve de cada diez llamadas a los hijos no son respondidas. ¿Por qué no te cogen el teléfono? Es un misterio. Quizá sus conductos auditivos, como su cerebro, no estén desarrollados del todo y sean incapaces de percibir las frecuencias que emiten los teléfonos móviles; o lo que es lo mismo, que estén sordos como tapias. Que los llevan encima es indudable: antes se cortarían un brazo que alejarse más de dos palmos de su terminal. Aun así, dudo de esta explicación, pues cuando están en casa y les llama algún amigo, escuchan el timbre a la perfección y hasta responden con diligencia. Otra posibilidad es que estén en un cine y hayan tenido que silenciar el móvil. Vale, pero mis hijos no son tan cinéfilos como para desoírte tantas veces. O en una discoteca, donde el ensordecedor ruido ambiente neutraliza el más discreto del dispositivo. Tampoco me cuadra, porque los sábados a las cinco de la tarde y los domingos por las mañanas no hay discotecas que valgan, y tampoco me cogen el teléfono. En último caso, he llegado a barajar también como plausible argumento el que escuchen con nitidez la llamada y, simplemente, no quieran atenderla. "¡Sacrílega!", "¡Abyecta!", "¡Descastada!", "¡Mala madre!", tal vez estés pensando. "Cómo puede usted concebir siquiera que unos hijos rechacen alevosamente, y puede que, con premeditación y nocturnidad, la llamada de su ser más querido?"
Bueno, pues ocurre.
Cuando después de nueve intentos infructuosos, al décimo contestan y les preguntas por qué no han atendido hasta ese momento tu llamada, las excusas que esgrimen son de lo más variopinto:
«Aquí no ha sonado.»
«No lo he escuchado.»
«Estaba entrenando.» (Pretexto válido incluso si entre la primera llamada y la novena han pasado seis horas.)
«Tenía el móvil en la mochila de Nicolás.»
«Me había dejado el móvil en casa de Nicolás.»
Sí, otra de las características de los adolescentes es que creen que sus padres son tontos.
Cuando estés planteándote comprar a tus hijos un móvil, elige siempre uno barato. Ellos desearán, como es natural, un iPhone de última generación; claro, ¡y yo! Pero por alguna extraña razón, a pesar de que una vez que lo consiguen pasa a ser su posesión más preciada, lo pierden con pasmosa facilidad. Y coincidirás conmigo en que, ya que se va a perder, mejor que sea un aparato relativamente económico a uno en el que te hayas dejado el sueldo de un mes.Diría que lo primero que has de hacer cuando das el paso de obsequiarles con un smartphone, antes incluso de efectuar la primera inútil llamada, es activar la función de geolocalización. Sirve para saber en todo momento en qué parte del mundo está el móvil, y es de suponer que, con él, tu hijo. Esto resulta especialmente beneficioso por las noches, cuando se acerca la hora establecida de regreso y necesitas comprobar que, efectivamente, el crío está de camino a casa. Pero, en general, es una herramienta muy valiosa siempre.
Hugo me respondió con el clásico balbuceo adolescente, una técnica muy pulida para salir del paso con monosílabos, interjecciones y frases inconexas a la vez que incompletas
Lo mejor que puede pasarte cuando lo consultas es detectar que tu hijo está en el parque de al lado de casa haciendo botellón. Esto sucede algunas veces. Otras, se te hiela la sangre al descubrir que el parque no es el de debajo de casa, sino uno de las afueras, muy famoso, por cierto, porque sale asiduamente en la sección de sucesos de los periódicos como escenario de brutales reyertas de bandas juveniles a machetazo limpio. Como es natural, lo llamarás, y con la misma naturalidad, el chico o la chica no te contestará. Entonces no te quedará más remedio, sean las diez de la noche o las tres de la mañana, que coger las llaves del coche y conducir al borde del paroxismo hasta el lugar de los crímenes para rescatarlo.
En una ocasión estaba yo en casa de unas amigas, en los preámbulos de lo que se auguraba iba a ser una apetecible cena —debían de ser las ocho de la tarde—, cuando me dio por consultar dónde se hallaba en ese instante el mayor de mis hijos. (Al final la operación se convierte en una especie de vicio y te ves cerciorándote cada media hora.) Esa vez se me heló la sangre y hasta el zumo de limón que tenía en la mano, el cual se transformó instantáneamente en granizado. Mis amigas pudieron escucharme gritar:
—¡Ostras! ¡Está en Consuegra, Toledo!
La localidad de Consuegra, Toledo, se ubica a dos horas en coche de la ciudad donde vivimos. No conocemos a nadie allí, y, de hecho, no recuerdo haberla visitado jamás en mi vida. Decir que me alarmé resta muchos enteros a la sensación de pánico indescriptible que me invadió. ¿Qué leches hacía mi Hugo en Consuegra un sábado a las ocho de la tarde cuando solo un par de horas antes lo había visto salir tranquilamente de casa con su indumentaria oficial de aspirante a rapero? Enseguida pensé que lo más probable era que le hubiesen robado el móvil. El ladrón habría salido corriendo con su suculento botín y a esas alturas, imparable en su huida, habría penetrado ya en la provincia de Toledo.
Llamé a Hugo, claro; no me lo cogió, por supuesto. Insistí, con idéntico resultado. Volví a consultar el móvil…, y entré en tal estado de conmoción que mis amigas vinieron a socorrerme agitando pañuelos delante de mi cara, echándome vasos de agua por la cabeza y una de ellas estuvo a punto de practicarme el boca a boca. Consuegra, Toledo, había quedado atrás, y ahora se aproximaba a Campo de Criptana… ¡Ciudad Real!
Por fin, como es de rigor, al décimo intento, me contestó.
—He ido con el padre de Nicolás, y Nicolás, a ver al hermano de Nicolás, que trabaja ahí.
¡Pero, pero, pero, pero, pero! Me hubiera gustado decirle tantas cosas a la vez que, sumida en el más profundo aturullamiento, no me salía ninguna. ¡Pero por qué demonios tenía él que ir a ver al hermano de Nicolás, estuviese en Consuegra, en Campo de Criptana o en Venta de Pantalones, provincia de Jaén!
¡Pero cómo se le ocurría salir de casa a las seis para hacerse un viaje de más de cuatro horas (contando ida y vuelta) si tenía que estar en casa a las doce! Este tipo de salidas las hace uno, yo qué sé, si va a pasar un apacible fin de semana rural, pero para efectuar un saludo exprés… ¿a quién se le ocurre? ¿Te has dado un golpe en la cabeza, hijo? ¿Se bajarían del coche al llegar, le darían dos besos y dos abrazos al hermano de Nicolás y volverían sin perder tiempo por donde habían llegado? Pero ¡qué absurdez! Y, sobre todo, Hugo, querido mío: ¡por qué no me lo habías dicho!
Cuando logré formular algunas de estas preguntas, Hugo me respondió con el clásico balbuceo adolescente, una técnica muy pulida para salir del paso con monosílabos, interjecciones y frases inconexas a la vez que incompletas.
Por medio del geolocalizador pude constatar que al rato volvía a pasar por Consuegra, señal de que estaba de regreso. A las doce llegó a casa como si tal cosa. Le faltó entrar silbando por la puerta. Esos hechos imprevistos, de los que podría disertar aquí largo y tendido, son los que de verdad te alteran como padre o madre. Más aún si estás divorciado, porque al chupártelos tú solo dejas sin efecto refranes como "la unión hace la fuerza" o "cuatro ojos ven más que dos2. Lidiar con hijos adolescentes como único adulto a tiempo parcial exige organización, y estas infaustas improvisaciones te rompen los esquemas. En cuanto crecen un poquito, se impone llevar una agenda de su vida social, bastante más agitada que la tuya, por cierto. Es decir, que, a partir de entonces, debes llevar dos agendas, la de ellos, con sus horas de llegada, cumpleaños de amigos, fiestas varias, graduaciones, entrenamientos, partidos…; y la tuya, con tus reuniones, tus comidas de trabajo, tus videoconferencias… La mente humana no da para tanto, créeme, de ahí que sea mejor tenerlo todo escrupulosamente anotado. Es por eso que digo que cuando los chicos se salen del guion, tú, que pensabas que lo tenías todo controlado, te pones de los nervios.
La crisis de Nochevieja
A veces es el propio calendario el que, con sus inoportunas festividades, desbarata la armonía. En la última Nochevieja, sin ir más lejos, di permiso a Alba para que volviera a las seis de la mañana; una noche es una noche, y, además, me constaba que celebraría la entrada en el año nuevo bien encerradita en casa de unas amigas. Para Hugo, por ser el mayor, no dispuse hora límite. A pesar de lo que puedan traslucir algunas vivencias expuestas aquí, es bastante responsable, teniendo en cuenta que la responsabilidad en los adolescentes es un concepto que oscila entre nulo y escaso. Aun así, si lo comparamos con lo que anda suelto por ahí, es un niño muy centrado. Supuse, por tanto, que no regresaría a casa mucho después de su hermana.
Mi niño, en coma etílico! Me eché un abrigo por encima y me preparé para salir… ¡Pero no podía irme!
Tras la cena y una copa en casa de mis padres, volví a la mía con Mateo, el pequeño, no sin antes dejar a Hugo y a Alba a la puerta de sus respectivas fiestas. Dormí un poco, pero como puedes imaginar, a las cinco ya estaba otra vez despierta deseando oír las llaves de la niña girando en la cerradura, pues nunca hasta esa fecha había llegado tan tarde. A las cinco y media, un timbrazo del teléfono me hizo saltar de la cama. Era el ínclito Nicolás. "Hugo se encuentra…, se ha puesto… malo…, hemos… llamado a una ambulancia…, se lo ha llevado al hospital…", traduje hilvanando sentencias sueltas de su farfulla.
¡Mi niño, en coma etílico! Me eché un abrigo por encima y me preparé para salir… ¡Pero no podía irme! Me di cuenta de que estaba súbitamente abocada a una insólita situación: debía esperar a que la niña llegara de su fiesta para poder ir a urgencias a ver cómo estaba el niño, damnificado tras la suya. ¿Ves lo que te digo? ¡Eso con dos adultos en casa no ocurre! Por otra parte, no quería que Alba se enterase del incidente, más que nada por no preocuparla. Así que no me quedó otra alternativa que aguardar en mi habitación, conteniendo como podía mi creciente angustia, a que la niña volviese a casa; cuando esto sucedió, a las seis y media, y antes de que se arrojase vestida en su cama (tampoco llegó en plenitud de facultades, ni mentales ni motoras), me levanté y le pregunté ocultando mi histeria qué tal se lo había pasado; y segundos después de que ella desapareciera tras su puerta, salí a hurtadillas (como si la hija fuese yo y Alba, la madre) y me dirigí como un rayo al hospital, donde afortunadamente encontré a Hugo consciente y de buen humor. De esto Alba no tiene noticia todavía.
'Yo tú ex: diez historias para tomarse el divorcio con humor' se publuca en Libros Cúpula mañana miércoles 26 de octubre