Solo quienes han conocido temprano la muerte son capaces de bromear sobre ella. El resto nos enfrentamos a nuestro primer funeral con un halo de irrealidad que no se separa de nosotros hasta varios días después del sepelio. Morirse es algo para lo que cuesta una vida entera prepararse, y a veces ni siquiera es suficiente. A decir adiós a los demás, ¿alguien aprende de verdad? Los muertos siempre nos acompañan.
En estos dos años de pandemia hemos vivido rodeados de ella, pero parece que se sigue eludiendo en el debate público. Hablar de la muerte es tabú. Antonio Escohotado me dijo una vez que todo el mundo debería tener una Smith and Wesson en la mesilla noche -allí donde el común de los mortales coloca sus gafas de ver y acumula libros inconclusos- por si un día hay que bajar la cortina y echar el cierre.
Él perdió un hijo, y aun así asume que después de esto no queda nada, solo oscuridad y silencio. “¿No está tan mal, no?”. Para un animal como el ser humano, en permanente búsqueda de la anábasis –ascensión, trascendencia-, el eterno descanso sabe a poco. Sobre todo para aquellos que somos conscientes de que tras nuestro tránsito por la Creación solo nos quedará el recuerdo de los personajes más queridos.
La muerte atormenta a intelectuales en poltronas de oro –que no a sabios, ya que ellos han sabido aceptarla- y a campesinos de la más baja ralea. Sobre lo que hay detrás no ha vuelto nadie a contárnoslo, y por los siglos de los siglos seguirá siendo una de las principales preguntas de la existencia.
Las dos posturas más extendidas sobre lo que hay después de la visita del de la guadaña quedan perfectamente representadas en dos personas que son el alfa y el omega de la incorrección. Dos hidalgos que cabalgan contra la posmodernidad. Bien podrían ser Don Quijote y Sancho si atendemos a su índice de masa corporal.
En un lado del ring, Michel Houellebecq, 65 años, muy trabajado, escuálido, habla con un hilo de voz y parece que en cualquier momento va a quebrarse en mil pedazos. Su distopía ‘Sumisión’ le valió el calificativo de fascista –otro más, ya casi superan a la población china- y su nombre sonó en las quinielas para el Premio Nobel de este año -¿serías capaz de recordar el nombre del ganador sin mirar Google?-.
En el otro, Gerard Depardieu, 72 años, obeso, el actor que mejor puede representar a Obelix, afirma que es capaz de beberse 14 botellas de vino al día. Imputado por violación y abusos sexuales a una actriz, nacionalizado ruso para pagar menos impuestos. De familia muy pobre, asegura haberse prostituido en su juventud.
Ambos comparten cartel en Thalasso, una película dirigida por Guillaume Nicloux y estrenada hace dos años donde se cuenta las andanzas en un centro de talasoterapia del escritor y del actor. Esta terapia se basa en el uso de elementos marinos para alcanzar el bienestar físico y espiritual.
En el centro, sin embargo, reinan unas estrictas normas que Depardieu y Houellebecq no dudarán en saltarse. Ambos fuman como carreteros y no dudan en beber vino en sus habitaciones. En la primera soirée que montan, la ingesta de los efluvios de Baco les lleva al tema filosófico por excelencia, la muerte.
La conversación comienza con Dios. Depardieu pregunta al filósofo si él cree en Dios. “Depende un poco del día, pero sí”. Para Houellebecq, Dios es una especie de Demiurgo platónico que organiza el mundo y que creó el verbo, los animales, el mundo y las leyes de la física.
Depardieu le contempla con escepticismo, pero con respeto. Entonces Houellebecq señala que sus últimos entierros fueron católicos y judíos, y añade que a los católicos “se les dan mejor los entierros”. “En los entierros católicos la persona no está muerta, solo espera”. La fe y la razón empiezan aquí a batirse el cobre. El gordo defiende la postura de la razón, un papel que podría haber sido defendido por un epicúreo o por alguno de los existencialistas que no solo pregona ‘la muerte de Dios’, sino que vive en consecuencia. El flaco abraza su fe como último refugio frente al gélido devenir del tiempo, que es impasible como el peor sicario.
Depardieu: Para mí los muertos nunca se han ido. Todos los muertos me acompañan. Hay gente que vive en ti a través de su espíritu.
Houellebecq: Yo creo en la resurrección de la carne.
D: Eso me gustaría mucho que me lo explicaras, ¿qué es la resurrección del cuerpo?
H: La gente que se muere… -el escritor empieza a llorar- podrías volverlos a tocar… O sea que podría volver a tocarle el hombro a mi abuela.
D: Pero eso no es resurrección.
H: Sí, es la resurrección del cuerpo. Podrías volver a tocar el cuerpo de la gente en persona. Exactamente igual. Sería como antes. Están muertos, pero resulta que es un error. Sé que volveré a ver a la gente.
D: De todos modos, no los pierdes nunca. Los llevas en ti. Las caricias de tu abuela las llevas en ti.
H: No, es más allá que dentro de mí. Volverá a pasar. La muerte… la muerte no existe. La muerte no existe, Gerard. No hay nada definitivo, no existe.
D: ¿De dónde sacas eso?
H: Lo sé.
A veces no es suficiente con llevarlos en nosotros, como sugiere Depardieu. A veces las fotos antiguas, los vídeos o los tintineantes recuerdos no valen. A veces no basta con agarrar el humo con los dedos. A veces la razón no es suficiente para llenar el desaliento. A veces necesitamos algo incierto. A veces la fe nos vuelve de carne y hueso. Si la gente creyera de verdad en la nada, las calles no serían las mismas.