Cultura

Howard Hawks, de los tiempos dorados con Hemingway a la soledad de su funeral

A Hawks siempre le movió el hambre por lograr otro pelotazo en la taquilla, otro joven corazón al que conquistar y una nueva anécdota que contar a los amigos, por eso su vida fue intensa hasta la decrepitud final

  • Howard Hawks, director de cine / -

Empezaremos esta historia por el final. El 29 de diciembre de 1977, la Iglesia Episcopal de Todos los Santos, en Beverly Hills, acogía el funeral de Howard Hawks, mítico director de cine. John Wayne, ya mayor, con varios kilos de más y próximo también a su propio fallecimiento -en 1979- pronuncia unas palabras: “Llegamos sin nada a este mundo y ciertamente no podemos llevarnos nada de él”. Entre los asistentes estaban Frank Capra, James Stewart y Angie Dickinson, pero las importantes ausencias del evento se hicieron notar tanto como las presencias.

Muchos que le debían su carrera no acudieron al funeral de Hawks, cuya muerte fue eclipsada por la de Charles Chaplin, que falleció el día antes. Podemos decir que Howard Hawks se fue de este mundo sin pena ni gloria. Con él se marchaba otro protagonista del viejo Hollywood. Pocos años antes lo había hecho también John Ford.

Howard Hawks fue una persona compleja, que hizo tantos amigos como enemigos, un zorro plateado de Hollywood cuya impronta vital plasmó para siempre Todd McCarthy en una monumental biografía -más de 800 páginas- que ha recuperado con mimo y brillantez la editorial Hatari Books.

Hawks es uno de esos personajes cuya trascendencia no se entiende sin el paso de los años. A él le debemos la pareja que formaron Humphrey Bogart y Lauren Bacall. Hoy en el cielo Bogie le volvió a repetir a Bacall aquello de “si me necesitas, silba”. ‘Tener y no tener’, ‘El sueño eterno’, ‘Scarface’, ‘Río Rojo’, ‘Río Bravo’, ‘El Dorado’… Y tantas otras. Pero volvamos a nuestra historia.

¿Cuándo se despidió del mundo Howard Hawks? ¿Fue el día de su muerte o cuando rodó su última película? McCarthy narra con precisión los avatares del último rodaje de Hawks. Jose Luis Garci siempre dice que Alfredo Landa empezó a alejarse de la vida cuando le dejó de apetecer salir a tomarse un gintonic. Quizá Hawks hizo lo propio con el rodaje de ‘Río Lobo’. Un director desmotivado, un John Wayne que apenas podía subirse al caballo por su estado de salud y un guion sin gracia certificaban el ocaso del zorro plateado.

Demos un salto hacia atrás en el tiempo. Vayamos a 1939. Howard Hawks es un director de éxito, alguien poderoso en Hollywood. Aquel año cobra 112.500 dólares por rodar dos películas y salía con la magnética Slim Keith, su prototipo ideal de mujer, la que intentó plasmar en Lauren Bacall en ‘Tener y no tener’. Cuenta con amigos como Howard Hughes y sus ojos glaciares no se achantan ante grandes magnates de Hollywood como Jack Warner o Hal Wallis.

Aquel año, Hawks visitó a Ernest Hemingway en Key West (Florida) acompañado de su amuleto Slim. El escritor encontró en el director de cine una alma gemela, alguien con sus mismos intereses. Les gustaba cazar, pescar, beber y Slim -por la que Hemingway sintió atracción desde el primer momento-. En las cintas caseras grabadas por Hawks se les ve pescando en alta mar, cazando aves, sonrientes, radiantes.

En aquel encuentro es cuando Hawks le dijo a Hemingway aquella frase que da buena fe de la alta consideración que tenía de sí mismo el director de cine: “Soy capaz de convertir lo peor que hayas escrito en una buena película”. No sabemos a ciencia cierta si realmente pronunció aquellas palabras o fueron una fantasía más de aquel genio del cine. En cualquier caso, dan buena muestra de cómo se sentía Hawks en aquel tiempo. Igual que Muhammad Ali en el cuadrilátero tras doblegar a Sonny Liston y gritar aquello de: “¡Soy el rey del mundo!”.

La personalidad de Hawks resulta tan compleja como contradictoria. Hay quienes hablan de él como un ser frío, sin sentimientos verdaderos ni escrúpulos. Bacall llegó a decir que nunca estuvo enamorado de Slim, que lo que en realidad le gustaba era enseñarla como un trofeo. Muchas de las historias que contaba eran inventadas y en el libro de McCarthy demuestra carecer de empatía en múltiples episodios.

Hawks fue un hombre de buena cuna que ascendió en el séptimo arte gracias a su talento y sus buenas conexiones. Sus películas hacían dinero, pero siempre se le negó el premio Oscar. La vida de Hawks hay que abordarla como la de Napoleón o Julio César. Es un personaje que no genera especial simpatía, pero al que es inevitable admirar por lo que logró, por con quién se codeó y por cómo se movió en las cenagosas aguas de Hollywood, un Salvaje Oeste en el que pocos sobreviven.

Se casó tres veces y todas sus mujeres le sobrevivieron. No es para menos, pues siempre las escogió jovencitas. Slim fue, quizá, la que dejó un poso más hondo en su historia y en la Historia del Cine. Lo que transcurre a medida que uno avanza entre los cientos de páginas del libro de McCarthy es la vida misma. Uno se encuentra a viejos amigos de la pantalla, como Gary Cooper, Cary Grant, Monty Clift, Rita Hayworth, Marilyn Monroe… Transita entre la tranquilidad de la mansión de Palm Springs, los bares y partidas de cartas donde Hawks perdía todo y los rodajes con constantes reescrituras de guion y peleas con los estudios.

La de Hawks fue una vida intensa siempre movida por el hambre de éxito. Ansiaba otro pelotazo en la taquilla, otro joven corazón al que conquistar, una nueva anécdota que contar a los amigos, aunque se exagerase la narración. Un tiempo que transcurre veloz, pese a la voluptuosidad del mamotreto de McCarthy.

Más vale aprovecharlo, porque entre sujetar una copa de vino a bordo de un barco con amigos y la mujer de tus sueños y gritar el último “¡corten!”, apenas median unos pocos cientos de páginas.

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