Todos estamos familiarizados, mal que bien, con la idea de que sólo deberían votar las personas intelectualmente capaces de hacerlo. Supongo que no hay cuñado ―en el sentido más amplio de la palabra― que no la esboce durante las cenas navideñas, inmediatamente después de haber constatado la precariedad de nuestra democracia. "¡El problema es que vota demasiada gente! ¡Sólo deberían hacerlo quienes superasen un examen!", exclama ufano, creyéndose quizá descubridor de una gran verdad política. Por supuesto, siempre hay dos o tres comensales que aplauden su ocurrencia y que, para justificarse, aluden a la rudeza, ignorancia, zafiedad del populacho: "¿Cómo va a votar ése, que ni siquiera tiene una carrera?". Yo, en cambio, estoy a disgusto entre tanto elitismo y, cuando el teórico político familiar busca mi complicidad con una sonrisa, no soy capaz devolverle sino una mueca.
Creo que la idea de una aristocracia intelectual implica un sinfín de problemas prácticos. ¿Qué sabio se arrogaría la potestad de decidir quiénes son lo bastante inteligentes para participar de la vida política? ¿Quién decide las preguntas del examen? Es probable que nuestro cuñado, tan convencido de su propia erudición, pasara apuros si las preguntas versasen sobre literatura clásica y no sobre finanzas, sobre filosofía medieval y no sobre macroeconomía. ¿Acaso debería dejar de votar él, o ese comensal que le da la razón y se la quita al populacho, por ignorar quién escribió la Eneida y quién fue san Anselmo?
Por otra parte, cuando uno escucha ―o, mejor, oye como un molesto rumor de fondo― estos argumentos, es embargado por la íntima convicción de que la prueba intelectual con la que fabulan nuestro cuñado y su palmero la aprobarían holgadamente algunos personajes con los que cualquier adjetivo peca de indulgente. ¿Alguien duda que Nerón, Enrique VIII, Hitler y Stalin obtendrían sendas matrículas de honor? Procurando resolver un problema, sólo estaríamos engendrando uno más grave. Lo mejor de la democracia es que el sentido común del agricultor, ese sentido común que está apegado a lo concreto, que difícilmente puede ser llamado inteligencia y que probablemente no sirva para aprobar examen alguno, compensa y contrarresta la sofisticada locura del ideólogo, que la inocencia del albañil compensa y contrarresta la avaricia del financiero. Establecido el examen que impide votar a nuestros dos héroes, establecida también nuestra condena.
La inteligencia de Chesterton
En un capítulo de Ortodoxia, Chesterton recurre a la doctrina cristiana de la Caída para explicar su rechazo de la aristocracia. Si todos estamos igualmente dañados por el pecado original, si todos compartimos una herida y un extravío, ¿qué sentido tiene que haya unos que participen de la política y otros que no? ¿Qué nos lleva a confiarle el gobierno a un erudito por el hecho de serlo si él está tan expuesto a la corrupción como el camarero del bar de la esquina, que farfulla más que habla y escribe "solomillo" con y? De hecho, pienso furtivamente, puestos a que nos gobierne un hombre corruptible, mejor que Dios no le haya bendecido con la virtud de la inteligencia: ¡podría dirigirla contra nosotros!
Cristo podría haberse rodeado de escribas y de maestros de la ley, pero optó por hacerlo de pescadores, artesanos, carpinteros, populacho...
Quizá nuestro problema consista en que le atribuimos a la inteligencia unas propiedades casi mágicas, unas propiedades de las que, en cualquier caso, carece. Es la idea ilustrada, hoy perezrevertiana, de que, mejorando la educación, formando generaciones cultas, leídas, políglotas, instruidas, todo lo bueno sobrevendrá por añadidura. Tengo mis reservas. Qué bien se desenvolvería el demonio, ese prodigio de la inteligencia, en el examen de nuestro cuñado y qué incómodos estaríamos nosotros, sin embargo, si él nos gobernase. Por abundar en lo teológico, Cristo, más inteligente incluso que Satanás, podría haberse rodeado de escribas y de maestros de la ley, de hombres cuya lucidez mental sobresaliera entre la estulticia generalizada, pero optó por hacerlo de pescadores, artesanos, carpinteros, populacho al que nuestro cuñado, menos inteligente a su vez que Cristo, habría excluido de la política por ignorante. Me vienen a la mente estos versos de Miguel d´Ors: «Inteligencia tiene / sólo la que hace falta para saber que la / inteligencia no es la virtud más alta».
La próxima vez que nuestro cuñado asegure que la democracia sólo prosperará cuando haya prosperado la inteligencia de los electores, reprimamos la mueca y respondámosle que sí, que en parte tiene razón, pero no dejemos de añadir, con d´Ors, que ojalá fuera tan fácil y que a la inteligencia habrá de unírsele una muchedumbre de virtudes más altas que ella: la humildad, para reconocer que estamos llamados a realizar lo humano y no a trascenderlo; la caridad, para elegir la concordia antes que la división y la comunión antes que el dominio; la justicia, para darle a cada propio lo que le corresponde como hijo de Dios; la inocencia, para que tanta oscuridad no ensombrezca nuestra mirada; la esperanza, para que nuestro ánimo no decaiga a pesar de todo; o el coraje, para que podamos jugar a la rayuela sobre el mismo epicentro del terremoto, con la tierra temblando y fracturándose bajo nuestros pies. Sin tales virtudes ―difícilmente evaluables en una prueba de contenidos―, la democracia no prosperará, lo siento, y nuestra inteligencia semejará, ay, la del ángel caído.