Alfaguara presenta este jueves 'Claraboya' la obra perdida de José Saramago (Azinhaga, 1922-Tías, Lanzarote, 2010). El Nobel escribió esta obra hace más de sesenta años y entregó el manuscrito a una editorial portuguesa en 1953.
Pilar del Río, viuda de Saramago y presidenta de la Fundación que lleva su nombre, cuenta en el prólogo de Claraboya -titulado El libro perdido y hallado en el tiempo- que una mañana de 1989 Saramago recibió una llamada de la editorial para informarle de que el manuscrito había sido encontrado en una mudanza de sus instalaciones y que considerarían un honor publicarlo entonces.
"Obrigado, ahora no", respondió el autor. Ese mismo día recuperó su novela y tuvo, por fin, una respuesta por parte de la editorial a la que le había confiado el original de Claraboya, "la que le fue negada cuarenta y siete años atrás, cuando tenía treinta y uno y todos los sueños a punto. Aquella actitud de la editorial le sumió en un silencio doloroso, imborrable y de décadas", explica del Río. No en vano, no volvió a escribir hasta veinte años después.
Aunque sus más cercanos intentaron convencer a Saramago de que publicara Claraboya, "donde ya se observaba lo que después acabaría desarrollando plenamente: su propia narrativa", una vez recuperada, el autor decidió que no se editaría mientras viviera.
Ahora, Alfaguara publica Claraboya para que los lectores puedan constatar lo que el mismo autor señaló: que muchos aspectos de este libro, el segundo que escribió después de la publicación en 1947 de Tierra de pecado, están relacionados con su modo de ser, según informa la editorial.
La obra se sitúa en 1952, en Lisboa, en un bloque de vecinos, de los muchos levantados en cada barriada, en una ciudad que bien podría ser la de cualquiera. Empieza un nuevo día, uno de tantos, y los vecinos se apresuran a sus trabajos, se desperezan en sus camas, se acicalan en sus baños o se afanan en sus cocinas.
En apariencia, nada parece advertir al lector de que, lentamente y casi de puntillas, está a punto de dejar de contemplar la fachada de este anodino vecindario, de atravesar el umbral de la puerta del edificio, de adentrarse -a través de esa claraboya que da luz y título a la novela- en cada casa, en cada vida, y de espiar las frustraciones, anhelos, nostalgias, ilusiones, miedos, alegrías y tristezas de unas gentes que, por corrientes, resultan universales.