Cultura

La vida dura menos que un vuelo del Halcón Milenario

A medida que pasan los años, el tiempo vuela cada vez más al ritmo del Halcón Milenario, y tres años adultos equivalen a un verano de la infancia

  • La vida en blanco y Negrete / -

El tiempo es relativo. Mientras que una noche de copas con amigos transcurre a la velocidad de la luz, más aprisa que el vuelo del Halcón Milenario bajo los mandos de Han Solo, las manecillas del reloj se niegan a avanzar cuando es lunes, estás sentado en la oficina y piensas con añoranza lo que dejaste atrás un día tan lejano como ayer.

Ramón Tamames, en el discurso que dio por su 90 cumpleaños, afirmó que la vida no es corta, que eso es una patraña, que cuando él nació Adolf Hitler acababa de ser nombrado canciller en unas elecciones democráticas -ni más ni menos-. Visto así, es cierto que la vida no es corta, es larga, mucho, casi centenaria, como la última película de Martin Scorsese.

Sin embargo, tengo la sensación de que a medida que pasan los años, el tiempo vuela cada vez más al ritmo del Halcón Milenario. Y pienso que tres años actuales equivalen a un verano de la infancia. Esos veranos donde daba tiempo a todo, incluso a aburrirse. Más de dos meses de juegos, descanso, series de dibujos animados, películas, fútbol con amigos, aventuras en el pueblo, cocido de los abuelos -sí, también en verano- y un sinfín de elementos ociosos.

Cuando uno volvía a la escuela en septiembre, atravesaba el umbral de la puerta como si hubiera cruzado un océano, como John Wayne cuando vuelve a casa en 'Centauros del desierto'... tanto tiempo había pasado que éramos otros.

El tiempo que nos resta y el que nos falta me ha obsesionado desde la niñez. Cuando mi padre me acompañaba al cine y daba la casualidad de que la película que proyectaban me fascinaba -cosa bastante habitual- le torturaba con la misma pregunta: “¿Falta mucho, papá? ¿A que falta mucho?”. A lo que respondía: “Sí, falta mucho”, para contentarme. Lo hacía con la misma insistencia que el burro de Shrek, hasta el punto de que mi padre, ya harto de la misma preguntita, se desquitaba con un: “No, ya se va a acabar”.

A día de hoy, esa obsesión por el tiempo me sigue acompañando. Uno de los ejercicios que más repito cuando pongo una película es mirar el año en que se estrenó. A continuación, miro en Google la edad que tenían los actores que salen en ella, para saber si son mayores o menores que yo en la actualidad. Después pienso en mis familiares, en la edad que tendrían cuando se estrenó aquella película, en qué estarían haciendo. Mi abuelo, nacido en 1929, estuvo presente en toda la historia del cine sonoro, así que suele ser uno de mis pensamientos cinéfilos recurrentes.

Suelo pensar en qué año tenían mis seres queridos mi edad. Mis padres eran yo en 1993. Mi suegro, en 1984. Mi abuelo, en 1960. Y me reconforta pensar que me queda mucho por delante. “¿Falta mucho, papá? ¿A que falta mucho?”. Sé que es un falso consuelo, porque no sabemos qué nos deparará la existencia. Pero la humanidad siempre ha necesitado mitos a los que asirse.

Cuando vas a la universidad y tu única misión es culturizarte y ligar cuanto más mejor, el futuro es todavía un largo camino por recorrer donde, por su puesto, nos aguarda el éxito, los sueños cumplidos y hasta la fama. Cuando se atraviesa la treintena, uno siente cierta angustia al asumir que no será quien quiso ser.

Un ejercicio que siempre me tranquiliza es fijarme en personas que triunfaron tarde en la vida. Uno de mis ejemplos favoritos es Raymond Chandler, el novelista que ideó al detective Phillipe Marlowe. El escritor que mejores diálogos nos ha dado en novela negra no publicó su primera novela ('El sueño eterno') hasta los 51 años, tras un período de depresión y alcoholismo al ser despedido de la Dbaney Oil Syndicate por los estragos del crack del 29. Si Chandler fue Chandler a los 51, aún queda tiempo.

A medida que pasan los años todo se vuelve más fugaz. Ya está ahí la Navidad, otra vez, con sus luces, su turrón, sus villancicos y sus ausencias. En seguida nos veremos con la Semana Santa, y empezaremos a planificar los viajes de este verano. Y en nada, vuelta a empezar. El tiempo avanza a un ritmo disparatado últimamente.

Las fiestas con amigos avanzan a la velocidad de ese prólogo de Up, el clásico de Pixar que demuestra que una vida cabe en cuatro minutos. Las resacas, al contrario, extienden sus tentáculos temporales hasta dos días después del homenaje. Y eso es hacerse mayor. El tiempo se contrae y se expande. Llega la jubilación y se deja de saber en qué día estamos. Si es lunes, martes o miércoles. Incluso si es de día o de noche, como aquella vez que el abuelo me pidió el desayuno al despertarse de siesta.

Hasta entonces solo nos queda mirar al cosmos y preguntar con carita de cordero degollado: “¿Falta mucho? ¿A que falta mucho?”.

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