Y es que en la famosa y pasada proclamación ante las Cortes (que nunca “coronación” y lo escribiré tantas veces sean necesarias hasta que nos lo aprendamos, como lo de que no somos súbditos sino ciudadanos, por más que no nos guste la monarquía y el mantra sensu contrario sea repetido hasta el hastío por Podemos y afines) nos encontramos con el famoso marco incomparable de la sede de la soberanía nacional, que no es otra que el Congreso de los Diputados (por más que éstos tampoco nos gusten y que no, que no nos representan… pero que sí, que va a ser que sí).
Una ciudad repleta de detalles
Congreso o Palacio de la Carrera de San Jerónimo, que realmente nunca fuera tal, pues empezó siendo convento del Espíritu Santo, pues en nuestro Madrid nunca estuvimos faltos de iglesias (“Madrid de las torres mil”), ni de conventos, aunque muchos hayan ya desaparecido o reconvertido, como es el caso. Y cuando tomó ya forma el lugar en que las Cortes se iban a reunir desde 1843 con Isabel II (razón por la cual una estatua de dicha reina se encuentre nada más entrar por la puerta principal), muchas cosas han quedado dentro, que a veces vemos, y otras solo en momentos solemnes.
Como el que nos ocupó, y en donde pudimos vislumbrar algo que realmente no es inusual, pues se pueden ver en otras corporaciones con poder, dignidad o representación: los maceros. Ya saben, esos tipos que incluso en algunos sitios hasta siguen con la tradición de ir con pelucas con melenita estilo paje o Príncipe Valiente, y que llevan una especie de poncho de lo más historiado, o una sobrevesta, ¡o algo parecido a una casulla, qué se yo! Y que van con unas mazas o bastones que, ahora que lo digo, ¿a que se parecen a la sota de bastos?
¡Pues aquí tenemos la primera cosa!
O la segunda según el título de este artículo. Que primero fue el Rey. Y ahora lo es esta curiosa figura que, en el fondo, estamos acostumbrados pese a todo a verla, siempre en pareja eso sí, y que su origen, pásmense, ¡está en Roma! Pero no la de los turistas y donde se enclava el enclave del Vaticano, no. Ni siquiera la Roma Imperial. ¡Antes! ¿Antes de la Roma Imperial y de los Césares? ¿No estará usted exagerando un pelín? (me dirán queridos lectores). Mire que los más antiguos de estos maceros que dicen que se conocen por estos pagos son del siglo XVI más o menos.
Pues así dicen, pero en la época en que Roma empezaba a ser Roma, en que aún se consideraba República y el Senado era quien mandaba, unos tipos (de origen etrusco algunos citan), llevaban algo llamado Imperium escoltando con unas fasces, unas varas unidas entrelazadas y con un hacha en el centro, a los magistrados. Hay quienes dicen que tenían funciones más ejecutivas, pero la realidad es que eran y representaban un símbolo.
Símbolos compartidos
Un símbolo de un poder que estaba definido por una arcaica forma de entender lo que hoy conocemos como democracia. Pues esos haces de varas unidas, que nos son también familiar al verlos en el escudo de nuestra Benemérita, son los que podemos ver, y muy grandes, en dos sitios tan representativos y democráticos como la Asamblea Nacional francesa (y en el propio emblema de Francia), y en el Congreso de Representantes de los Estados Unidos. Y ese simbolismo sigue vigente en nuestros medievales maceros, que siguen representando algo más que una naipe chusco de nuestra peculiar baraja española.
Y es que de símbolos va sobrado el Congreso. No ya por el frontispicio, que en honor al estilo neoclásico propio de los parlamentos en occidente (menos en las nada Comunes británicas, que aquello es neogótico; pero ya sabemos lo especiales que son nuestros primos de la Albión), y en donde rendimos honor arquitectónico a la patria del poder del pueblo, al crátos del démos, o sea, a la Atenas periclense, está aquél como frontal de Partenón con España misma representada junto a la Justicia, la Paz, las Bellas Artes… y hasta los Ríos y la Abundancia (quédense un día mirando si pasan por la que otrora fuera recoleta plaza antes del empeño en sus Jardines de Piedra de uno que dicen que fuera alcalde, y verán qué de cosas pueden observar).
Los amantes felinos del Congreso
Miremos más abajo. A lo que a simple vista está como símbolo evidente, de nuestro palacio que nunca fue: la pareja de leones que guardan la entrada sin siquiera mirarla. Aunque realmente sean ellos los que no puedan verse. Me explico. Pues se ha puesto también de moda uno de ellos (al que llaman Daoíz, pues en un momento “alguien” les dio por nominarles a los felinos como Daoíz y Velarde, los héroes artilleros del 2 de Mayo, aunque no por el pueblo, que en Madrid ha sido siempre más coñon y los apodos populares fueron Benavides y Malospelos), ya que resulta que el león Daoíz es capón.
Aunque lo ha sido siempre. No por chorradas u olvido del gran escultor Ponciano Ponzano (¡hasta por falta de material se ha llegado a decir!), sino por que el león, en el fondo de su ser, es hembra. Aclaro que al final parece que estoy diciendo lo que no es. Estos dos leones son nada menos que unos amantes así convertidos por una diosa algo celosa y puñetera…¡y que es nada menos que emblema de Madrid! No, no hablo del Oso y el Madroño que, por cierto, tampoco es oso sino osa. Pero esa es otra historia. Hablo de la guapa Cibeles, cuyos leones que tiran de su carro en tan famosa fuente (y de la que el escritor José de Cora ha puesto de moda en una novela de la que les prometo hablarles otro día pues lo merece), ¡son los mismos que los del Congreso!
La venganza de Cibeles
Son, nada menos, que Atalanta e Hipómenes, dos bellos amantes que llevaron su pasión al extremo de consumar su amor en uno de los templos de la vengativa Cibeles, la cual los dejó convertidos en estos animales, pero no león y leona, que ello podía llevar a coyunda zoológica, sino a león y león, que según decía la tradición, no les da por el ayuntamiento entre iguales. Y para que quedara más claro, quede uno bien representado sin lo que es necesario en el goce.
La última representación doblemente visible (pues en la fuente también lo podremos observar) es que, siempre juntos, jamás gozarán ni aún de verse, pues qué mayor gozo (dicen los poetas) que verse reflejado en los ojos del amado. ¡Quiá! Ni siquiera eso les dejó la diosa, y por eso en uno y otro lado, todos tan cercanos, cada cual mira al lado opuesto, pues siempre juntos por la eternidad, jamás podrán ya, ni mirarse.
¡La de cosas que vemos sin mirar, mira tú!