A un nivel muy básico, al futbolista no suele gustarle demasiado que le erijan un monumento conmemorativo. Básicamente, por dos razones: porque significa que su carrera deportiva ha concluido, o bien porque ya no pertenece al selecto club de los mortales. Por eso, resulta de lo más frecuente que el jugador asocie una escultura en su memoria a una especie de mausoleo artístico. Pese a todo, los países que siguen considerando el fútbol como “lo más importante entre las cosas menos importantes” (Jorge Valdano, dixit) se encuentran plagados de tallas futbolísticas a imagen y semejanza de las esculturas ecuestres que pueblan muchas rotondas. Hay mucha información contenida en el hecho de que proliferen más las estatuas de futbolistas que de caciques salvapatrias. ¿El sobredimensionado poder del fútbol o el descreimiento de la población hacia los líderes? En fin, para muchos escultores, el recuerdo que tendrá de un mito del balompié o de su afición significará meses de duro trabajo en el taller. Quizás, con eso valga…

Sí, así de primeras suena raro. Bastante. No parece que esta mezcla sea muy normal, ni nada tenga que ver con nada. Sin embargo todo ha estado a la vista hace muy poco. Y de ciertas cosas algunos preguntaron, y otros se acaban de dar cuenta, como quien dice.

Todos hemos pensado en algún momento en tener una réplica de nuestro cuerpo, de nuestro ser más querido o ese perro que nos acompaña a correr por el parque cuando nadie más que él quiere salir a mojarse con la lluvia.

En 1950 un joven paisa llamado Fernando Botero llega a una Bogotá a medio hacer. La ciudad está iluminada por unas estrellas que parecen descansar en las azoteas de los edificios. Una rutina mojigata discurre entre los cerros que abrazan a una urbe que busca su identidad. El ambiente gris suspendido en el aire se cuela por los huecos que salpican el asfalto. La luz del día irradia procedente de las pinturas del artista que hoy dice “Yo nunca he pintado una gorda en mi vida”. El halo de satisfacción cándida que Botero traza en sus voluminosos óleos insinúa lo que Marta Traba (crítica de arte y fundadora del Museo de Arte Moderno de Bogotá-MAMBO en 1963) definió como  una “diáfana ferocidad”.

Pido de antemano perdón por si mi tono se volvió medio triste, como decía el cantautor gauchesco. Pero el hecho de que el Chillida-Leku, el ‘Museo de Chillida’, para entendernos, permanezca cerrado desde el 1 de enero de 2011 me resulta bochornoso para Guipúzcoa (en particular), España (en general) y para el ámbito de la cultura (en lo universal).

El mes de abril pasado se celebraron en San Sebastián diversos actos en conmemoración del décimo aniversario del fallecimiento de Jorge Oteiza, y su museo navarro tiene preparados otros a partir del domingo 12 del presente mes de mayo, también en conmemoración de la primera década del museo Oteiza.

Alguien pudiera pensar que algo exagero con tal comparación, pero la realidad es que cualquiera que se haya acercado a la obra de este escultor excepcional no me dejará por tal. Quien tenga dudas, nada mejor que pasarse por la exposición de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, al principio de la calle de Alcalá de Madrid, celebrada con motivo del 150 aniversario de su nacimiento.  Allí, 51 obras se podrán admirar en Mariano Benlliure: el dominio de la materia, una antología con muchos de sus trabajos que por primera vez podemos ver en España, ahora en Madrid, y prontamente en su tierra, Valencia.

La ciudad del viento, como se conoce a la muy europea Chicago al otro lado del Atlántico, es famosa por su época del Hampa y por el lago Míchigan, pero también por una arquitectura que ha salido en más películas de las que recordamos y que merece para sí un artículo ¡como poco! Por supuesto, con su sobreurbano, por así decir, ya que su metro elevado es tan clásico como el puente sobre su río homnimo, con sus torres que hemos visto tantas veces aunque nunca hayamos aterrizado en su aeropuerto de O’Hare.La ciudad del viento, como se conoce a la muy europea Chicago al otro lado del Atlántico, es famosa por su época del Hampa y por el lago Míchigan, pero también por una arquitectura que ha salido en más películas de las que recordamos y que merece para sí un artículo ¡como poco! Por supuesto, con su sobreurbano, por así decir, ya que su metro elevado es tan clásico como el puente sobre su río homnimo, con sus torres que hemos visto tantas veces aunque nunca hayamos aterrizado en su aeropuerto de O’Hare.La ciudad del viento, como se conoce a la muy europea Chicago al otro lado del Atlántico, es famosa por su época del Hampa y por el lago Míchigan, pero también por una arquitectura que ha salido en más películas de las que recordamos y que merece para sí un artículo ¡como poco! Por supuesto, con su sobreurbano, por así decir, ya que su metro elevado es tan clásico como el puente sobre su río homnimo, con sus torres que hemos visto tantas veces aunque nunca hayamos aterrizado en su aeropuerto de O’Hare.La ciudad del viento, como se conoce a la muy europea Chicago al otro lado del Atlántico, es famosa por su época del Hampa y por el lago Míchigan, pero también por una arquitectura que ha salido en más películas de las que recordamos y que merece para sí un artículo ¡como poco! Por supuesto, con su sobreurbano, por así decir, ya que su metro elevado es tan clásico como el puente sobre su río homnimo, con sus torres que hemos visto tantas veces aunque nunca hayamos aterrizado en su aeropuerto de O’Hare..