No sé si les pasará a ustedes, apreciados lectores, pero yo me pongo de los nervios ante determinados anuncios publicitarios. Y no me refiero a los vulgares, los histriónicos, los agresivos o los deliberadamente horteras. Esos, aunque molestan lo suyo, simplemente no van destinados a mí. Publicitan un producto para el que no soy ni real ni potencialmente consumidora. Consecuentemente, no me doy por aludida y no me afectan. Me traen al pairo. Me refiero a los presuntamente ilustrados, a los dirigidos a un público potencialmente cultivado, conocedor, versado y apreciador de las artes en todas sus manifestaciones. Esos, me atacan, me matan, me destrozan, me aniquilan. ¿Y, por qué? Porque atentan contra mi patrimonio más personal, íntimo e inviolable. Trataré de explicarme.
Los animales tenemos capacidad de detectar estímulos y actuar en consecuencia. Un primer grupo de estímulos, los procedentes del medio que nos rodea, los detectamos a través de los órganos de los sentidos, en nuestro caso, los consabidos vista oído, olfato, gusto y tacto. Pero también tenemos propiorreceptores y viscerorreceptores que nos informan de cómo está nuestro propio medio interno. Gracias a ellos nos enteramos de que tenemos hambre, percibimos el dolor de las agujetas o somos conscientes de que es hora de visitar el cuarto de baño. Toda esta información que percibimos, objetiva y específica, es una información que llega al cerebro con naturaleza eléctrica y que, allí, transformamos en información química. Hasta aquí todo objetivo.
Como nuestras neuronas no están aisladas sino interconectadas de una forma muy compleja en nuestro cerebro, las percepciones se archivan adornadas con información añadida procedente de focos secundarios
Pero después está lo que nuestro cerebro, una vez procesada la información y elaborada la correspondiente orden de respuesta (si procede), crea con esa información recibida. De hecho, la información no se almacena de la misma forma aséptica y objetiva con la que se ha percibido. Como nuestras neuronas no están aisladas sino interconectadas de una forma muy compleja en nuestro cerebro, las percepciones se archivan adornadas con información añadida procedentes de focos secundarios. Así, una determinada puesta de sol la vamos a recordar asociada al subidón adrenalínico que nos supuso la cercanía intensa de ese primer amor de verano, al calor que emanaba de la piel de aquel adonis que idealizamos para la eternidad y a la intensidad de nuestra taquicardia puberal. De esta forma (tanto positiva como negativa), las percepciones se transforman en sensaciones, es decir, en información donde la objetividad es mediatizada por un componente subjetivo importantísimo.
Esto lo conocen al dedillo los publicistas y arriman el ascua a su sardina sin recato ninguno. Normalmente lo hacen asociando el consumo del producto al éxito en el cometido número uno de toda especie biológica: el apareamiento. Lo vemos incrustado en una amplia gama de anuncios de productos de los más variopinto, desde sorprendentes artilugios deportivos hasta spots de estropajos donde imágenes tórridas bajo el fregadero de platos sucios son exhibidas sin pudor.
Pero, insisto, estos anuncios no van con nosotros, no nos atacan directamente. El problema está cuando la publicidad ambiciona cotas más elevadas. Cuando se subliman las perspectivas y se pretende dotar de un aura culta y exquisita al anuncio. Cuando no quieren que parezca lo que es (una estrategia de venta) sino que pretenden una exaltación de los más nobles valores culturales. Cuando quieren hacernos creer que tan solo buscan la experiencia estética.
Ahora se tira de obras pictóricas universalmente reconocidas, esculturas ensalzadas desde los inicios de nuestra cultura occidental o piezas musicales y literarias que emocionan generación tras generación
Aquí ya no se recurre al físico petado del culturista ni a la delantera obnubilante de la modelo. No, no, no, ¡qué vulgaridad! Ahora se tira de obras pictóricas universalmente reconocidas, esculturas ensalzadas desde los inicios de nuestra cultura occidental o piezas musicales y literarias que emocionan generación tras generación. ¡Qué
bien! ¡Cómo cambia la cosa!
Entonces… ¿Dónde está el problema? Pues sí que hay un problema, en realidad, dos problemas. El primero es que los anuncios, especialmente los de entidades y organismos institucionales, son de un cursi que te mueres. Vamos a obviar el hecho de que los cuadros exhibidos están lo suficientemente trillados para que los reconozca hasta el más berzotas, las esculturas suelen ser aquellas cuyas fotografías han sobrevivido en los libros de texto a la mutilación cultural de las sucesivas leyes de educación, las piezas musicales coinciden con las que nunca faltan en la ambientación de las salas de espera de los dentistas o las selecciones literarias coinciden con los que nos hicieron aprendernos en el colegio (hablamos, por supuesto, de personas que pasaron por BUP y COU como mínimo). Si obviamos, digo, todo esto, además los anuncios suelen ser impostados, sensibleros, afectados y pretenciosos hasta rayar, a veces, el ridículo (ilústrese la idea con los anuncios intraconfinamiento o inmediatamente postconfinamiento).
El segundo y peor de todos, es que contaminan nuestro patrimonio más íntimo y más querido: el patrimonio de nuestras sensaciones emocionales. Las que hemos archivado a lo largo de una vida y hemos guardado en lo más profundo de nuestra caja de lo intocable. Las que hemos ido idealizando a base de no querer olvidarlas. Las que hemos alterado por no querer que cambiaran nunca. Esas que acompañamos con canciones únicas, con escenas perfectas, con miradas turbadoras, con ciudades evocadoras, con cuadros sugestivos o con paisajes sobrecogedores que nuestra confundida memoria ha ido haciéndonos creer que nos pertenecen. Esas, esas que son sólo nuestras, esas nos las exhiben sin permiso, nos las destrozan, nos las vulgarizan y, sobre todo, nos las contaminan. Nos las sacan de nuestra exclusividad idealizada, sublime y perfecta, para vulgarizarla y envenenarla con todos los tópicos del momento.
Esos anuncios deberían estar prohibidos. Son un atentado contra nuestro patrimonio emocional, nuestra fuerza más indestructible. Protejámonos. Creemos una asociación de defensores de este legado inmaterial. De acuerdo que no será Patrimonio de la Humanidad, pero lo es de algo mucho más importante: de cada uno de los indefensos, sensibles y desamparados humanos que la constituyen.