David Beckham, acompañado del estigma de pijo inglés forever, es en realidad un chico de clase obrera trabajadora criado por un severísimo padre y dotado de una resistencia mental que alabaría el mismísimo Séneca. Estoy convencido de que el sabio cordobés se postraría ante la estoica actitud del británico, que sufrió insultos y pitidos por todos los campos de fútbol ingleses tras su –injusta- expulsión en los octavos de final del Mundial de Francia del 98.
Beckham lo tenía todo para ser feliz. Era guapo, jugaba bien al fútbol, se había casado con la mujer que amaba y ganaba dinero a raudales. La mala fortuna –y la mala cabeza de los aficionados al fútbol- hizo que su nombre fuese defenestrado. “¡Eres un idiota, Beckham! ¡Beckham cabrón!”.
En muchos momentos del documental sobre Beckham disponible en Netflix se ve al Adonis moderno trotar cabizbajo en el campo de juego. Una vida dedicada al fútbol, un padre que le obligaba a repetir cientos de veces los saques de esquina para que pusiera la pelota en un punto concreto, una niñez solitaria, un entrenador (Alex Ferguson) que era como un segundo padre y que lo traiciona vendiéndolo de la noche a la mañana… La vida de David Beckham no fue tan fácil como cabía esperar.
Pero entre todos los momentos de su biografía, me quedo con un gesto. Año 2006, el Madrid de los Galácticos vuelve a fracasar en la consecución de un título. Falta mano dura en el vestuario. El presidente, Ramón Calderón, ficha a Fabio Capello, entrenador italiano que bien podría haber interpretado a Clint Eastwood en ‘El sargento de hierro’.
Beckham parecía contento en un primer momento con la llegada de Capello, pues también consideraba necesario un cambio de rumbo en el vestuario. Sin embargo, su falta de titularidad en el equipo le hizo empezar a tantear otras opciones de cara a la próxima temporada. Un día, Fabio Capello se reunió con Beckham y le dijo: “Sé que has estado hablando con otros equipos. No vas a jugar ni un minuto más en el Real Madrid”.
Aquello fue peor que un gancho inesperado de George Foreman. Beckham dejó de ser convocado a los partidos. Veía a sus compañeros jugar desde la tribuna del Bernabéu, acompañado de Victoria y sus hijos. El castigo de Capello fue tan severo que le obligó a entrenar aparte. La imagen resulta desoladora. En una parte del campo corre al trote el grueso del equipo, con Roberto Carlos, Raúl, Van Nistelrooy, Reyes… Mientras, se observa a Beckham solitario, en la otra punta del campo, haciendo ejercicios con un asistente.
Muchos se hubieran derrumbado, habrían tirado la toalla, se marcharían a casa diciendo: “¿Qué demonios pinto aquí?”. Pero no así David Beckham, quien sabía lo que era seguir corriendo bajo una lluvia de pitidos y descalificaciones. El inglés siguió yendo a entrenar todos los días. Llegó siempre puntual, y siempre se esforzaba pese a la clara sentencia del italiano. Impasible al desánimo. Séneca y Epicteto estarían orgullosos. Aquel gesto estoico conmovió al mismísimo Fabio Capello, que reconoce en el documental que decidió dar una oportunidad a Beckham viendo su ejemplar comportamiento.
El británico volvió a jugar en el equipo y alcanzó la titularidad. Su desempeño profesional fue fantástico, y su trabajo resultó clave para que el Real Madrid ganase aquella temporada 2006-2007 la Liga. Justo el último año que David Beckham vistió de blanco.
Las palabras terminan por perder su fuerza con el paso del tiempo. La humanidad necesita imágenes que le recuerden aquella lección inmortal de Albert Camus: luchar contra el absurdo merece la pena. Y qué mejor imagen que la de aquel inglés, que bien podría ser una efigie griega, enfundado en el papel de Sísifo, subiendo una y otra vez la montaña con una piedra gigante entre las manos.
La humanidad necesita imágenes que le recuerden aquella lección inmortal de Albert Camus: luchar contra el absurdo merece la pena.
Todos somos Beckham corriendo a solas en un lateral del campo. Nos enfrentamos día a día con el absurdo que nos rodea con la mínima esperanza de que un día Capello cambie de opinión y nos regale aquello que nos merecemos. Un cambio en nuestra vida. Un objetivo trascendental. Un horizonte más luminoso. Quién sabe, quizá algún día hasta podamos alzar un trofeo. Y lo mejor no será ese momento de júbilo, sino el recuerdo de cómo aguantamos de pie el chaparrón.