Un chico hace tablas en una partida simultánea con Bobby Fischer. Al terminar, el campeón se acerca al chaval y le dice al oído unas palabras. El jovencillo no comprende, no habla inglés. Tardará unos días en enterarse, cuando un compañero le haga saber qué le había dicho en verdad el hombre que venció a Boris Spassky: “Había otra manera, chico”. Obsesionado con conseguir cuál era la jugada que le hubiese permitido ganarle a Fischer, el chaval intenta escribir una carta al campeón para que éste le revele la clave. Con ese relato abre el escritor Juan Bonilla su más reciente libro Una manada de ñus (Pre-Textos, 2013), un cuento que resuena en la cabeza del lector al escuchar recientemente a Magnus Carlsen, el segundo campeón de ajedrez más joven del mundo, decir: “La experiencia está sobrevalorada”. Ajedrez y literatura, un binomio potente si se mezcla con la vida. De todo eso junto -y agitado- es posible conseguir las mejores obras y los más estrepitosos fracasos.
T. S. Eliot en La tierra baldía; Elías Canetti en Auto de fe; Samuel Beckett en Final de juego, Nabokov en La defensa… Muchos escritores convirtieron el ajedrez en eje central de sus historias. Aunque hay quienes insisten en que, al momento de unir creación y juego en un mismo compartimento, habría que preguntarse no por las grandes historias que en nombre del ajedrez se han escrito, sino justamente por aquellas que nunca vieron la luz porque sus autores se entregaron al tablero y dejaron de lado la creación. Duchamp, por ejemplo, dejó el arte para dedicarse al ajedrez. Ya en El jugador, Dostoievski planteaba una reflexión bastante temprana sobre el juego como suplantación de la vida.
Ya en El jugador, Dostoievski planteaba una reflexión bastante temprana sobre el juego como suplantación de la vida
Además de Duchamp, muchos otros escritores y creadores se destacaron por ser grandes ajedrecistas: el dramaturgo, poeta y novelista irlandés Lord Dunsany; el mexicano Juan José Arreola y el ruso Vladimir Nabokov, este último según muchos un obseso y gran componedor de jugadas y problemas que cruzan su obra de un lado a otro: desde Poems and Problems, que reúne poemas en inglés y ruso y problemas de ajedrez, hasta su novela La Defensa, una potentísima historia que narra la vida del ajedrecista Luzhin, quien desde muy pequeño se entrega a una práctica en la que juego y realidad terminan difuminándose.
Adaptada al cine por Marleen Gorris en el año 2000, la novela de Nabokov -publicada en 1930- se explaya en las dificultades que sufre Luzhin para pasar del mundo del juego al de la realidad. En su punto culminante, Luzhin termina arrojándose por una ventana. La defensa se vuelve todavía más trágica y potente como obra literaria si se toma en consideración no sólo el hecho de que Nabokov se inspiró para escribirla en el maestro berlinés Curt von Bardeleben (1861-1924) -quien cayó de un cuarto piso en una versión no del todo clara-, sino también porque otros cuatro ajedrecistas, lectores todos de Nabokov, se suicidaron de la misma forma: Karen Grigorian y Georgy Ilivitsky (en 1989), Alvis Vitolinsh (en 1997) y Lembit Oll, campeón de Estonia (en 1999).
Otros cuatro ajedrecistas, lectores todos de Nabokov, se suicidaron de la misma forma: saltando por la ventana
Lewis Carroll y Stefan Zweig eran también aplicados, aunque se dice que no brillantes jugadores. A pesar de ello, el reflejo literario que hicieron del juego ha dejado páginas magníficas. Desde la segunda parte de Alicia en el País de las Maravillas (A través del espejo), en la que Carroll concibe el mundo como un inmenso tablero hasta El jugador de ajedrez y la novela póstuma Una partida de ajedrez, en la que Stefan Zweig narra la confrontación del Dr. B., exprisionero de la Gestapo, con el campeón mundial Mirko Czentovic. Para muchos se trata de su verdadera obra maestra. En ella consigue, a través del juego, hacer un retrato de la presión psicológica y la capacidad de supervivencia de quienes consiguen controlar la mente.
También en la literatura española se han dedicado entregas dedicadas al ajedrez. En su libro La torre herida por el rayo (Premio Nadal, 1994), Fernando Arrabal narra el enfrentamiento entre Elías Tarsis y Marc Amary. Ante ellos el tablero sobre el que se decidirá el campeonato del mundo de ajedrez. Arturo Pérez Reverte lo intentó en La tabla de Flandes (Alfaguara, 1992), un libro que según el filósofo mexicano Luis Ignacio Helguera no es más que una “mezcla fallida de novela policiaca, novela de amor y partida de ajedrez”. El principal defecto, según Helguera, de la novela radica en el hecho de que Pérez Reverte confió a un programa de ordenador la formulación de toda la trama de ajedrez, que termina convirtiéndose más en decoración que en historia.
No es esta, ni muchos menos, una incursión exhaustiva en una coincidencia que ha dado páginas y volúmenes a las estanterías y lectores: La variante Lüneburg, del italiano Paolo Maurensig; La vida que se va, del mexicano Vicente Leñero; a su manera, casi metafóricamente, El movimiento del caballo, de Andrea Camilleri o Las ciudades invisibles de Italo Calvino; el poema Ajedrez, de Jorge Luis Borges… Quedan en el aire, todavía, las palabras de Carlsen: “La experiencia está sobrevalorada”. ¿Qué pensará entonces el joven noruego de la literatura?